Una conferencia internacional, organizada por el gobierno de Noruega, impulsa la aprobación de un tratado internacional que prohíba las bombas de racimo. Estas bombas, al llegar a tierra, se abren y esparcen sobre una superficie de unas cuatro hectáreas, más de 600 submuniciones explosivas que llevan en su interior. Están diseñadas para estallar sobre las fuerzas enemigas, pero un gran porcentaje de ellas se queda sin explotar y permanece activo durante años, causando la muerte y heridas a los civiles que transitan por esas zonas.
En la reciente guerra del Líbano, el Ejército israelí reconoció haber lanzado 1.800 bombas de racimo que transportaban 1,2 millones de submuniciones. Según Naciones Unidas, las submuniciones realmente lanzadas podrían llegar a los 3 millones. Otros conflictos donde se ha utilizado este tipo de bombas son los de Vietnam, Irak y Afganistán.
El efecto práctico de estos artefactos es similar al causado por las minas antipersonas, prohibidas por el Tratado de Ottawa desde que entró en vigor, el 1 de marzo de 1999. La mayoría de los países del mundo (actualmente 155) ha adherido al Tratado e ilegalizado el uso y posesión de minas antipersona. Los grandes fabricantes, Estados Unidos, junto con China, Rusia y Corea del Norte no han adherido al Tratado de Ottawa y continúan fabricándolas.
Estados Unidos, en donde está instalada la empresa Claymore Inc, el mayor fabricante del mundo de minas antipersona, se ha negado a firmar el Tratado de Ottawa al no haberse aceptado su petición de contemplar la "excepción coreana". Según el gobierno norteamericano, el millón de minas sembradas en la zona desmilitarizada entre Corea del Norte y Corea del Sur ayuda a mantener la paz e impedir los ataques desde Corea del Norte.
Un informe de las Naciones Unidas denuncia que entre 15 y 20.000 personas mueren cada año por la explosión de las minas antipersona. Estos artefactos permanecen décadas en los campos que han sido sembrados de ellas por vía aérea o a través del lanzamiento de proyectiles, lo que deja las zonas minadas sin ningún tipo de señalización. Sus víctimas, al igual que con las bombas de racimo, son habitualmente civiles, que con frecuencia resultan muertas o mutiladas mucho después del final de la guerra. Como ejemplo, se estima que en Camboya las minas han causado 35.000 amputaciones tras el cese de las hostilidades.
Considerando que las bombas de racimo provocan un efecto similar al de las minas antipersona, el 22 y 23 de febrero pasado, más de 40 Estados, junto con numerosas organizaciones humanitarias, se reunieron en Oslo para crear un nuevo instrumento legal que ponga fin al uso de estas mortíferas bombas. El ministro de Exteriores de Noruega, Jonas Gahr Store, confía en que todos los países firmantes del Tratado de Ottawa se adhieran a la nueva convención, puesto que "estamos hablando de lo mismo".
Desde hace mucho tiempo, la comunidad internacional viene dedicando esfuerzos para concertar normas que hagan realidad los principios aprobados en las convenciones de Ginebra. Según la cual está prohibido el uso de armas que por su efecto indiscriminado puedan provocar lesiones o sufrimientos innecesarios o afectar a la población civil. Se trata de evitar que cualquier ventaja militar a corto plazo sea obtenida violando el derecho humanitario a largo plazo.
La limitación, por vía del derecho internacional, del uso de medios de combate indiscriminados para proteger a la población civil y facilitar el regreso de los desplazados por los conflictos a sus lugares de orígenes, parece una labor interminable. Recuerda el mito de Sísifo, condenado de por vida a empujar una piedra enorme cuesta arriba por una ladera empinada. Según La Odisea, antes de que alcanzase la cima de la colina la piedra siempre rodaba hacia abajo, y Sísifo tenía que empezar de nuevo su tarea.
El motivo del castigo sufrido por Sísifo no es mencionado por Homero, y resulta oscuro. Según algunas interpretaciones, la leyenda pretende reflejar la lucha permanente del hombre por alcanzar la paz.(Una tarea que resulta infinita, porque la misma inteligencia humana, que permite los éxitos científicos que alargan la vida, es también puesta al servicio de los medios que se utilizan para troncharla).