Una retirada sin memoria
Estados Unidos deja en Irak un gobierno estable y un país destruido
Ramón Lobo 15 DIC 2011 - 20:36 CET
El País.
Ocho años y medio son muchos años; ayudan a adecentar la memoria colectiva, a reescribir la historia y eliminar detalles que estropean el cuadro de la victoria. ¿Quién se acuerda hoy de las armas de destrucción masiva que todos decían saber que existían y nadie encontró? ¿Quién se acuerda de las presiones sobre Hans Blix, jefe de los inspectores de la ONU en Irak? ¿Quién habla hoy de la intervención de Colin Powell en el Consejo de Seguridad con un tubito lleno (supuestamente) de ántrax? ¿Quién recuerda las declaraciones de Dick Cheney en las que afirmaba que Sadam Husein estaba relacionado con Al Qaeda y, por lo tanto, con los atentados del 11-S.?¿Quién menciona hoy el caso Plame, las torturas en Abu Gharib, matanzas de civiles como la de Haditha? No es tiempo de remover el pasado, sino de vender una victoria que no es.
La invasión de Irak comenzó el 20 de marzo de 2003 pocas tropas (265.000) en comparación con 1991 (casi un millón). La diferencia se debía a que el jefe del Pentágono, Donald Rumsfeld, sostenía su estrategia en una idea simplista: la población recibirá a los soldados de EEUU como libertadores. ¿Y si no lo hace? No hubo preparación para responder a esa pregunta. Cuando comenzaron los saqueos EEUU carecía de medios para evitarlos. También, de voluntad. Esa permisividad dinamitó su prestigio: pasaron de la liberación a la ocupación.
El régimen cayó en tres semanas. Cuando las tropas estadounidenses entraron en Bagdad el 8 de abril de 2003 hubo un gesto inconsciente que delató el programa del atacante: al derribar la estatua de Husein en la plaza del Paraíso colocaron al cuello del dictador una bandera de EEUU; tras darse cuenta del error la cambiaron por una iraquí. Ese día, los generales estadounidenses dieron por terminada una guerra justo cuando empezada otra, la de la insurgencia.
Hoy nadie recordará el error mayúsculo del virrey Paul Bremer en mayo de 2003, al disolver el Ejército y expulsar de la Administración a los militantes del Partido Baaz, En un solo decreto, Bremer destruyó el Estado y mandó a la insurgencia a decenas de miles de soldados armados.
Hasta 2007, EEUU luchó contra dos resistencias, la iraquí, y la vinculada a Al Qaeda atrapado por su propia propaganda. Cada general que tomaba el mando se subía en los mismos zapatos del anterior. Todo empezó a cambiar en 2007 con la llegada a Bagdad de David Petraeus, quien tomó una medida arriesgada, fuera de la línea oficial de pensamiento: aliarse (comprar) con la insurgencia local y dotarla de medios para que luchara contra Al Qaeda. Los hombres que habían atentado contra los soldados estadounidenses pasaban a trabajar para el Pentágono.
EEUU no ha perdido la guerra, pero el ganador estratégico de estos ocho años y medio es Irán, el país más influyente en el nuevo Irak.
En Afganistán se ha intentado repetir la estrategia de la mano de Petraeus, pero Afganistán no es Irak, no hay una guerra civil entre suníes y chiíes, con los kurdos a la espera, en Afganistán dominan los pastunes, de donde surgen los talibanes. Los pastunes no se venden; el tiempo, la historia y la geografía de Afganistán juega en su favor. En Afganistán se está perdiendo la guerra y el ganador estratégico será Pakistán y, en segundo lugar, Irán.
El fracaso afgano se explica en la misma ceguera: pensar que el mundo visto desde un apantalla de Washington es el mismo que está allá fuera. Hay dos fechas claves. El año 2003, cuando EEUU y sus aliados consideran que el trabajo de Afganistán esta hecho y atacan a Irak. Y 2007, cuando los talibanes toman la iniciativa de la guerra, cuando Petraeus incrementa las tropas en Irak en detrimento de Afganistán. EEUU se va de Irak con honores y un puente de plata.
Atrás queda un gobierno estable y un país destruido. En Afganistán no habrá honores y Hamid Karzai y su Gobierno de señores de la guerra no tiene posibilidad alguna de sobrevivir media hora sin el apoyo militar de EEUU.