Gaza, un conflicto enquistado
Es muy difícil que las negociaciones entre israelíes y palestinos conduzcan a una paz duradera en la región, sobre todo porque ninguno es capaz de abandonar los raíles que condujeron a seis guerras y dos Intifadas
Jesús A. Núñez Villaverde 12 AGO 2014 - 00:00 CEST
EDUARDO ESTRADA
También esta vez habrá tregua, por supuesto. Pero para evitar desengaños posteriores, conviene tener claro ya desde ahora que, sean cuales sean sus condiciones, no servirá para asentar la paz en Palestina. Peor aún, será el germen del siguiente brote de violencia al que solo falta ponerle fecha. A esta pesimista conclusión se llega no por aplicación de ningún tipo de determinismo que condene a palestinos e israelíes a vivir en eterna confrontación, sino por simple destilación de unas pautas de comportamiento que han vuelto a ponerse de manifiesto con ocasión de la actual tragedia de Gaza y que se resumen en falta de voluntad (para unos) y de capacidad (para otros) para salirse de los raíles que explican las seis guerras y las dos Intifadas registradas desde hace 67 años. En esencia se trata de que:
—Hamás es para Israel únicamente una piedra en el zapato. Molesta, pero no pone en peligro la supervivencia del Estado. Visto así —y sin olvidar que en su arranque fue favorecido por Tel Aviv como un instrumento que acentuaba la deseada fragmentación palestina—, el Movimiento de Resistencia Islámica le sirve como espantajo ante la opinión pública mundial, tratando de convencernos de que es estrictamente un grupo terrorista y de que, por extensión, todos los palestinos son terroristas.
—En todo caso, como resultado de un notabilísimo fracaso de inteligencia —que se traduce en la incapacidad para prevenir el continuo rearme de su principal milicia, las Brigadas Ezzedine al Qasam—, Israel se ve abocado a la periódica necesidad de “cortar las uñas al pequeño monstruo”. Con la directa implicación de Irán y la financiación de poderosos regímenes del Golfo, Hamás ha ido aumentando tanto el número como el alcance de su arsenal de cohetes, utilizando la vía terrestre que arranca en Sudán y pasa por el Sinaí y la naval que termina en las orillas de la Franja. Desde los artesanales Qasam ha pasado a los iraníes Fajr-5 y a los sirios M-302, que ya tienen bajo su radio de acción a prácticamente cualquier localidad israelí (incluyendo el complejo nuclear de Dimona).
Para contrarrestar esa amenaza, Israel ha ido también ampliando su capacidad antimisilística (con la sustancial ayuda económica y tecnológica de Washington), sumando la Cúpula de Hierro a las baterías de Patriot y con la vista puesta ya en la Honda de David, que debe completar un sistema antimisiles diseñado para neutralizar la práctica totalidad de los lanzamientos palestinos (el 85-90% de los lanzados en estas semanas han sido eficazmente interceptados).
Hamás ha aumentado tanto el número como el alcance de su arsenal de cohetes
—Aún así, ese despliegue antimisil no basta por sí solo para mantener un siempre precario equilibrio que impida a los grupos armados palestinos (incluyendo a la Brigada Al Qods,
brazo armado de la Yihad Islámica, y al grupo Tanzim y a la Brigada de los Mártires de Al Aqsa, ligados a Al Fatah) perturbar seriamente la vida nacional israelí. En consecuencia, en el momento en el que Israel detecta que el equilibrio puede romperse en su contra, recurre a una excusa puntual —que su maquinaria mediática disfraza inmediatamente de respuesta a un previo acto de agresión palestino— para lanzar una operación de castigo.
En este caso, ha sido la acusación (no demostrada) de que Hamás había matado a tres jóvenes israelíes —cuando lo que realmente pretende es impedir la consolidación de un Gobierno palestino de unidad— lo que le ha permitido poner en marcha la Operación Margen Protector. Y tras comprobar que los bombardeos aéreos, navales y artilleros (como en Pilar de Defensa, 2012) no bastaban para cortar las uñas hasta el punto deseado —dado que sus oponentes han mejorado en resiliencia y operatividad—, ha decidido pasar a la incursión terrestre (como en Plomo Fundido, 2008-2009) con el pretexto ocasional de destruir unos túneles cuya existencia conocía desde hace tiempo.
—Sumergidos en una operación de esta naturaleza, Israel sabe que tiene que actuar rápida y contundentemente (lo que significa un absoluto desprecio por la vida de civiles). Es muy consciente de que la eliminación de la capacidad militar de sus enemigos en la Franja solo sería factible reocupando total y permanentemente sus escasos 400 kilómetros cuadrados. Y sabe igualmente que llegar a ese punto supondría asumir unos costes insoportables —no tanto por las siempre débiles críticas internacionales, como, sobre todo, por el alto coste en bajas propias que eso le reportaría, junto con el insoportable riesgo de que alguno de sus soldados sea capturado (que no secuestrado)—. Más aún, si no se plantea esa tarea es sencillamente porque no lo necesita, dado que la entidad de la amenaza es estratégicamente manejable.
—Por tanto, le basta con golpear brutalmente de vez en cuando, confiado en que puede sobrepasar cualquier límite legal o moral mientras Estados Unidos le cubra las espaldas, neutralizando cualquier tímida reacción internacional durante el tiempo necesario para reducir el nivel de la amenaza hasta un nivel soportable.
—Por su parte, los grupos palestinos que optan por la violencia constatan cómo a pesar de ir aumentando su capacidad para resistir al ocupante, no logran en ningún caso modificar su estrategia de hechos consumados que busca el dominio efectivo de la totalidad de Palestina. Por muy encendido que sea su discurso son conscientes de su debilidad frente a la maquinaria militar israelí y de que, en gran medida, dependen de actores externos que apenas los consideran algo más que meros instrumentos al servicio de agendas que no pueden controlar.
De nada le sirven a Hamás sus credenciales políticas (como ganador de las elecciones de 2006), ni su alto nivel de cumplimiento de lo acordado con Israel (a la actual explosión violenta se llega con el incumplimiento israelí en la liberación de unos 300 prisioneros).
El Gobierno de Netanyahu ha ampliado su capacidad antimisilística con la Cúpula de Hierro
—Hamás volverá a cantar victoria cuando callen nuevamente las armas —con el simple argumento de que ha logrado resistir la enésima embestida—, pero debe saber internamente que ninguna de sus opciones actuales —dotarse de más cohetes (soñando con hacerse algún día con misiles) más precisos que los actuales y abrir túneles hasta territorio israelí para complicar sus operaciones terrestres y para capturar a soldados con los que poder negociar algo a cambio— le depara un mejor futuro. Asumiendo que mantendrá su apuesta contra el ocupante, solo cabe prever que insistirá en esas mismas vías, con el posible añadido de un regreso a los atentados en suelo israelí, aunque eso se traduzca en más condenas que apoyos externos.
—Aferrados a unas estrategias militares que los devuelven recurrentemente a la casilla de partida —mientras se sigue sumando destrucción y muerte de civiles convertidos en meros números de una macabra contabilidad que ya solo altera las conciencias de una minoría—, no es posible hoy entrever ninguna salida del pozo.
Llegados a este punto no es posible encontrar una sola lección positiva aprendida, mientras se siguen acumulando las negativas. Así, vuelve a quedar de manifiesto que expresiones como “masacre”, “totalmente inaceptable” o “ultraje moral y acto criminal” —cuando se hace referencia al asesinato de civiles gazatíes, incluyendo los refugiados en instalaciones de UNRWA— no son más que palabras vacías. También vuelve a quedar constancia de la inaudible voz de la Liga Árabe, en un ejemplo más de la falsedad del mantra del apoyo a la causa palestina.
Lo mismo cabe decir del inquietante desplazamiento hacia posiciones de extrema derecha del electorado israelí, que no parece percibir el abismo moral en el que lo se están hundiendo sus gobernantes. Por si todavía era necesario confirmarlo, tanto la Unión Europea como el presidente palestino quedan nuevamente retratados como invitados de piedra a un drama que no tiene visos de cesar. ¿Un panorama muy pesimista? No, lo pesimista (a falta de un concepto aún más sombrío) es lo que viven quienes están sometidos desde hace décadas a la barbarie de los que creen que con las armas lograrán imponer su dictado.
Jesús A. Núñez Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH). Sígueme en @SusoNunez
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