Diario: CLARIN
04 DE NOVIEMBRE DE 2018
Crónicas antárticas
Cómo es volar en el Hércules, el avión que siempre espera la Antártida
La nave es un galpón con alas que lleva todo tipo de cargas y no tiene baños.
Otra fisonomía de avión. Los pasajeros del Hércules rumbo a Marambio. Foto: Mario Quinteros
Un Hércules es un galpón con alas. Un enjambre de militares sube y baja de él como entran y salen los trabajadores de un depósito con tinglado. Cargan bultos que van a ir a la Antártida. Son canastos plásticos enormes y hasta un contenedor metálico que es una cámara de frío con dos toneladas de alimentos y medicamentos que necesitan viajar así. El contenedor ocupa la mitad del avión, de modo que los pasajeros se arreglarán con el cuarto delantero.
Todo listo para el despegue con destino a la Base Marambio. Foto: Mario Quinteros
En un Hércules, uno ocupa el lugar que sobra de la carga. En esa parte del avión viajamos
25 hombres, cuatro mujeres y un bebé. Luego veremos de quién se trata.
https://www.clarin.com/sociedad/fotogalerias-varados-antartida-base-marambio_5_K8jKJjwQ0.html
En el aeropuerto de El Palomar -a metros de la terminal de
FlyBondi- nunca se sabe a qué hora va a estar listo el Hércules. Primero partía a las 8, luego a las 10, luego a las 11. Los militares que se van a Río Gallegos y a la Antártida esperan en un comedor a puro mate y cremonas recién horneadas. Hay una calma ansiosa.
https://www.clarin.com/sociedad/dominados-viento-aventura-quedar-varados-antartida_0_fKwdsOpq8.html
En un rincón está Ariel López, un sargento ayudante del Ejército que es mecánico de instalaciones. Lo acompañan su mujer y sus dos hijas, que fueron a despedirlo. Va a la base Marambio de la Antártida por tres meses para hacer mantenimiento general durante el verano y dejar todos los arreglos listos para que la nueva dotación -la número 50 en la historia de la base- pase el largo invierno.
El sargento Ariel López con su mujer y sus dos hijas, que fueron a despedirlo. Foto: Mario Quinteros
Es la cuarta vez que López va a la Antártida. En dos de las anteriores estuvo 14 meses por vez. Ha hecho de todo. Desde picar hielo en el glaciar para llevar a los calentadores y hacer agua hasta transportar caños para obtenerla de una laguna cercana, durante los meses del deshielo. Trasladar y conectar cada caño puede llevar una jornada de trabajo para un hombre. López dice ahora mismo que está viviendo
el peor momento de la misión: despedirse de su familia. Pero que luego todo se acomoda y se acostumbran.
La nena más chica, de 10 años, no parece muy de acuerdo. López dice que para estar tanto tiempo en la Antártida
es mejor ser callado y estar ocupado todo el tiempo. El problema con la familia es que queda fuera de lo que la escritora Samanta Schweblin llama
“distancia de rescate”. Lo que pase con los chicos será cuestión de la mamá. Y lo que pase con la mamá, cuestión de hermanos, cuñados o suegros. El voluntario antártico es
un marino mercante de los hielos eternos. Su ausencia es consensuada pero brutal. Papá se va. No está y no va a venir pase lo que pase. Y hay que arreglárselas así. En eso, la Antártida es un poco
una muerte voluntaria y circunstancial. La muerte de la ausencia prolongada. Cada voluntario que pide viajar la acepta.
https://www.clarin.com/sociedad/antartida-diccionario-codigos-propios_0_2V5BUMP2k.html
El de la Antártida es un destino anhelado por la diferencia económica. Los suboficiales que viajan allí
triplican su sueldo con los viáticos y acceden a beneficios como exenciones impositivas en la compra de autos o créditos accesibles para viviendas.
Para los bolsillos flacos, la Antártida es también un horizonte de salvación.
El Hércules despega finalmente a las 12 y nadie dice lo que hay que hacer. Ni cómo abrocharse los cinturones -que llevan un mecanismo diferente al de los aviones comerciales-, ni de dónde agarrarse. El Hércules no tiene asientos sino una interminable sucesión de caños, lonas, redes, correas y arneses que ofrecen a cada uno la comodidad que pueda conseguir. López y su compañero mecánico eligen viajar
sentados en el piso.
Galpón con alas. El Hércules que llevó a los militares a la base antártica. Foto: Mario Quinteros
Lo único que todos, pero todos, hacen igual, es
ponerse tapones en los oídos. Un suboficial reparte unas versiones amarillas en bolsitas transparentes. Tampoco nadie dice qué hacer con los celulares, así que todos siguen conectados hasta que se acaba la señal, ya en el aire.
A los 10 minutos del despegue, la mayoría va durmiendo. Los bolsos y las valijas de todos van en un par de camillas que hacen las veces de portaequipaje y cuelgan del techo.
Todo lo que se ve está agarrado con correas y correderas. El techo está desnudo, con todos los cables a la vista. Sólo sobre mi cabeza cuento 16 manojos que corren como venas abiertas desde la cabina hasta la cola del galpón con alas.
Base Marambio, en la Antártida. Foto: Mario Quinteros
En medio del ruido ensordecedor del vuelo -el ronquido intenso es constante aún con los tapones en los oídos- los dos militares que siguen despiertos dialogan como a tres metros de distancia.
Han aprendido a leerse los labios. Uno de ellos le alcanza al otro el
catering para los ocho tripulantes que van en la cabina, incluidos el piloto y el copiloto. Una bolsita blanca con pan y unas fetas de salame y queso.
No hay baños a la vista. Ni fuera de ella. En el Hércules hay un recipiente pequeño sobre una tarima y una pequeña rampa desde donde apuntar, en el caso de los hombres, y desde donde intentar un acercamiento anatómico que es una proeza, en el caso de las mujeres. Una cortina plástica que se pega a la espalda es toda la privacidad.
Misión imposible. Debe ser más fácil pilotear el Hércules que usar su baño.
Allá arriba, cerca del techo y escondido por los bolsos, hay un cartel amarillo que dice:
Aterrizaje: 6 timbres cortos prepararse. Un timbre largo asegurarse. Si sonaron, fue imposible oírlos.
En el Hércules se viaja como en la caja de un camión. Todos parecemos polizones. Tranquiliza que, tras media hora de vuelo, ya no haya olor a combustible.
En las paredes hay remaches, matafuegos y enchufes. En un rincón, algo parecido a un calefón o un termotanque. Y repisas metálicas con latas de aceite de motor en uno de los laterales.
A las dos horas de vuelo -la mitad de lo que tarda en llegar a Río Gallegos- corren el mate y las galletitas dulces. El bebé se despertó y juega sobre el regazo de su madre. Se llama Faustino, tiene ocho meses y va a visitar a su abuelo, que trabaja en la base aérea de Río Gallegos. Tiene un buen humor que contrasta con el de la mayoría de los bebés en vuelo.
Nada de lujos. En el Hércules todos los mecanismos están a la vista y los pasajeros deben usar tapones en los oídos. Foto: Mario Quinteros
En el piso del avión -olviden la imagen de las alfombras de los aviones de línea- hay manivelas. Ganchos que parecerían abrir algo. Un mecanismo como el de las latas de gaseosa pero gigante. En el techo hay un caño amarillo que se interrumpe y no lleva nada a ninguna parte.
El Hércules es un avión de guerra y va “desnudo” por dentro para ser reparado en pleno vuelo ante cualquier contingencia. El que nos lleva fue remodelado a nuevo por la Fuerza Aérea y su instrumental es completamente digital. Es un avión noble, insignia y adoración mayor de los pilotos de la Antártida. Aterriza allí desde 1969 y uno de los hombres que hizo aquella pista a mano lo espera en Gallegos una vez más.
Juan Carlos Luján tiene ahora 79 años. En octubre del 69 estuvo con un grupo de compañeros de la Fuerza Aérea despejando a pico y pala una franja de tierra sobre una meseta buscando la proeza de que un avión con ruedas -sin esquíes- pudiese aterrizar en la Antártida por primera vez en la historia.
Lo lograron.
Juan Carlos Lujan logró junto a un grupo de compañeros de la Fuerza Aérea armar la pista para que aterrizara por primera vez un Hércules en Marambio. Foto: Mario Quinteros
El grupo de 21 hombres vivió tres meses a la intemperie, en pequeñas carpas de lona, rompiendo y quitando enormes piedras del terreno que parecía una bendición de la naturaleza: los fuertes vientos -los mismos que estos días impiden al Hércules acercarse- "barren" constantemente esa parte de la isla y así la pista de tierra casi nunca se llena de nieve y los aviones pueden aterrizar con sus ruedas normalmente
.
La construcción de la pista de aterrizaje de Marambio, a fines de los '60.
Así llegó el Hércules que nos trajo a Marambio hace 5 días, tras aquel vuelo inicial a Santa Cruz. En esta tarde de domingo en la que el viento blanco
-con ráfagas que superan los 140 kilómetros por hora y una temperatura de 12 grados bajo cero- domina la isla, ya no se lo espera ni como milagro.
Que ese avión hace milagros lo sabe Ricardo Sánchez, el enfermero de la dotación anterior que se fue en el último Hércules que salió de Marambio. Una tarde cerrada del invierno pasado, el avión más deseado en este enjambre de casitas sobre el hielo le trajo entre su preciosa carga un sobre chiquito y personal. El
diente de su hija más chica, que pidió mandárselo a su papá en el fin del mundo, para que él se lo entregara al Ratón Pérez. El enfermero rompió en llanto y separó un billete para el reencuentro que ocurrió la semana pasada en El Palomar, después de un año sin verla. Nunca le dirá que en la Antártida no hay ratones.
Base Marambio. Enviado Especial