Diario:INFOBAE
SOCIEDAD
Varados en la Antártida: 12 grados bajo cero, un viento arrasador y la pregunta que no podemos contestar: "¿Cuándo vuelven?"
Un equipo de Infobae viajó a la base Marambio para una cobertura que iba a durar dos horas. La aventura en el continente blanco, sin embargo, ya lleva cuatro días. Las ráfagas de viento, de hasta 140 kilómetros por hora, impiden que el Hércules pueda ir a buscarlos.
Por Gisele Sousa Dias
4 de noviembre de 2018
[email protected]
Escribo en la "Sala de científicos" de la Base Marambio, en la mismísima Antártida, y el piso tiembla como si, por debajo, pasara el subte. Se sacuden los pies, vibran las teclas. Es el viento y sus ráfagas, que hoy fueron más potentes que ayer: alcanzaron los 140 kilómetros por hora. Hoy tampoco llegó el Hércules a buscarnos -semejante viento cruzado podría sacarlo de pista durante el aterrizaje- y ahora entendemos la frase que todos repiten: "A la Antártida nunca sabés si vas a poder llegar, tampoco cuando vas a poder salir".
Fue una invitación que a todos nos pareció "un amasijo": salir el lunes 29 del aeropuerto de El Palomar, volar en Hércules hasta Río Gallegos, dormir en la base militar y cruzar hacia la península antártica, a la mañana siguiente, en un segundo vuelo en Hércules de otras tres horas y media: todo para pasar dos horas en la Base Marambio, y emprender el viaje completo de regreso a Buenos Aires.
El equipo de Infobae en la base Marambio
El 30 era mi cumpleaños y pasar dos horas en la Antártida igual me pareció un gran plan. Armé una mochila de la que todavía me avergüenzo: un par de medias, dos bombachas y, atención: una remera de mangas cortas y un saquito de hilo.
El vuelo estaba previsto para las 11 del martes de cumpleaños pero se suspendió y terminé soplando una vela aromática montada sobre un alfajor. El viento en Marambio había llegado a los 120 kilómetros por hora, el doble de lo permitido para volar. Había una nueva chance por la tarde: si volvía a cancelarse el vuelo, crecía la posibilidad de volver sin nada.
"Malas noticias", anunciaron después del almuerzo: el viento no se había calmado y el vuelo de la tarde también se había suspendido. Podía haber un cruce a la mañana siguiente pero sólo iban a poder viajar la mitad de las 40 personas que estábamos esperando. Eramos 4 periodistas, sólo podían viajar dos. Los juegos del hambre.
Nuestros ruegos se hicieron milagro: quedamos entre los 20. Las energías eran cruzadas: nosotros, en Santa Cruz, tratando de llegar a la Antártida, y la gente de la dotación 49, que acababa de pasar un año completo en la base Marambio, desesperada por volver y reencontrarse con su familia. Desayunamos a las 5 de la mañana y subimos al Hércules.
Habíamos volado más de media hora cuando sentí un dolor en los oídos que nunca había sentido en la vida. Thomas Khazki, mi compañero de Infobae, lo vivió distinto: dijo que sintió que le faltaba el oxígeno. La inexperiencia me hizo creer que me iban a estallar los tímpanos.
El Hércules es un avión militar y no se parece a un avión comercial: el ruido te obliga a ponerte tapones en los oídos, no hay butacas sino "asientos de tropas" que, en vez de respaldos rígidos, tienen redes para que los paracaidistas puedan sentarse con el equipo puesto. El baño es un tacho y llevamos, en el medio, un contenedor de 4.000 kilos con víveres para Marambio. Es como un hangar frío que vuela.
Volando en el Hércules hacia Río Gallegos
Thomas me gritó "se rompió algo" y me hizo una seña con la mano: vamos a aterrizar. Me puse nerviosa y quise respirar "modo Mindfullness". No funciona -parece que pujo-: pienso en el mapa con el que aprendí en el colegio y saco una conclusión de la que ahora siento vergüenza nivel "mi saquito de hilo": creo que vamos a aterrizar en el agua helada. No. Volvimos, se rompió el presurizador: estamos otra vez en Río Gallegos.
"Qué mala suerte", me dice un colega. "¿No será una señal?, me pregunta mi mejor amiga, desde Londres. Ya estamos para pelear contra un oso polar mano a mano (otra amiga me preguntó si en la Antártida había osos polares y alguien acá se tentó de risa): sentimos que vamos a cruzar como sea, aunque ya sabemos que el clima está empeorando y que, tal vez, tengamos que pasar la noche en la Antártida. O más de una noche. Decimos que sí, ¿no es lo que queríamos?
Cambiamos de avión y volvemos a salir. Juego con ventaja: otra amiga –hipocondríaca en este caso- reparó en que no tengo apéndice. Muchos de los que están acá tienen hecha la "apendicectomía profiláctica". En criollo: les sacaron lo que no sirve para nada porque acá no es fácil resolver una cirugía de urgencia.
Bajamos del Hércules con botas de cuero rellenas de lana, pantalones térmicos, buzo polar, gorro con orejeras, antiparras para el sol y campera naranja. No se si fue la campera naranja o la foto que saqué por la ventana circular del avión pero otra amiga creyó que me había ido al espacio.
Sobre el continente blanco, desde el Hércules (Foto: Gisele Sousa Dias)
Presenciamos el cambio de dotación (la despedida de los que se fueron y la bienvenida de los 34 hombres y seis mujeres que llegaron a invernar) e hicimos una decena de entrevistas. El peso de la ropa, del madrugón y la adrenalina se sintió en el cuerpo. Fuimos a nuestras camas cucheta: a las tres de la mañana empezó a amanecer.
Es jueves y se suspendió el regreso. Mejor. Ya sabemos para qué sirve esta base, que está a punto de cumplir 50 años. "La función principal es proveer la logística que necesita la actividad científica", me dice el comodoro Lucas Carol Lugones, nuevo jefe de la base, que ya nos dice Thomi y Gise. ¿Y por qué elige venir toda esta gente?
Para todos es "un sueño" por el que vale la pena el sacrificio. En muchos casos, es un sueño cruzado con el beneficio económico. Son unos 750.000 pesos de viáticos versus estar un año aislados."La Antártida te da mucho pero también te saca", es otra frase que repiten. No pueden volver, salvo una urgencia real, y nadie puede venir a visitarlos.
Atardecer en la base más importante de la Argentina (Foto: Thomas Khazki)
Durante ese año, la temperatura puede ser extrema: en el semestre invernal la mínima es de entre -15 y -20 grados, y las ráfagas de viento suelen desplomar la sensación térmica. Hay una tabla pegada en la sala de meteorología que dice cuánto tardaría uno en congelarse afuera sin la ropa adecuada. Un ejemplo: un día de -20 grados pero con un viento de 170 kilómetros por hora, te congelarías en dos minutos.
Nos vamos a dormir creyendo que el avión vendrá a buscarnos el viernes al mediodía. Amanecemos, guardamos todo y, antes de terminar el café, vemos el gesto fruncido de Mauricio Laurizi, el jefe del Centro Meteorológico Antártico Marambio: adivinen.
A esta altura comparto elementos íntimos con desconocidos: un comodoro me prestó sus medias de toalla, un teniente primero otras térmicas y el encargado de base me consiguió una camiseta de mangas largas. Apelo a las donaciones, porque también me olvidé de traer crema enjuague y toallón. Valeria, la enfermera, me prestó la computadora en la que ahora escribo.
(Foto: Thomas Khazki)
Comemos pastel de papas, tomamos mate con criollitos recién horneados en la panadería de la base, charlamos con el que no esté trabajando. Almorzamos milanesas a la napolitana con papas fritas, cenamos carne con salsa de mostaza, comemos flan de postre. El cocinero, Fabián, usa los mismos alimentos que en el continente salvo por el huevo -que es en polvo, para evitar que el fresco se pudra- y la cebolla y las papas, que vienen deshidratadas. Comemos peras y duraznos de lata.
La verdura y las frutas frescas llegan dos veces por año y duran poco, por eso cuando uno pregunta a los repitentes "¿qué es lo que más se extraña?", pueden responder "a la familia y a la lechuga" o "a los hijos y comer una naranja". El agua tiene otro valor cuando se ve el esfuerzo: acá hay quienes van a "hacer agua" temprano a la laguna congelada.
No hay niños en esta base pero es frecuente escuchar sus vocecitas: hay wi fi y 4g (llegó este verano) y se ven hijos en las pantallas hablando con sus padres o audios que se disparan en altavoz: "Te extraño, papi". Dicen que la tecnología y las chances de encerrarse a ver una película en Netflix achicó las distancias pero atentó contra la mística del aislamiento.
El hangar del avión Twin Otter, una postal de la base (Foto: Thomas Kazki)
Hay una chance de que el Hércules pueda entrar por una "ventana climática" que se abriría –ahora decimos todo en potencial y hacemos comillas con los dedos- a las tres de la mañana. Duermo con un ojo abierto y otro cerrado. Me despierto a las 8: el sonido del viento envolviendo la habitación es la respuesta a la pregunta que no necesito hacer.
En la base Marambio hay un gimnasio con vista a los témpanos para quemar calorías y tiempo. No voy, tampoco para tanto. La típica frase hecha del iceberg se volvió paisaje: los fragmentos que vemos esconden, hacia abajo, 80, 100 metros de hielo. Además, los sábados es "noche de pizzas" en toda las bases de la Antártida y, según el racionamiento y las reglas de conducta, hoy podemos tomar dos latitas de cerveza en el pub de la base.
Thomas trabajando en la base
Hoy el viento hizo bajar la sensación térmica a los 12 grados bajo cero. El meteorólogo me ve llegar y sonríe: hay una chance "mínima" de poder volar el lunes, dice. Y una "moderada" de poder volver el martes. Sentarme y no tener más opción que parar la máquina me hizo recordar lo que otro comodoro me gritó al oído en el Hércules, mientras tratábamos de llegar.
"En algún momento, abrite del grupo y salí sola. Quédate un rato con vos misma, escuchá el silencio. Es un silencio distinto, te vas a escuchar los latidos del corazón". Se emocionó cuando lo dijo, con la mano apoyada en el pecho. Recién hoy me tomé el tiempo de hacerlo, tres días después de haber llegado y sin tener certeza de cuándo vamos a volver. Me fui a dormir a mi cucheta conmovida, silenciosa, tranquila.
SOCIEDAD
Varados en la Antártida: 12 grados bajo cero, un viento arrasador y la pregunta que no podemos contestar: "¿Cuándo vuelven?"
Un equipo de Infobae viajó a la base Marambio para una cobertura que iba a durar dos horas. La aventura en el continente blanco, sin embargo, ya lleva cuatro días. Las ráfagas de viento, de hasta 140 kilómetros por hora, impiden que el Hércules pueda ir a buscarlos.
Por Gisele Sousa Dias
4 de noviembre de 2018
[email protected]
Escribo en la "Sala de científicos" de la Base Marambio, en la mismísima Antártida, y el piso tiembla como si, por debajo, pasara el subte. Se sacuden los pies, vibran las teclas. Es el viento y sus ráfagas, que hoy fueron más potentes que ayer: alcanzaron los 140 kilómetros por hora. Hoy tampoco llegó el Hércules a buscarnos -semejante viento cruzado podría sacarlo de pista durante el aterrizaje- y ahora entendemos la frase que todos repiten: "A la Antártida nunca sabés si vas a poder llegar, tampoco cuando vas a poder salir".
Fue una invitación que a todos nos pareció "un amasijo": salir el lunes 29 del aeropuerto de El Palomar, volar en Hércules hasta Río Gallegos, dormir en la base militar y cruzar hacia la península antártica, a la mañana siguiente, en un segundo vuelo en Hércules de otras tres horas y media: todo para pasar dos horas en la Base Marambio, y emprender el viaje completo de regreso a Buenos Aires.
El equipo de Infobae en la base Marambio
El 30 era mi cumpleaños y pasar dos horas en la Antártida igual me pareció un gran plan. Armé una mochila de la que todavía me avergüenzo: un par de medias, dos bombachas y, atención: una remera de mangas cortas y un saquito de hilo.
El vuelo estaba previsto para las 11 del martes de cumpleaños pero se suspendió y terminé soplando una vela aromática montada sobre un alfajor. El viento en Marambio había llegado a los 120 kilómetros por hora, el doble de lo permitido para volar. Había una nueva chance por la tarde: si volvía a cancelarse el vuelo, crecía la posibilidad de volver sin nada.
"Malas noticias", anunciaron después del almuerzo: el viento no se había calmado y el vuelo de la tarde también se había suspendido. Podía haber un cruce a la mañana siguiente pero sólo iban a poder viajar la mitad de las 40 personas que estábamos esperando. Eramos 4 periodistas, sólo podían viajar dos. Los juegos del hambre.
Nuestros ruegos se hicieron milagro: quedamos entre los 20. Las energías eran cruzadas: nosotros, en Santa Cruz, tratando de llegar a la Antártida, y la gente de la dotación 49, que acababa de pasar un año completo en la base Marambio, desesperada por volver y reencontrarse con su familia. Desayunamos a las 5 de la mañana y subimos al Hércules.
Habíamos volado más de media hora cuando sentí un dolor en los oídos que nunca había sentido en la vida. Thomas Khazki, mi compañero de Infobae, lo vivió distinto: dijo que sintió que le faltaba el oxígeno. La inexperiencia me hizo creer que me iban a estallar los tímpanos.
El Hércules es un avión militar y no se parece a un avión comercial: el ruido te obliga a ponerte tapones en los oídos, no hay butacas sino "asientos de tropas" que, en vez de respaldos rígidos, tienen redes para que los paracaidistas puedan sentarse con el equipo puesto. El baño es un tacho y llevamos, en el medio, un contenedor de 4.000 kilos con víveres para Marambio. Es como un hangar frío que vuela.
Volando en el Hércules hacia Río Gallegos
Thomas me gritó "se rompió algo" y me hizo una seña con la mano: vamos a aterrizar. Me puse nerviosa y quise respirar "modo Mindfullness". No funciona -parece que pujo-: pienso en el mapa con el que aprendí en el colegio y saco una conclusión de la que ahora siento vergüenza nivel "mi saquito de hilo": creo que vamos a aterrizar en el agua helada. No. Volvimos, se rompió el presurizador: estamos otra vez en Río Gallegos.
"Qué mala suerte", me dice un colega. "¿No será una señal?, me pregunta mi mejor amiga, desde Londres. Ya estamos para pelear contra un oso polar mano a mano (otra amiga me preguntó si en la Antártida había osos polares y alguien acá se tentó de risa): sentimos que vamos a cruzar como sea, aunque ya sabemos que el clima está empeorando y que, tal vez, tengamos que pasar la noche en la Antártida. O más de una noche. Decimos que sí, ¿no es lo que queríamos?
Cambiamos de avión y volvemos a salir. Juego con ventaja: otra amiga –hipocondríaca en este caso- reparó en que no tengo apéndice. Muchos de los que están acá tienen hecha la "apendicectomía profiláctica". En criollo: les sacaron lo que no sirve para nada porque acá no es fácil resolver una cirugía de urgencia.
Bajamos del Hércules con botas de cuero rellenas de lana, pantalones térmicos, buzo polar, gorro con orejeras, antiparras para el sol y campera naranja. No se si fue la campera naranja o la foto que saqué por la ventana circular del avión pero otra amiga creyó que me había ido al espacio.
Sobre el continente blanco, desde el Hércules (Foto: Gisele Sousa Dias)
Presenciamos el cambio de dotación (la despedida de los que se fueron y la bienvenida de los 34 hombres y seis mujeres que llegaron a invernar) e hicimos una decena de entrevistas. El peso de la ropa, del madrugón y la adrenalina se sintió en el cuerpo. Fuimos a nuestras camas cucheta: a las tres de la mañana empezó a amanecer.
Es jueves y se suspendió el regreso. Mejor. Ya sabemos para qué sirve esta base, que está a punto de cumplir 50 años. "La función principal es proveer la logística que necesita la actividad científica", me dice el comodoro Lucas Carol Lugones, nuevo jefe de la base, que ya nos dice Thomi y Gise. ¿Y por qué elige venir toda esta gente?
Para todos es "un sueño" por el que vale la pena el sacrificio. En muchos casos, es un sueño cruzado con el beneficio económico. Son unos 750.000 pesos de viáticos versus estar un año aislados."La Antártida te da mucho pero también te saca", es otra frase que repiten. No pueden volver, salvo una urgencia real, y nadie puede venir a visitarlos.
Atardecer en la base más importante de la Argentina (Foto: Thomas Khazki)
Durante ese año, la temperatura puede ser extrema: en el semestre invernal la mínima es de entre -15 y -20 grados, y las ráfagas de viento suelen desplomar la sensación térmica. Hay una tabla pegada en la sala de meteorología que dice cuánto tardaría uno en congelarse afuera sin la ropa adecuada. Un ejemplo: un día de -20 grados pero con un viento de 170 kilómetros por hora, te congelarías en dos minutos.
Nos vamos a dormir creyendo que el avión vendrá a buscarnos el viernes al mediodía. Amanecemos, guardamos todo y, antes de terminar el café, vemos el gesto fruncido de Mauricio Laurizi, el jefe del Centro Meteorológico Antártico Marambio: adivinen.
A esta altura comparto elementos íntimos con desconocidos: un comodoro me prestó sus medias de toalla, un teniente primero otras térmicas y el encargado de base me consiguió una camiseta de mangas largas. Apelo a las donaciones, porque también me olvidé de traer crema enjuague y toallón. Valeria, la enfermera, me prestó la computadora en la que ahora escribo.
(Foto: Thomas Khazki)
Comemos pastel de papas, tomamos mate con criollitos recién horneados en la panadería de la base, charlamos con el que no esté trabajando. Almorzamos milanesas a la napolitana con papas fritas, cenamos carne con salsa de mostaza, comemos flan de postre. El cocinero, Fabián, usa los mismos alimentos que en el continente salvo por el huevo -que es en polvo, para evitar que el fresco se pudra- y la cebolla y las papas, que vienen deshidratadas. Comemos peras y duraznos de lata.
La verdura y las frutas frescas llegan dos veces por año y duran poco, por eso cuando uno pregunta a los repitentes "¿qué es lo que más se extraña?", pueden responder "a la familia y a la lechuga" o "a los hijos y comer una naranja". El agua tiene otro valor cuando se ve el esfuerzo: acá hay quienes van a "hacer agua" temprano a la laguna congelada.
No hay niños en esta base pero es frecuente escuchar sus vocecitas: hay wi fi y 4g (llegó este verano) y se ven hijos en las pantallas hablando con sus padres o audios que se disparan en altavoz: "Te extraño, papi". Dicen que la tecnología y las chances de encerrarse a ver una película en Netflix achicó las distancias pero atentó contra la mística del aislamiento.
El hangar del avión Twin Otter, una postal de la base (Foto: Thomas Kazki)
Hay una chance de que el Hércules pueda entrar por una "ventana climática" que se abriría –ahora decimos todo en potencial y hacemos comillas con los dedos- a las tres de la mañana. Duermo con un ojo abierto y otro cerrado. Me despierto a las 8: el sonido del viento envolviendo la habitación es la respuesta a la pregunta que no necesito hacer.
En la base Marambio hay un gimnasio con vista a los témpanos para quemar calorías y tiempo. No voy, tampoco para tanto. La típica frase hecha del iceberg se volvió paisaje: los fragmentos que vemos esconden, hacia abajo, 80, 100 metros de hielo. Además, los sábados es "noche de pizzas" en toda las bases de la Antártida y, según el racionamiento y las reglas de conducta, hoy podemos tomar dos latitas de cerveza en el pub de la base.
Thomas trabajando en la base
Hoy el viento hizo bajar la sensación térmica a los 12 grados bajo cero. El meteorólogo me ve llegar y sonríe: hay una chance "mínima" de poder volar el lunes, dice. Y una "moderada" de poder volver el martes. Sentarme y no tener más opción que parar la máquina me hizo recordar lo que otro comodoro me gritó al oído en el Hércules, mientras tratábamos de llegar.
"En algún momento, abrite del grupo y salí sola. Quédate un rato con vos misma, escuchá el silencio. Es un silencio distinto, te vas a escuchar los latidos del corazón". Se emocionó cuando lo dijo, con la mano apoyada en el pecho. Recién hoy me tomé el tiempo de hacerlo, tres días después de haber llegado y sin tener certeza de cuándo vamos a volver. Me fui a dormir a mi cucheta conmovida, silenciosa, tranquila.