Nació en una pequeña aldea, hijo de una mujer del campo.
Creció en otra aldea cercana donde trabajó como carpintero hasta los treinta años.
Después, y durante tres años, fue predicador ambulante.
Nunca tuvo familia o casa.
Nunca tuvo un cargo público.
Nunca escribió un libro.
Nunca fue a la universidad.
Nunca viajó a más de trescientos kilómetros de su lugar de nacimiento.
Nunca hizo nada de aquello que se asocia con grandeza.
No tenía más credenciales que si mismo.
Tenía sólo treinta y tres años cuando la opinión pública se volvió en su contra.
Sus amigos lo abandonaron.
Fue entregado a sus enemigos, e hicieron mofa de él en un juicio.
Fue crucificado entre dos ladrones.
Mientras agonizaba preguntando a Dios porqué le había abandonado, sus verdugos se jugaron sus vestiduras, la única posesión que tenía.
Cuando murió fue enterrado en una tumba prestada por un amigo.
Han paso veinte siglos y hoy es figura central de nuestro mundo, factor decisivo del progreso de la humanidad.
Ninguno de los ejércitos que marcharon, ninguna de las armadas que navegaron, ninguno de los parlamentos que se reunieron, ninguno de los reyes que reinaron, ni todos ellos juntos, han cambiado tanto la vida del hombre en la tierra como esta Vida Solitaria.
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