Parte 1
Las consecuencias ocultas de un accidente nuclear en España causado por Estados Unidos
Por Dave Philips 21 junio 2016
John H. Garman era miembro de la Fuerza Aérea cuando, en 1966, un bombardero B-52 durante una misión de patrullaje habitual durante la Guerra Fría, chocó con un avión de carga sobre la costa española y dejó caer cuatro bombas sobre Palomares. Credit Raymond McCrea Jones para The New York Times
Sonaron las alarmas en las bases de la Fuerza Aérea estadounidense en España y los oficiales pidieron a todos los soldados que pudieron reunir que se subieran a unos autobuses. Tenían una misión secreta. Eran cocineros, responsables de almacén e incluso miembros de la banda musical de una base cercana.
Sucedió una noche de invierno de 1966. Un bombardero B-52 cargado de armamento que participaba en una misión habitual en plena Guerra Fría había chocado con un avión cisterna sobre la costa española. Perdió cuatro bombas de hidrógeno que cayeron sobre un pueblo llamado Palomares.
Fue uno de los accidentes nucleares más importantes de la historia y quisieron limpiar su rastro rápido y en silencio. Cuando los hombres que se subían a los autobuses escucharon que iban a limpiar material radiactivo la única información adicional que recibieron fue un “no se preocupen”.
Frank Thompson, que entonces tenía 22 años y tocaba el trombón, pasó días limpiando tierra contaminada. No tenía ropa especial que lo protegiera de la radiactividad. “Nos dijeron que era seguro e imagino que fuimos suficientemente tontos para creer”.
Thompson, que ahora tiene 72 y sufre cáncer de pulmón, hígado y riñón, paga 2200 dólares al mes por un tratamiento que saldría gratis en un hospital de veteranos si la Fuerza Aérea reconociera que fue víctima de la radiación. Pero durante medio siglo, la institución ha mantenido que en el lugar donde cayeron las bombas no hubo contaminación. Sostiene que la posibilidad de contaminarse fue mínima y que los 1600 soldados que trabajaron en el lugar estaban protegidos.
Pero después de entrevistas con docenas de hombres como Thompson, y con detalles que nunca antes habían sido publicados de informes que acaban de ser desclasificados, la historia puede ser escrita de nuevo.
La radiación cerca de las bombas llegó a niveles tan altos que superaba la capacidad de los medidores de radiactividad militares. Los soldados se pasaron meses moviendo tierra tóxica tan solo con palas y lo único que llevaban puesto eran sus uniformes de algodón. Cuando las pruebas hechas durante el proceso de limpieza mostraron que los hombres estaban contaminados por el plutonio, la Fuerza Aérea descalificó los resultados por “poco realistas”.
Arthur Kindler, a la derecha en la foto del centro, fue uno de los miembros de la Fuerza Aérea que trabajó sobre el terreno tras el accidente. Credit Raymond McCrea Jones para The New York Times
En las décadas siguientes, la Fuerza Aérea ha mantenido las pruebas de radiación fuera de los historiales médicos de los soldados y no ha aceptado repetir los exámenes incluso cuando la propia fuerza aérea realizó estudios que lo aconsejaban.
Muchos de aquellos soldados ahora dicen que sufren los efectos de la contaminación por plutonio. De 40 veteranos que trabajaron tras el accidente y que The New York Times pudo ubicar, 21 tuvieron cáncer. Nueve murieron. Es imposible relacionar el cáncer de un individuo con una fuente de radiación específica. Y no se ha hecho ningún estudio que determine si la prevalencia de la enfermedad es alta. La única prueba con la que cuentan son las anécdotas de los hombres a los que vieron marchitarse.
“John Young, muerto de cáncer… Dudley Easton, cáncer… Furmanksi, cáncer”, dijo Larry Slone, de 76 años, durante una entrevista en la que luchaba contra los temblores provocados por un desorden neurológico.
En el lugar del accidente, recuerda Slone, le dieron una bolsa de plástico y le dijeron que recogiera fragmentos radiactivos con las manos. “Vinieron un par de veces con un contador Geiger y se salía de la escala por arriba”, dijo. “Pero ni anotaron mi nombre ni me dieron ningún seguimiento”.
El seguimiento de Palomares, el pueblo español donde cayeron las bombas también ha sido aleatorio según los documentos ahora desclasificados. Estados Unidos prometió pagar la sanidad de sus habitantes pero sus transferencias fueron escasas. Los científicos españoles utilizaban muchas veces equipamiento obsoleto o inservible y no tenían los recursos suficientes para el seguimiento de casos entre los que se incluían los niños con leucemia. Aún hoy, las zonas valladas todavía están contaminadas y se sabe poco de su impacto a largo plazo en la salud.
Muchos de los estadounidenses que limpiaron las bombas aún intentan que se reconozca su derecho a recibir cobertura sanitaria y una compensación por discapacidad del Departamento de Asuntos de los Veteranos, pero esa oficina trabaja con la información que proporciona la Fuerza Aérea y como en sus archivos no figuran heridos en Palomares, el departamento rechaza las peticiones una y otra vez.
La Fuerza Aérea niega que alguno de los 500 veteranos que limpiaron un accidente similar en Thule, Groenlandia, en 1969, sufriera algún daño. Esos veteranos trataron de demandar al Departamento de Defensa en 1995, pero se desestimó la causa porque la ley federal protege al Ejército de demandas por negligencia presentadas por soldados. Todos los demandantes han muerto de cáncer desde entonces.
En un comunicado, el Servicio Médico de la Fuerza Aérea dijo que recientemente usó técnicas modernas para reevaluar el riesgo por radiación de los veteranos que limpiaron Palomares y “no se observaron efectos agudos y graves en la salud, y que el riesgo a largo plazo de presentar una alta incidencia a sufrir cáncer en los huesos, hígado y pulmones era bajo”.
El personal de la Fuerza Aérea que trabajó en la limpieza de Palomares comía productos locales. Credit Kit Talbot
Las consecuencias tóxicas de la guerra suelen ser muy difíciles de cuantificar. El daño no se mide fácilmente y es imposible conectarlo con problemas posteriores. En reconocimiento de ese problema, el Congreso de Estados Unidos ha aprobado algunas leyes que dan automáticamente derechos a algunos veteranos que han estado expuestos a químicos en ciertas circunstancias como la aspersión del agente naranja en Vietnam o las pruebas atómicas en el desierto de Nevada, entre otras. Pero no existe ninguna ley similar para los soldados de Palomares.
Si los hombres pudieran probar que resultaron afectados por la radiación tendrían todos los costos sanitarios cubiertos y conseguirían un pensión modesta por discapacidad, pero demostrar que participaron en una misión secreta para limpiar de componentes tóxicos el lugar hace décadas parece escurridizo. Cada vez que lo intentan, la Fuerza Aérea dice que no sufrieron daño alguno y niega cualquier posibilidad.
“Primero negaron que yo hubiera estado allí siquiera, después negaron que hubiera radiación”, dijo Ron Howell, de 71 años, al que acaban de extirpar un tumor cerebral. “Presento una reclamación y la rechazan, presento una apelación y la rechazan. Ya no puedo hacer más”. Suspira y continúa. “Dentro de poco todos habremos muerto y habrán logrado encubrir todo aquello”.
El día que cayeron las bombas
Un policía militar de 23 años llamado John Garman llegó en helicóptero al lugar del accidente pocas horas después de que cayeran las bombas, el 17 de enero de 1966.
“Aquello era el caos”, dijo Gharman, que ahora tiene 74 años, durante una entrevista en su casa, en Pahrump, Nevada. “Había escombros por todas partes, gran parte del bombardero había terminado en el patio de la escuela”.
Fue uno de los primeros en llegar a la escena y se sumó a media docena de personas que buscaban las armas nucleares perdidas. Una de ellas acabó intacta en un banco de arena cerca de la playa. Otra cayó en el mar, donde la encontraron sin daños tras dos meses de búsqueda frenética.
Las otras dos se golpearon con fuerza y explotaron, con lo que dejaron cráteres del tamaño de una casa a ambos lados del pueblo, según un informe secreto de la Comisión de Energía Atómica que ha sido desclasificado.
Las bombas llevaban mecanismos de seguridad que impidieron la reacción nuclear pero los explosivos que rodeaban el núcleo atómico de los dispositivos extendieron una fina capa de plutonio sobre el campo, cubierto de tomates ya maduros.
Varios habitantes del pueblo llevaron a Garman a los cráteres de las bombas, cubiertos de plutonio. Miraban hacia abajo, hacia la chatarra y no sabían qué hacer. “No teníamos detectores de radiación así que no teníamos ni idea de si corríamos peligro”, dijo. “Nos limitamos a quedarnos ahí, mirando el agujero”.
Los científicos de la Comisión de Energía Atómica llegaron pronto y se llevaron la ropa de Garman porque estaba contaminada, pero le dijeron que no le pasaría nada. Doce años después tuvo cáncer en la vejiga.
Nolan F. Watson fue uno de los presentes en el lugar del accidente y ha tenido problemas de dolor en las articulaciones, piedras en el riñón y cáncer de piel. En 2002 le diagnosticaron cáncer de riñón y, probablemente, leucemia. Credit Raymond McCrea Jones para The New York Times
El plutonio no emite el tipo de radiación penetrante que suele asociarse con las explosiones nucleares y que tiene consecuencias inmediatas sobre la salud, como quemaduras. Lanza partículas alfa que se desplazan poco y no penetran la piel. Los científicos creen que fuera del cuerpo no hacen demasiado daño, pero en caso de ser absorbidas por el cuerpo, normalmente por inhalar polvo, lanzan una especie de lluvia continua de partículas radiactivas cientos de veces por minuto. Un microgramo —una millonésima de gramo en el cuerpo— es considerada potencialmente dañina. Según los informes de la Comisión de Energía Atómica desclasificados, las bombas de Palomares soltaron más de 3000 millones de microgramos.
El día después del accidente, llegaron de bases estadounidenses autobuses cargados de soldados que llevaban equipos para detectar radiación. William Jackson, entonces un joven teniente de la Fuerza Aérea, ayudó con algunas de las primeras pruebas cerca de los cráteres, usando un contador manual de partículas alfa, con una capacidad de medición de hasta dos millones de partículas por minuto.
“Casi todos los lugares hacia los que apuntamos el contador marcaban la lectura más alta posible, pero nos dijeron que ese tipo de radiación no penetraba la piel, que era seguro”.
El Pentágono se centró en encontrar la bomba perdida en el mar e ignoró en gran medida el peligro del plutonio suelto, de acuerdo con el personal de la Fuerza Aérea que estuvo ahí. Los soldados recorrieron innecesariamente campos de tomate altamente contaminados sin ninguna protección. En los primeros días, muchos fueron a mirar las bombas destrozadas “Una vez fui a ver qué hacían los soldados y los vi con las piernas en el cráter, sentados, comiendo”, dijo Jackson.
La noticia del accidente fue portada en los diarios de Europa y Estados Unidos. Las autoridades españolas y estadounidenses trataron de cubrir el accidente de inmediato y minimizar el riesgo peligroso. Sellaron el pueblo y negaron que hubiera armas nucleares en el accidente. Cuando un reportero estadounidense vio hombres con trajes de protección blancos, un responsable de prensa del Ejército le dijo: “Son miembros de la unidad postal”.
Un mes después, cuando la existencia de las bombas se había filtrado, Estados Unidos dijo que se había “fracturado” una bomba, no dos. Y que solo había soltado una “pequeña cantidad de radiación inocua”.
Hoy, esas dos bombas serían calificadas como bombas sucias y se evacuaría a las personas que estuvieran cerca. En aquella época, para minimizar lo sucedido, la Fuerza Aérea dejó que los habitantes del pueblo se quedaran allí.
El ministro de Información de España, Manuel Fraga Iribarne, y el embajador de Estados Unidos, Angier Biddle Duke, fueron a bañarse a una playa cercana para mostrar que el lugar era seguro. Duke dijo a los periodistas: “Si esto es radiación, me encanta”.
Los restos de un avión estadounidense que se estrelló sobre Palomares, en España, en 1966 Credit Kit Talbot
Una limpieza a toda prisa
Temiendo que las bombas dañasen la industria turística, España insistió en que todo debía quedar limpio antes del verano.
En cuestión de días, los soldados limpiaban los campos de tomates con machetes. Los científicos que supervisaban la operación ya sabían que lo más peligroso era el polvo de uranio y aún así, trituraron y quemaron los restos de tomate al lado del pueblo.
A algunos de los soldados que hacían el trabajo en el que se respiraba más polvo, se les proporcionaron trajes protectores y mascarillas de papel, pero un informe de la Agencia de Defensa Nuclear dijo después que dudaba que “el uso de mascarillas quirúrgicas sirviera de algo más que de barrera psicológica”.
“Si te ayuda psicológicamente llevar una, puedes tener el privilegio de llevarla”, dijo uno de los asesores científicos, el doctor Wright Langham en una reunión secreta con otros colegas cuando todo había terminado. Sobre la seguridad de la limpieza, Langham —conocido por su participación en experimentos en los que pacientes de hospitales fueron inyectados con plutonio— dijo: “La mayor parte del tiempo, era muy difícil seguir los requisitos de los manuales de seguridad médica”.
La Fuerza Aérea compró toneladas de tomates contaminados que los españoles se negaron a comer. Para mostrar que no era peligrosos, se los dieron a sus soldados. El riesgo de comer plutonio es menor que el de inhalarlo, pero aún así, no es seguro.
“Desayuno, comida y cena. Comimos hasta hartarnos”, dijo Wayne Hugart, de 74 años. “Y nos decían que no pasaba nada”.
La Fuerza Aérea cortó más de dos millones y medio de metros cuadrados del cultivo y araron la tierra contaminada. Se llevaron 5300 barriles de tierra de las zonas más radiactivas cerca de los cráteres y los cargaron en barcos para enterrarlos en una zona de almacenamiento de basura nuclear en Carolina del Sur.
Las autoridades de ambos países aseguraron a los habitantes de Palomares que no tenían nada que temer. Acostumbrados a vivir en dictadura, no protestaron.
“Aunque algunos hubieran querido saber más, Franco mandaba y todo el mundo tenía demasiado miedo como para hacer preguntas”, dijo Antonio Latorre, un poblador que ahora tiene 78 años.
Para garantizar que los habitantes de Palomares estaban seguros, la Fuerza Aérea envió a soldados jóvenes con detectores de radiación portátiles. Peter Ricard tenía 20 años. Era cocinero, sin formación para utilizar el equipo. Recuerda que le dijeron que escaneara todo lo que pidieran pero con el detector apagado.
“Teníamos que simular que medíamos para no causar problemas con la población local”, dijo durante una entrevista. “Aún pienso mucho en eso. No era demasiado listo en aquella época. Te decían que lo hicieras y solo respondías ‘Sí, señor’”.
Victor B. Skaar, quien ahora tiene 79 años, trabajó con el equipo de medición de radiactividad en el lugar del accidente. Afirma que no tenían ni el equipamiento ni la formación necesarias para hacer su trabajo. Credit Raymond McCrea Jones para The New York Times