PARIS.- Impulsados por un odio irreconciliable que se arrastra desde hace siglos, valones y flamencos siguen una trayectoria de colisión que puede desembocar a corto plazo en la división de Bélgica en dos Estados separados. Pero lo más grave es que la implosión de ese país asestará un golpe enorme al prestigio de la Unión Europea (UE).
La mayoría de los belgas comienza a perder la esperanza. Seis meses después de las elecciones legislativas del 10 de junio, el reino sigue buscando un nuevo gobierno. Los liberales y los demócrata-cristianos todavía no consiguen formar una coalición mayoritaria, debido a las divergencias persistentes en cuestiones institucionales entre flamencos (de habla holandesa) y valones (francófonos).
Los partidos flamencos, que representan al Norte -mayoritario, rico y derechista-, reclaman cada vez con más vigor una transferencia de poderes del Estado federal hacia las regiones. Las formaciones francófonas se niegan.
Yves Leterme, líder de la Partido Demócrata Cristiano flamenco, primera fuerza política del país, tuvo que renunciar por segunda vez a formar gabinete a comienzos de mes. Entre sus numerosos errores, entonó el himno francés "La Marsellesa" en vez de "La Brabançonne".
Esos fracasos condujeron al rey Alberto II a confiar esa misión imposible a Guy Verhofstadt, primer ministro saliente todavía en ejercicio.
Si bien los sondeos demuestran que una mayoría de belgas está contra la división, el fantasma de la implosión amenaza cada vez más a ese país grande como la provincia de Misiones y con 10,6 millones de habitantes (57% de habla holandesa, 40% de francófonos y 3% de habla alemana).
La hipótesis de una separación entre Flandes y Valonia, con una duda sobre el destino de Bruselas, la capital bilingüe, ha dejado de ser tabú.
"Todo diálogo intercomunitario para reformar el Estado belga está destinado al fracaso, porque la comunidad flamenca se ha transformado en una verdadera nación e impide de hecho la supervivencia del Estado", explica el ensayista francófono Jules Gheude.
Un foso abismal
Desde el siglo V, la historia del reino belga se escribió sobre numerosas líneas de fractura. Esas diferencias cavaron un foso cada vez más profundo entre comunidades. Alternativamente territorio de las coronas española, holandesa y francesa, la Bélgica moderna nació en 1839 gracias a la voluntad de Francia y de Inglaterra, que la utilizaron como una pieza más en su tablero geopolítico regional.
"¿Qué futuro podía tener un país creado en esas condiciones? Hasta su primer rey, Leopoldo de Saxe-Cobourg, era un alemán que vivía en Inglaterra y que nunca había puesto los pies en Bélgica", señala el historiador y ensayista Michel Winock.
Para muchos, la explicación de la rivalidad actual reside, sin embargo, en el autismo histórico de la burguesía valona. "Si esa minoría francófona hubiese sido menos arrogante y más generosa, menos despreciativa con los campesinos flamencos y más preocupada por el interés general; si, en pocas palabras, hubiese tenido un proyecto nacional, el país no se hallaría hoy al borde de la ruptura", opina el historiador y diplomático israelí Eli Barnavi.
La crisis actual tampoco se puede comprender sin analizar la dicotomía de la economía belga. Si los flamencos reclaman con tanta energía nuevas transferencias de competencia federal hacia las tres regiones del país (Flandes, Valonia y Bruselas), es porque tienen la impresión de arrastrar como una piedra a los valones, que no consiguen recuperarse del naufragio de sus industrias tradicionales.
Flandes, como el norte de Italia y Cataluña, goza de un nivel económico sensiblemente superior al resto del país. A veces, la diferencia de ingresos suele alcanzar el 50% entre el Brabante flamenco y el Hainaut valón, dos provincias vecinas.
Quizá la mayor paradoja belga sea su capital, Bruselas. Enclave francófono en territorio flamenco (85% de sus habitantes habla francés), la región de Bruselas produce el 20% de la riqueza del país, aunque no recibe los beneficios. Decenas de miles de personas vienen a trabajar, pero pagan impuestos en sus regiones de residencia, Flandes o Valonia.
La fractura de Bélgica asestaría un duro golpe al prestigio de la UE, un pacto económico y político nacido precisamente para consolidar la unidad de un continente tradicionalmente desgarrado por los nacionalismos. En las actuales condiciones, es legítimo preguntarse si Bélgica seguirá los pasos de Checoslovaquia o si continuará lentamente perdiendo su sustancia hasta transformarse en un cuerpo sin alma.
Una rivalidad profunda que sólo causa asombroLas dos regiones son irreconciliables
Es tan belga como los conos de papas fritas con mayonesa, como las inimaginables e incontables variedades de cerveza, como el chocolate artesanal, como los waffles humeantes, como la llovizna incesante y los días nublados, como Rubens, Tintin o Jacques Brel. O tal vez bastante más. Añeja, rutinaria y aguda, la pelea entre flamencos y valones define a Bélgica, a tal punto que asombra hasta descolocar día a día a cualquiera que decida vivir allí.
El primer impacto para el visitante distraído es el que anida en el corazón de las burlas entre unos y otros, simpáticas y no tanto, sobre el idioma. Bélgica es apenas más grande que Tucumán. Sin embargo, allí se hablan no dos, sino tres lenguas: flamenco, en el Norte; francés, en el Sur, y alemán, en una pequeña porción del Este.
El primero y el último se asemejan, pero nada tiene que ver el francés con ellos. Así, el visitante no debe sorprenderse si tomó un tren a Malines y, en su lugar, llegó a Mechelen o Mecheln. Es la misma ciudad, Malinas. Allí se habla únicamente flamenco, aunque sus habitantes deben aprender francés en el colegio. Pero, para quien no hable esta versión del holandés, es mejor comunicarse en inglés. Al francés responden con sorna, y al flamenco hablado por un valón, simplemente con desprecio. Esa lengua dista de ser sencilla, aun si se la ha estudiado desde la primaria, como deben hacer los valones.
Sin embargo, para los flamencos no hay excusa que valga: su idioma en la boca de un valón es tan comprensible como la lengua de los delfines. En realidad, no se mofan de la destreza idiomática de los del Sur, si no básicamente de su inteligencia.
Ordenados y metódicos, los flamencos se ufanan de haber nacido "con un ladrillo en el estómago". Construyen y reconstruyen sus casas y rutas, mantienen jardines y bosques. Estudian y trabajan sin cesar. Y creen que sus vecinos del Sur -los de los edificios y caminos "descuidados", los de las industrias "ineficientes"- viven de ellos.
La respuesta de los valones no es menos mordaz. Donde sea que puedan hacerlo, dicen que si los flamencos son ricos es porque no saben disfrutar de la vida. Para ellos, "de casa al trabajo y del trabajo a casa" es el primer y único mandamiento de los del Norte. Y dicen también que son aburridos.
Cuando tuvo que describirlos con una canción, Jacques Brel, una de las leyendas de Bélgica, lo hizo sin mucha piedad: "Las flamencas bailan sin hablar/bailan sin sonreír".
También poca contemplación tienen a la hora de explicar por qué sus compatriotas del Norte son más hábiles que ellos con los idiomas. No es una cuestión de inteligencia, argumentan, sino de necesidad y soberbio aislamiento. Necesidad porque en pocos países pueden comunicarse en flamenco; aislamiento, porque con sus innumerables dialectos pretenden distinguirse y distanciarse incluso entre ellos.
En Valonia y en Flandes las burlas son cotidianas. Los niños las comparten en el colegio; las familias, en los hogares; los adultos, en las empresas y hasta en el Parlamento.
Y de tanta ironía, hoy están a punto de quedarse sin país.
La mayoría de los belgas comienza a perder la esperanza. Seis meses después de las elecciones legislativas del 10 de junio, el reino sigue buscando un nuevo gobierno. Los liberales y los demócrata-cristianos todavía no consiguen formar una coalición mayoritaria, debido a las divergencias persistentes en cuestiones institucionales entre flamencos (de habla holandesa) y valones (francófonos).
Los partidos flamencos, que representan al Norte -mayoritario, rico y derechista-, reclaman cada vez con más vigor una transferencia de poderes del Estado federal hacia las regiones. Las formaciones francófonas se niegan.
Yves Leterme, líder de la Partido Demócrata Cristiano flamenco, primera fuerza política del país, tuvo que renunciar por segunda vez a formar gabinete a comienzos de mes. Entre sus numerosos errores, entonó el himno francés "La Marsellesa" en vez de "La Brabançonne".
Esos fracasos condujeron al rey Alberto II a confiar esa misión imposible a Guy Verhofstadt, primer ministro saliente todavía en ejercicio.
Si bien los sondeos demuestran que una mayoría de belgas está contra la división, el fantasma de la implosión amenaza cada vez más a ese país grande como la provincia de Misiones y con 10,6 millones de habitantes (57% de habla holandesa, 40% de francófonos y 3% de habla alemana).
La hipótesis de una separación entre Flandes y Valonia, con una duda sobre el destino de Bruselas, la capital bilingüe, ha dejado de ser tabú.
"Todo diálogo intercomunitario para reformar el Estado belga está destinado al fracaso, porque la comunidad flamenca se ha transformado en una verdadera nación e impide de hecho la supervivencia del Estado", explica el ensayista francófono Jules Gheude.
Un foso abismal
Desde el siglo V, la historia del reino belga se escribió sobre numerosas líneas de fractura. Esas diferencias cavaron un foso cada vez más profundo entre comunidades. Alternativamente territorio de las coronas española, holandesa y francesa, la Bélgica moderna nació en 1839 gracias a la voluntad de Francia y de Inglaterra, que la utilizaron como una pieza más en su tablero geopolítico regional.
"¿Qué futuro podía tener un país creado en esas condiciones? Hasta su primer rey, Leopoldo de Saxe-Cobourg, era un alemán que vivía en Inglaterra y que nunca había puesto los pies en Bélgica", señala el historiador y ensayista Michel Winock.
Para muchos, la explicación de la rivalidad actual reside, sin embargo, en el autismo histórico de la burguesía valona. "Si esa minoría francófona hubiese sido menos arrogante y más generosa, menos despreciativa con los campesinos flamencos y más preocupada por el interés general; si, en pocas palabras, hubiese tenido un proyecto nacional, el país no se hallaría hoy al borde de la ruptura", opina el historiador y diplomático israelí Eli Barnavi.
La crisis actual tampoco se puede comprender sin analizar la dicotomía de la economía belga. Si los flamencos reclaman con tanta energía nuevas transferencias de competencia federal hacia las tres regiones del país (Flandes, Valonia y Bruselas), es porque tienen la impresión de arrastrar como una piedra a los valones, que no consiguen recuperarse del naufragio de sus industrias tradicionales.
Flandes, como el norte de Italia y Cataluña, goza de un nivel económico sensiblemente superior al resto del país. A veces, la diferencia de ingresos suele alcanzar el 50% entre el Brabante flamenco y el Hainaut valón, dos provincias vecinas.
Quizá la mayor paradoja belga sea su capital, Bruselas. Enclave francófono en territorio flamenco (85% de sus habitantes habla francés), la región de Bruselas produce el 20% de la riqueza del país, aunque no recibe los beneficios. Decenas de miles de personas vienen a trabajar, pero pagan impuestos en sus regiones de residencia, Flandes o Valonia.
La fractura de Bélgica asestaría un duro golpe al prestigio de la UE, un pacto económico y político nacido precisamente para consolidar la unidad de un continente tradicionalmente desgarrado por los nacionalismos. En las actuales condiciones, es legítimo preguntarse si Bélgica seguirá los pasos de Checoslovaquia o si continuará lentamente perdiendo su sustancia hasta transformarse en un cuerpo sin alma.
Una rivalidad profunda que sólo causa asombroLas dos regiones son irreconciliables
Es tan belga como los conos de papas fritas con mayonesa, como las inimaginables e incontables variedades de cerveza, como el chocolate artesanal, como los waffles humeantes, como la llovizna incesante y los días nublados, como Rubens, Tintin o Jacques Brel. O tal vez bastante más. Añeja, rutinaria y aguda, la pelea entre flamencos y valones define a Bélgica, a tal punto que asombra hasta descolocar día a día a cualquiera que decida vivir allí.
El primer impacto para el visitante distraído es el que anida en el corazón de las burlas entre unos y otros, simpáticas y no tanto, sobre el idioma. Bélgica es apenas más grande que Tucumán. Sin embargo, allí se hablan no dos, sino tres lenguas: flamenco, en el Norte; francés, en el Sur, y alemán, en una pequeña porción del Este.
El primero y el último se asemejan, pero nada tiene que ver el francés con ellos. Así, el visitante no debe sorprenderse si tomó un tren a Malines y, en su lugar, llegó a Mechelen o Mecheln. Es la misma ciudad, Malinas. Allí se habla únicamente flamenco, aunque sus habitantes deben aprender francés en el colegio. Pero, para quien no hable esta versión del holandés, es mejor comunicarse en inglés. Al francés responden con sorna, y al flamenco hablado por un valón, simplemente con desprecio. Esa lengua dista de ser sencilla, aun si se la ha estudiado desde la primaria, como deben hacer los valones.
Sin embargo, para los flamencos no hay excusa que valga: su idioma en la boca de un valón es tan comprensible como la lengua de los delfines. En realidad, no se mofan de la destreza idiomática de los del Sur, si no básicamente de su inteligencia.
Ordenados y metódicos, los flamencos se ufanan de haber nacido "con un ladrillo en el estómago". Construyen y reconstruyen sus casas y rutas, mantienen jardines y bosques. Estudian y trabajan sin cesar. Y creen que sus vecinos del Sur -los de los edificios y caminos "descuidados", los de las industrias "ineficientes"- viven de ellos.
La respuesta de los valones no es menos mordaz. Donde sea que puedan hacerlo, dicen que si los flamencos son ricos es porque no saben disfrutar de la vida. Para ellos, "de casa al trabajo y del trabajo a casa" es el primer y único mandamiento de los del Norte. Y dicen también que son aburridos.
Cuando tuvo que describirlos con una canción, Jacques Brel, una de las leyendas de Bélgica, lo hizo sin mucha piedad: "Las flamencas bailan sin hablar/bailan sin sonreír".
También poca contemplación tienen a la hora de explicar por qué sus compatriotas del Norte son más hábiles que ellos con los idiomas. No es una cuestión de inteligencia, argumentan, sino de necesidad y soberbio aislamiento. Necesidad porque en pocos países pueden comunicarse en flamenco; aislamiento, porque con sus innumerables dialectos pretenden distinguirse y distanciarse incluso entre ellos.
En Valonia y en Flandes las burlas son cotidianas. Los niños las comparten en el colegio; las familias, en los hogares; los adultos, en las empresas y hasta en el Parlamento.
Y de tanta ironía, hoy están a punto de quedarse sin país.