LOS LINCHAMIENTOS DE EPIZANA, EN BOLIVIA
La mañana furiosa de los "comunarios"
Cuarenta linchamientos en dos meses marcan, según el escritor Juan Lechín, la temperatura social y un desmadre de las instituciones en una Bolivia polarizada al extremo. En el reciente caso que nos cuenta aquí, tres policías, cuya presencia en un pequeño pueblo parece de lo más inofensiva, conocerán la justicia de los "comunarios" que han recibido el permiso de matar.
Siglos más tarde, en el pueblo de Epizana, el 26 de febrero del 2008, el método de Charles Lynch seguiría cobrando víctimas. Este norteamericano coronel de milicias ordenó, en 1780, ejecutar tumultuariamente a un grupo de sospechosos. Su apellido dio origen a la palabra "linchamiento". En los dos primeros meses del año, en Bolivia, se produjeron cuarenta linchamientos idénticos o semejantes al que narramos aquí, con once muertos y tan sólo siete detenidos.
El celular de Limbert Sánchez, periodista de le red televisiva Bolivisión, suena pasadas las cinco y media de la madrugada. Es raro porque él cree haberlo puesto en silencio luego de la mala noche que compartió con su mujer cuidando la tos de la pequeña Brigitte.
-Escuchame bien, la gente en Epizana le han hecho un 316 a policías. Jodido, bien jodido, ché, oye. Primicia te estoy dando, le informa un contacto.
Esa mañana Limbert tenía agendado cubrir varias noticias en Cochabamba pero es impensable para su instinto pitbull de periodista dejar escapar la primicia de un "316", de un apresamiento, y de policías. Una hora después toma la carretera en un auto del canal. Son 130 kilómetros hasta el pequeño pueblo de Epizana. Edson, el camarógrafo, dormita a su lado. Timbra el celular, es Giovanna, su mujer:
-Limbert, todo dejas para ir a meterte en líos, ¿quién te paga después tu sacrificio? Bien loco eres vos siempre, y con el Edson creen que el micrófono y la cámara son la capa invisible del Harry Potter.
A mitad de camino los detiene un bloqueo de grandes árboles derribados con motosierra. En sentido contrario, quince policías vienen de regreso. Despejan la ruta por donde habían pasado, antes de clarear el alba, rumbo a Epizana con la misión de liberar a los policías detenidos. Llegaron una hora después e inmediatamente fueron rodeados por una multitud amenazante. Los dirigentes les lanzaron un ultimátum con tufo a alcohol:
-Si hasta las ocho de la mañana no trajeron a un fiscal, les vamos a ajusticiar a esos maleantes, falsos policías, que hemos atrapado.
Luego los amenazaron y obligaron a replegarse. Por radio informaron al comando y les ordenaron volver a Cochabamba.
En el punto de bloqueo, un policía albino le cuenta a Limbert lo sucedido.
-Y ¿por qué han ido tan poquitos al rescate?, pregunta Edson.
-Así nomás nos han ordenado. Parece que anoche a las diez los capturaron. Recién cuatro horas más tarde han informado al comando para ir a rescatar, no vayan, ché, la gente endemoniada está- les advierte el albino.
-Tranquilo, hermano. Hablo quechua, me haré entender-, responde Limbert y prosiguen camino.
En 1973 Epizana sufrió una masacre por protestar contra la dictadura del general Banzer. Hoy es un importante paso del narcotráfico. Lo sabe todo el mundo. Desde Los Yungas y el Chapare llega la cocaína en las mochilas del contrabando hormiga para ser acopiada y despachada.
Una hora después, a las ocho y media de la mañana, Limbert y Edson pasan por el retén donde un jeep Cherokee policial y el auto blanco raibanizado de los tres capturados yacen apedreados, con los vidrios rotos y las puertas y el capó abiertos.
Allí mismo, en esa quebrada rodeada de vegetación, la noche anterior los tres policías habrían extorsionado al hijo del alcalde-corregidor de Epizana, de apellido Costa, y a René Claros, su chofer, porque estaban ebrios y el vehículo indocumentado. Es ésta una de las primeras versiones. Pero si del tamaño del pájaro es la pedrada, algo mayor sucedió en ese encuentro por la mucha saña con que se desencadenarían los acontecimientos y que no se explican por una infracción de tránsito o un soborno menor. Fue algo de otro calibre, fue una irritación medular.
Mientras el chofer se quedó en el retén, el hijo del alcalde-corregidor corrió a contarle a su padre sobre el enigmático encuentro con el trío policial. El padre ardió en furia y convocó a los pobladores con argumentos varios, entre otros, que los policías eran delincuentes disfrazados. Varios coincidieron en haber visto el auto blanco de vidrios raibanizados merodeando por las cercanías. El misterioso suceso los conmovió pues muchos fueron hacia el retén con los ánimos incendiados.
Para los griegos el destino era una diosa llamada Moira. Muchos siglos después el azar, convertido en ciencia con la teoría de la incertidumbre, explicaría los sucesos sorpresivos. Pero sea el destino o el azar, todo accidente es una limpia geometría euclidiana donde no cabe ningún error o desviación, de otra manera no sucedería.
Claros, el chofer del hijo del alcalde, vio aparecer en la oscuridad las linternas de la multitud. Corrió hacia la masa para fundirse con ella pero resbaló y al caer se golpeó la nuca. Al llegar los comunarios estaba tendido en el suelo y con la cabeza ensangrentada. No hubo aclaración posible, venían predispuestos y empezaron a golpear a los uniformados que, según la primera declaración del subcomandante de Cochabamba, estaban allí por razones de investigación. Luego, como para deslindar sus actividades de la agenda policial, el comandante Copa declararía que ninguno estaba destacado a la zona, que dos tenían baja médica y el otro estaba de franco.
La larga noche de trago y espera
Cualquiera sea la verdad, los acontecimientos, como una falsa carnada dorada para peces, llevarían al sargento Willy Alvarez, al cabo Walter Avila y al policía Vidal Yupanqui por una ruta luminosa hacia la muerte. A empellones, dos de ellos fueron escoltados por treinta comunarios para hacer curar al chofer Claros en el hospital de Totora. El tercer policía quedó como prenda de un polvorín que lo volvió a golpear (quizá aquí lo apuñalaron), y destruyó el retén, el Cherokee y el auto blanco de vidrios raibanizados; destrozos que al día siguiente Limbert ve un kilómetro antes de llegar a Epizana donde una cola de vehículos, varada mansamente, anuncia la turbulencia. La multitud ocupa la carretera, en cuyo borde la Casa Comunal guarda a los tres policías detenidos. Limbert estaciona entre los camiones y su vagoneta queda camuflada.
-¡Prensa!-, grita un dirigente comunario y otros, también ebrios, se acercan a los periodistas. Han chupado toda la noche bajo un cielo clarísimo, con nubes galácticas, y también coquearon para estar como robles luego de tantas horas de farra. Llevan walkie talkies y visten a la moda del presidente Evo Morales: chaqueta oscura adornada con retazos de telas indígenas multicolores.
Reciben a los periodistas con suspicacia. En quechua, Limbert pide permiso para filmar. En un álgido momento indigenista como éste, cuando incluso las radios comunales instigan a revanchas raciales, hablar quechua rompe el hielo.
-¡Vamos, compañero periodista, vamos!- lo invitan.
El sol no los salvará
Son casi las nueve de la mañana. La cámara registra a dos viejas charlando y espantando moscas, tres niños que juegan trompo y, a lo lejos, la Casa Comunal. En el segundo piso, y luego de una noche de torturas, están los policías. Uno de ellos llora, sabe que lo van a matar. Otro, el que tiene el ojo cerrado por un hematoma púrpura, no deja de increparlo:
-¿Crees que la Fuerza nos va a dejar aquí como si fuéramos perros? Con un botiquín rudimentario la enfermera de la Casa Comunal curó heridas, bocas con dientes partidos y la puñalada.
-¡Señorita, échenos llave y asegúrenos la puerta!-, suplica el sargento.
Seguramente ella aceptó porque, al vencer el plazo de traer al fiscal, los comunarios no pueden sacar por la puerta al sargento Alvarez, al cabo ávila y al policía Yupanqui. Empiezan a apedrear las ventanas. La furia debería disminuir con las horas. Pero no. Algo la hace aumentar.
-¿Ves? Yo te he dicho que nos vayamos a Sucre-, el cabo Avila le recrimina a Yupanqui. Mientras ellos sufren el hostigamiento, no se percatan de lo que Limbert ve y la cámara filma: un camión se estaciona bajo la ventana y hace de escalera para que varios comunarios suban a sacarlos a palos. Abajo espera la muchedumbre de Charles Lynch. La sensación épica de compartir un hecho catastrófico embriaga a todos y aflora esa extasiante y prohibida intensidad humana: la crueldad. La turba es antifaz y nadie cree ser visto. Los dirigentes de saco oscuro y ribetes coloridos miran desde lejos.
El sol es blanco. Tres nubes compactas cuelgan del cielo. Los tres policías son obligados a descender como bomberos, por un tubo metálico que flanquea la ventana. El primero, el apuñalado, se suelta en el descenso y al caer se parte la pierna. Como hormigas le brincan y lo cubren contra la pared para triturarlo. Al llegar el segundo, es atrapado. Los palazos y puñetes lo hunden en una penumbra de violencia donde hay olor a intimidades ajenas, a tela percudida. Niños participan del jolgorio de dar muerte, ritual antiguo, propiciatorio, con risas y sacralidad.
El tercer policía es fornido, más bien gordo, y viste una polera roja.
-¡Ay ayay ay!-, grita desgarradoramente mientras huye como quaterback de fútbol americano sorteando gente pero son muchas las manos que lo buscan. Una extraña sincronización hace que la violencia del tumulto parezca una escena de perversa gracilidad ensayada hasta la perfección. Tal vez de ese mundo primitivo de la hueste cazadora el ser humano extrajo la elegancia. Sólo la víctima es torpe.
La secretaria de la Casa Comunal y la dueña de un kiosco miserable han hervido agua y los queman. Ellos gritan, se revuelcan de dolor, imploran:
-No nos maten, tenemos hijos.
-¡Justicia comunitaria, carajo!-, gritan los comunarios.
La "justicia comunitaria" es uno de los temas conflictivos del nuevo proyecto de Constitución con la que el presidente Morales busca "refundar" Bolivia (sic).
-No, por favor, compañeros, ¡calma, calma, por favor!-, dice Limbert en quechua levantando una mano suplicante-. No les maten, después va a venir la policía a castigarles a ustedes.
-¿A nosotros? ¡Del gobierno somos, del MAS somos! ¡Viva el Evo, carajo-mierd@!, gritan desafiantes los dirigentes.
-¡Viva!-, corea desde el piso uno de los policías con la voz quebrada-. ¡Nosotros también del MAS somos, hermanos, compañeros!
-¡Viva la nacionalización de los hidrocarburos!-, proclama el otro buscando empatías político-ideológicas salvadoras que ya no apiadan a nadie.
Limbert insiste en detener la violencia pero su voz desentona. Descubren que él y Edson son siameses unidos por el cable del micrófono y ese bicéfalo tiene la filmación con sus rostros y su crimen.
-¡La cámara, quítenles la cámara!
-¡A estos hay que lincharlos también!
Los periodistas buscan a los dirigentes protectores pero ya no están. Intuyen el alud y corren buscando salir del tumulto pero el trecho es largo y los golpes aparecen y los hacen tropezar y ellos caen y se levantan todas las veces. A las carreras cruzan un terraplén y las piedras llueven buscándolos. Una le estalla a Edson en la nariz y las patadas le han roto los ligamentos del pie y lo tendrán que operar.
Los choferes les muestran vericuetos entre los carros y ambos se internan detrás de las filas de camiones. Ya nadie los persigue. Todos se han quedado en la verdadera fiesta. Limbert y Edson llegan al auto con el temblor involuntario de haber sido acariciados por la muerte. Al partir ven que una soga de plástico azul intenso arrastra del cuello, como a perro, a uno de los policías. Aún está con vida pero no hay nadie que lo ayude. Abandonados por el gobierno y por el cuerpo policial, viven la soledad del chivo expiatorio.
La causa principal de la muerte fue la asfixia mecánica por ahorcamiento, pero todos tienen traumatismo encéfalo craneano, fracturas, contusiones y golpes, según diagnosticaría después la médica forense.
Al mediodía, los cuerpos sin vida de los tres policías fueron botados a la carretera, exhibidos como una clara advertencia.
Las preguntas siguen golpeando por salir de esta historia. ¿Por qué no los matan cuando los capturan, que es cuando los ánimos caldeados impulsan los linchamientos? Este es un raro caso donde la temperatura grupal no se apacigua con el largo paso del tiempo. Más bien marca la ejecución a la hora en que empiezan a abrirse las oficinas, como si alguien tuviera que dar una burocrática orden. ¿Cuánto del pueblo fue usado y cuánto fue cómplice en Epizana?
Cuando existen mafias, no es inédito que éstas acuerden ejecutar a los entrometidos, a quienes van por la libre interfiriendo en los negocios regulares. Una de las hipótesis más escuchadas es que los tres de Epizana habían hecho una requisa de cocaína. Durante el cautiverio, sus captores consultaron a distintas líneas del narcotráfico. Cuando confirmaron que eran independientes, ordenaron su ejecución instigando a la turba a la que le habían financiado la borrachera. Pero también es posible que haya sido una tragedia de equivocaciones y cualquier sospecha es una ofensa a la transparente investidura de los gobiernos nacional y provincial. Las esposas de los linchados no permitirán la liberación de los sospechosos y, como siempre, los autores intelectuales quedarán en el limbo. La justicia se tomará un tiempo del que ya no disponen los asesinados pues para ellos, los antecedentes se alinearon perfectamente y luego de un martirio de once horas el reloj se les detuvo por toda la eternidad. A Limbert y Edson, una sincronización cómplice del azar los salvó de esa puntualidad fatal.
http://www.clarin.com/suplementos/zona/2008/05/18/z-03815.htm
Verguenza ajena, dolor y tristeza.