Mariano Grondona
La democracia no ha resuelto la cuestión militar
Desde el golpe de 1930 hasta la restauración democrática de 1983, la pregunta que más circulaba era la siguiente: ¿qué harán los militares? Era una pregunta lógica porque en ese medio siglo los gobiernos fueron a veces civiles y a veces militares, pero el poder -esto es, la capacidad de decidir cómo empezaría y cuándo terminaría el gobierno- fue siempre militar.
La pregunta que circuló desde 1983 hasta hoy ha sido, al contrario, esta otra: ¿qué hacer con los militares? Es que, con la derrota en Malvinas de 1982, los militares perdieron el poder. Si ya no tenían el poder, ¿cómo se los reinsertaría en la democracia? He aquí una pregunta a la que la democracia, hasta ahora, no ha logrado responder. Veintitrés años después de su reiniciación, la democracia sigue sin resolver la cuestión militar .
De 1930 a 1983, las Fuerzas Armadas eran tan fuertes que interrumpían una y otra vez las instituciones democráticas. Pero a partir de 1983 fueron tan débiles que la democracia no ha sabido qué hacer con ellas. No puede, naturalmente, devolverles el poder que ostentaron de 1930 a 1983. Tampoco ha querido restablecer la influencia que ejercieron desde la reorganización nacional de 1853 hasta el fatídico golpe de 1930, cuando usaron durante casi ochenta años esa enorme influencia para respaldar invariablemente a los gobiernos constitucionales. ¿Qué debe hacer, entonces, la democracia con los militares?
La derrota
En 1982, las Fuerzas Armadas habían vencido a los Montoneros armados. Hasta ese momento, las protestas por el método sanguinario que habían empleado para vencerlos fueron relativamente débiles porque, si bien habían abusado del poder en una medida incomparable con sus intervenciones anteriores, ellas eran después de todo las vencedoras.
En la Guerra de las Malvinas, en cambio, las Fuerzas Armadas perdieron. Cuando el general Menéndez se rindió sobre las islas, el Ejército argentino perdió la imagen de invencibilidad que lo había sostenido a lo largo de toda nuestra historia. Los generales de Galtieri sufrieron, entonces, el desprecio de los marinos, los aviadores y de sus propios oficiales. La unidad y la autoestima militar se habían quebrado.
Las Fuerzas Armadas, derrotadas por primera vez en toda su historia, dejaron de inspirar miedo. Ya no las respetaron. El pedido de cuentas por los abusos militares de los años setenta creció como una marea incontenible. Y así fue como Alfonsín resultó en 1983 el primer presidente civil que, a la inversa de Frondizi, Guido, Illia e Isabel Perón, llegó al gobierno sin ningún tipo de condicionamiento militar. Con Alfonsín, ya no sólo el "gobierno", sino también el "poder", dejó de estar en manos militares.
Pero Alfonsín inauguró una respuesta moderada a la cuestión militar. Al resolver la cuestión del Beagle con Chile y al impulsar el Mercosur con Brasil, les quitó a los militares las "hipótesis de guerra" que habían justificado su despliegue. Pero limitó el castigo por los abusos de los años setenta al alto mando, tal como lo habían hecho los aliados en los tribunales de Nuremberg, liberando al mismo tiempo a las masas de los oficiales mediante la ley de obediencia debida. Esto calmó la turbulencia militar que en 1987 encarnó el teniente coronel Rico, porque el gobierno evaluó que no era posible meter presos a todos los militares por lo que había pasado, así como no había sido considerado posible castigar a todos los funcionarios alemanes por el desvarío criminal de Hitler.
Menem ahondó esta política al decretar los indultos de militares y de guerrilleros por lo sucedido en los años setenta. La reforma constitucional de 1994 estableció, además, que la Argentina renunciaba al método militar en las Malvinas, cerrando de este modo nuestra última hipótesis de guerra. Pese a la reconciliación que buscaba tanto en el frente interno como en el frente externo, Menem no dejó por ello de limitar aún más la presencia militar en el sistema democrático mediante la derogación del servicio militar obligatorio.
Hacia 1999, cuando De la Rúa llegó a la presidencia, la cuestión militar parecía superada. Por eso, la jefatura del Estado Mayor del Ejército, a cargo del general Brinzoni, quien cubrió las presidencias de De la Rúa y de Duhalde entre 1999 y 2003, simbolizó el reencuentro de las Fuerzas Armadas con la democracia. Hubo una severa autocrítica militar por lo sucedido en los años setenta. Se formó también un cuadro de oficiales de impecable comportamiento profesional y democrático; así se creó la sensación de que la democracia había encontrado una respuesta a la cuestión militar.
La humillación
No bien llegó a la presidencia en 2003, Kirchner demostró que la fórmula que parecían haber encontrado sus antecesores no era definitiva. En su primer día de gobierno, descabezó la cúpula de las tres Fuerzas Armadas, enviando a retiro a decenas de altos oficiales pese a sus credenciales. Luego, creó un museo de la "media memoria" de los horrores militares, pero no de los horrores terroristas de los años setenta. Cuando ordenó al nuevo jefe del Ejército, el general Bendini, descolgar cuadros de antiguos jefes del Colegio Militar cual si fuera un ordenanza y cuando éste aceptó solícito el encargo, infiriendo al Ejército la peor de las humillaciones, se confirmó el nuevo designio, no ya de reintegrar a las Fuerzas Armadas a la democracia, sino de vengarse de ellas. Es que a los Montoneros armados derrotados cruelmente en los años setenta habían venido a reemplazarlos los Montoneros desarmados , para los cuales la cuenta de los años setenta aún no se había saldado.
Cuando Kirchner nombró al frente del Ministerio de Defensa a la ex esposa de Abal Medina, un propósito todavía más audaz quedó a la vista, porque la meta de la ministra Garré ya no parecía ser sólo humillar a las Fuerzas Armadas, sino volverlas, además, "venezolanas", convirtiéndolas en la rama militar del kirchnerismo.
Después de las turbulencias de las últimas semanas, cuando Garré debió desistir de enviar a los cientos de oficiales ahora procesados a cárceles comunes y debió retroceder también en su empeño de disolver los liceos militares, su estrategia original quedó trabada porque la protesta ya no convocó solamente a los jefes retirados, sino también a los oficiales jóvenes que ni habían nacido en los años setenta, demostrando que pese a tantas agresiones el espíritu militar, pasando de la vieja a la nueva generación, continúa indemne.
¿Qué hacer, entonces, a partir de ahora? ¿Aniquilar a las Fuerzas Armadas si no se consigue convertirlas? Esto es quizá posible porque, humilladas y desconsideradas, las Fuerzas Armadas podrían albergar de aquí en más muy pocas vocaciones nuevas. Esta es empero una perspectiva inquietante puesto que, si bien las hipótesis de guerra del pasado se han disuelto, ninguna democracia moderna puede pasárselas sin el apoyo eventual de sus fuerzas armadas en situaciones extremas como las que acaban de vivir los brasileños en San Pablo.
Ni los moderados de los años ochenta y noventa ni los vengadores de los años dos mil han podido hasta ahora prevalecer en su estrategia militar. Pese al equilibrio de unos y a la exaltación de otros, por lo visto, la "cuestión militar" sigue planteada.
Por Mariano Grondona
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