El nuevo tablero de ajedrez tras el alto el fuego en Colombia
En las veredas de Córdoba y Sucre la vida del ganado vale más que la de las personas. Mientras muchos asesinatos siguen impunes, el robo de una vaca se paga con la pena de muerte. En esta zona ganadera de la región Caribe, al noroeste de Colombia, el anuncio del alto el fuego definitivo entre el Gobierno y las FARC, que podría poner fin a más de medio siglo de guerra, se vivió el jueves 23 de junio con una mezcla de esperanza e incertidumbre. La paz definitiva podría firmarse el próximo 20 de julio.
El vacío de poder que dejará la firma de la paz con la guerrilla, que históricamente ha ejercido una influencia importante en esta área, plantea un nuevo tablero de ajedrez en esta zona estratégica, punto clave para el narcotráfico y donde siguen operando clanes mafiosos armados herederos del paramilitarismo que azotó la región en los 90.
En este escenario se decidirá uno de los puntos más conflictivos del proceso de paz iniciado en La Habana (Cuba) en 2012: qué pasará con las fuerzas paramilitares que se están reorganizando por todo el país.
En Montería y Sincelejo (capitales de Córdoba y Sucre), así como en las veredas (pequeñas divisiones rurales) que atraviesan ambos departamentos, es muy común oír hablar de "ellos", una fuerza desconocida que amenaza y extorsiona. Hay quien sigue impartiendo la justicia por su cuenta. "El otro día mataron a tiros a dos raterillos que estaban robando celulares (teléfonos móviles); a mí me parece bien, si la ley no nos defiende hay que hacer algo", dice un joven de Montería, que prefiere no dar su nombre.
Recuerdos de un campesino
Roberto Yánces, de 53 años y 14 hijos, se confiesa defensor del proceso de paz impulsado por el presidente Juan Manuel Santos, pero no esconde que el miedo permanece en el horizonte. "Acá siguen pasando cositas, a mí me dejaron viviendo con el enemigo", reconoce desde el predio (finca) Cedro Cocido (Córdoba), sin concretar de quién habla. Todavía tiene fresco el asesinato de Yolanda Izquierdo en 2007, una líder local que se destacó en la lucha de los campesinos por recuperar sus tierras.
En aquella batalla también participó Roberto Yánces, al que despojaron de sus fincas por tres millones de pesos colombianos (apenas 1.000 euros). "Me dijeron: o nos vende o le compramos a la viuda", recuerda, citando una amenaza tristemente popular. Detrás del expolio estaba sor Teresa Gómez, una figura temida, a la que comparan con Pablo Escobar. Su nombre todavía hace temblar: fue una de las personas más próximas al Clan Castaño, jefes del paramilitarismo en Colombia.
La gente de esta región sufrió, entre los 90 y principios de siglo, algunas de las masacres más sangrientas: El Salado (cerca de un centenar de personas torturadas hasta la muerte en 2000), Chengue, Pichilín, Colosó... Aquí nacieron leyendas de película gore: partidos de fútbol con cabezas degolladas, torturas con armas contundentes (martillos y motosierras), burros-bomba... Un largo etcétera de horrores causados por paramilitares con la connivencia de las autoridades.
Son muchos los que todavía viven con miedo: "Cualquiera puede entrar acá y llevarnos, como cuando venían hombres a caballo y desaparecían a nuestros familiares", dice Manuel Mariano Bohórquez, que vive en la vereda Leticia (Córdoba) del cultivo de la yuca y el maíz y del ganado. Su hijo, Sebastián, tiene 12 años y quiere ser policía, porque "llevan uniforme y munición".
El control de la ruta de la droga
El Ejército colombiano calcula que hay cerca de 8.000 guerrilleros de las FARC y el doble de milicianos desarmados que les apoyan. Una de las cuestiones que más incertidumbre ha generado el último tramo del proceso de paz es cómo será su tránsito a la vida civil. El municipio de Tierralta, al sur de Córdoba, acogerá uno de los ocho campamentos de cuatro hectáreas cada uno (junto a otras 23 veredas) repartidos por Colombia donde los guerrilleros se desmovilizarán.
Existe la duda de que todas las facciones de la guerrilla vayan a dejar las armas de un día para otro: el negocio del narcotráfico es suculento. Esta región, donde han operado los frentes 35 y 37 de las FARC, es una de las rutas de sustancias ilegales más importantes del país. La droga atraviesa Córdoba a través del Valle del río Sinú, que nace en el Nudo del Paramillo, en Antioquia (uno de los centros de operaciones del narco), y sale por el mar Caribe a través de regiones costeras como San Onofre, en Sucre.
Aunque en 2006 se produjo la desmovilización de las autodefensas, hace tiempo que saltaron las alertas por la presencia creciente (y amenazante) de clanes como el del Golfo (antes conocido como Úsuga). En abril este grupo paralizó a la fuerza una amplia zona de la costa Caribe, incluyendo Sucre y Córdoba, mediante un paro armado ilegal.
"Los informes de inteligencia a los que hemos tenido acceso apuntan a que hay bandas criminales que se están organizando, pero no tendrían la estructura tan potente que tenían en los 90", explica Gina Casio, directora territorial en Sucre de la Unidad de Restitución de Tierras (URT), un órgano dependiente del Gobierno que desde la Ley 1448 de 2011 ayuda a los que se atreven a reclamar sus tierras (muchos callan por temor a represalias).
"La paz será buena"
Mientras las fuerzas criminales se reordenan, algunos campesinos comienzan a regresar a sus casas en el campo. El pasado 23 de junio, cuando el presidente Santos y alias 'Timochenko' (líder de las FARC) firmaban en Cuba el histórico acuerdo del cese bilateral al fuego, tres de las cuatro hijas de Orlando Ruiz miraban a un viejo televisor mientras repetían, como un mantra: "La paz será buena". Su mirada, por el contrario, gritaba una ausencia: la de un futuro con oportunidades.
La familia de Orlando Ruiz, como muchos otras en Colombia (uno de los países con más desplazados internos por conflicto armado del mundo, con 6,9 millones desde que empezó la guerra con las FARC, hace 52 años, en 2002 tuvo que dejar su casa en la vereda Cambimba, en Sucre, para huir de la violencia. Hoy es la cabeza visible de una asociación local de campesinos que ha conseguido integrar a los que están a favor de la paz y a los opositores del proceso.
Su testimonio coincide con el de Robinson Salas, uno de sus vecinos más cercanos, sus recuerdos son los mismos que los de cientos de campesinos anónimos: la vida que les tocó en los núcleos urbanos fue dura, tuvieron que rebuscársela (pedir plata, hacer cualquier chapuza para comer) hasta que pudieron volver a sus tierras.
Hoy se enfrentan a la falta de luz eléctrica, al calor asfixiante, a los insectos que atraviesan la cortina tambaleante que protege sus camas. Cada día sueñan con que las autoridades arreglen los caminos que comunican los predios: cuando llueve, ni siquiera las moto-taxi pueden llegar hasta allá y les toca cargar sus cultivos al hombro para venderlos a precio de saldo en la ciudad.
Cuando preguntamos en el predio Pertenencia (Sucre) por la paz a Rugero García, 75 años, bigote y sombrero de paja, las ropas raídas, descalzo, la piel ajada por el tiempo y el trabajo duro, no parece saber (quizá no le importe) a qué nos referimos: "La paz es para mí el campo. Sólo quiero estar acá tranquilo, que dejen ya de molestarnos".
http://www.elmundo.es/internacional/2016/07/12/577e732522601d56418b45ae.html