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A la buena memoria de "Pepe" Ardiles
Quienes murieron en y por Malvinas eran parte de una comunidad que quiso y quiere seguirse imaginando como nacional, con otro estilo, en otro tiempo y en este mismo lugar.
- 18/05/2012 00:01 | Rosana Guber (Antropóloga social, investigadora del Conicet-Ides)
Las ceremonias que presiden las figuras de un gobierno, sea local, provincial o nacional, quedan investidas por un cierto halo que consagra a su comunidad.
Como enseñaron los teóricos fundadores de las ciencias sociales modernas, lo importante de estos eventos no radica tanto en las convicciones íntimas de cada asistente, sino en su mera presencia, y forman parte de un teatro donde la obra que se representa es sobre ellos mismos.
Desde 1983, en la Argentina, el 1º de mayo agregó al Día Mundial de los Trabajadores un significado más específicamente nacional.
Un año antes, a las 4.42, había terminado la espera y comenzaba la guerra.
La Royal Task Force (fuerza de tareas del Reino Unido) atacaba Puerto Argentino y otras posiciones en el archipiélago malvinense. A las pocas horas, aparecieron en el cielo los primeros aviones de combate argentinos, sobre el bajo continuo de los Hércules, que jamás detuvieron la comunicación entre las islas y el continente.
El 1º de mayo se convirtió, por eso, en el bautismo de fuego de la Fuerza Aérea argentina, para recordar el desempeño de sus oficiales y suboficiales, y en aquel entonces también de sus soldados. Precisamente, el 1º de mayo fue, también, el día de las primeras bajas de soldados, suboficiales y oficiales, estos últimos en vuelo.
Un día especial. El martes 1º de mayo de este año se conmemoró el 30º aniversario. El lugar elegido no pudo ser más conveniente.
En 1982, la Sexta Brigada Aérea alojaba a los Mirage israelíes, conocidos como Dagger o MV, aviones de combate monoplaza supersónicos que tuvieron una notoria presencia en las acciones contra los buques de la Royal Task Force.
Aquel 1º de mayo, el primer teniente José “Pepe” Ardiles, salió de la base de Río Grande, en una de las 31 misiones de aquella breve jornada de luz diurna sudatlántica, para frenar un posible desembarco británico en la isla Soledad.
Algo no anduvo bien en la salida y de la escuadrilla original, sólo él llegó al campo aéreo de batalla.
Entonces vio a un Harrier y se dispuso a atacar, pero el segundo avión, que Ardiles advirtió demasiado tarde, lo fulminó por detrás.
En un santiamén, el único miembro de la escuadrilla Rubio desapareció de las radios, sobre la isla Bougainville.
Vuelo filial. Un par de semanas antes, “Pepe” se despidió de su esposa, de Sebastián, su hijo de 2 años, y de María Inés, su hijita de 3 meses, y se fue en una misión para la que había sido instruido por el Estado argentino.
De paso a Río Grande, se detuvo en Comodoro Rivadavia y cenó con su hermana, que vivía en esa ciudad. Su padre, maestro rural por convicción y vocación, su madre y su tercer hijo hacían lo posible por saber de él desde Córdoba. No había celulares ni Internet en 1982.
Esta historia, que año a año sumerge a su familia en la memoria de su pérdida, revive también en quienes fueron sus camaradas, en sus vecinos de edificio, en los aviadores y los suboficiales de su destino anterior en Villa Reynolds, San Luis, en quienes fueron sus compañeros de secundaria en el Colegio Carbó y en la escuela rural San Martín, donde hizo su primaria, o en quienes eligieron su nombre para bautizar la escuela Capitán José Leónidas Ardiles, en la pequeña localidad de Río Primero, en su provincia natal.
Este 1º de mayo, revivió también en quienes sabían que Sebastián piloteaba uno de los pequeños triángulos grises y puntiagudos que se recortaban desde el horizonte y se abrían sobrevolando la ceremonia, como los pétalos de una flor, contra el cielo de Tandil.
Cómo recordar. El ministro de Defensa de la Nación, Alfredo Puricelli, comenzó su discurso denostando a la Guerra de Malvinas como pura improvisación, pura voluntad de poder y pura muestra de descoordinación militar.
Como ya es de rigor en buena parte del discurso oficial, periodístico e intelectual, apoyaba su afirmación en la prueba contundente del Informe Rattenbach, que fue, en sus nacientes, el fruto de una evaluación realizada por profesionales (argentinos) de la guerra.
El ministro estableció, así, el marco dentro del cual sus palabras podrían (y deberían) interpretarse. Por eso, cuando dijo ponderar la actuación de los pilotos, resultó en una misión imposible.
Al descalificar por absurda y vana la iniciativa (política) bélica, no tuvo dónde arraigar su “apreciación”.
¿Cómo explicar por qué los aviones argentinos causaron tantas bajas en la flota real o por qué el conflicto duró 45 días y no dos, o por qué los analistas de Malvinas, en general extranjeros, exaltaron el valor y también el profesionalismo de los pilotos argentinos? ¿Cómo justipreciar el desempeño de la fuerza que perdió proporcionalmente mayor número de oficiales jóvenes y que envió profesionales y no conscriptos al frente?
Limitaciones del discurso. Para un Gobierno que ha querido restituir la causa de soberanía pendiente en la agenda nacional, ese discurso, el mismo que otro funcionario de ese Ministerio pronunció frente al cenotafio de la plaza San Martín de la ciudad de Buenos Aires a los 30 años del 2 de abril, tiene dos serias limitaciones.
La primera es que no nos permite, a los argentinos y a nuestro Estado, apropiarnos de nuestra buena experiencia de guerra, de un desempeño donde la entrega y el cumplimiento del deber, basados en la constante instrucción (y no en la improvisación), se impusieron a la brecha tecnológica y al desconcierto del alto mando nacional.
La segunda limitación es que no nos permite evitar la constante sangría de los pilotos que emigran a las aerolíneas; esto es, la privatización de jóvenes oficiales formados con el dinero de todos los argentinos, con la ilusión de sus familias y con la determinación de ellos mismos. ¿Cómo entender su permanencia casi estoica en la fuerza estatal si los aciertos (y la inmolación) de sus padres se anclan en una guerra absurda?
Pasados 30 años, quizá sea hora de que con sus profundos errores –que los militares profesionales conocen mejor que nadie– pero también con sus notables aciertos, seamos capaces de elaborar una perspectiva más compleja de nuestra única guerra.
Sólo entonces estaremos reconociendo de manera genuina a los caídos; no sólo por ese principio abstracto de humanidad sino porque quienes murieron en y por Malvinas eran parte de una comunidad que quiso y quiere seguirse imaginando como nacional, con otro estilo, en otro tiempo y en este mismo lugar.