La misma, descubre la traición, evita el juicio temerario, da el buen ejemplo personal en todos sus pasos, aunque se deba rectificar y dar la razón de los propios errores. Pone el rango al servicio de sus camaradas, no se tiene por más ni por menos, sino que como los órganos de un mismo cuerpo, cumplen distintas funciones de forma concurrente, activa y concertada, sirviéndose solidaria y recíprocamente. Pone por obra lo que pregona, recibe en su corazón a sus camaradas, aún sin conocerles, como a amigos. Es dócil, agasaja a sus amigos, en definitiva da cumplimiento al mandamiento nuevo de Jesucristo: dar la vida por los amigos, y como los seguidores de Jesús, deberá distinguirse por el amor; ya que la guerra es sufrimiento y únicamente el amor, permite soportarla. No es arrogante ni aparatosa, no es altiva ni siquiera con los enemigos, a los que debe considerar con respeto y humanidad, una vez vencidos. No aseverará irreflexivamente, lo que no es de suyo cumplir.
La camaradería será serena, no se turbará por el riesgo y el miedo, sabe que el pavor es contagioso.
La camaradería será previsora en todo cuanto se refiere a sus camaradas, los tiene a todos por iguales y aplica una recíproca lealtad. Cumple su palabra, siempre obra bien, para evitar toda duda. Aparta el dolo para que haya amistad. Tiene fe y confianza, no abandona el respeto, base de toda relación humana, cumpliendo con leyes y reglamentos con una obediencia, fundada en el amor. Por tanto tendrá memoria, practicará lo que enseña, evitará las disputas infructuosas, buscará la paz, no se perturbará ni arredrará sino que arrostrará para la lucha, reafirmará la fe en la causa que se persigue y se entregará íntegramente al servicio. Salvaguardará la unión, la libertad y el amor.
Tendrá en prudente reserva, el secreto. No dañará al camarada en desgracia, informará con justicia sobre él; no le presumirá de culpable hasta que no se probara la culpa, no propagará el castigo desproporcionado, pondrá sus talentos particulares al servicio del bien común, concertará y colaborará equitativamente, no dará lugar al egoísmo personal, sino al justo reconocimiento del mérito ajeno. Será magnánima, se encomendará de los asuntos del compañero muerto y no abandonará su familia.
De todo esto, y de lo que se pueda agregar respecto de la camaradería, deseo poner en evidencia como modelo acabado de ella, al Sargento Mario Antonio Cisneros. Dado la brevedad del espacio asignado, me limitaré a relatar la culminación de la camaradería de de dicho suboficial, que lo confirmó en lo máximo que se puede hacer por amor, según Jesús de Nazareth: “dar la vida por los amigos”.
En la nueva asignación de rol de combate, conforme lo mencionado arriba, me desempeñé como apuntador de la ametralladora pesada y el Sargento pasó como auxiliar de la ametralladora, de la que él hasta ese momento, fue su apuntador.
En tanto, silencioso y concentrado en mi tarea, le hacía un meticuloso mantenimiento a la ametralladora, repentinamente, levanté mi mirada y me encontré con los ojos de Cisneros. El cual me observaba con detenimiento, los mismos estaban irritados y distantes, en otra dimensión. Súbitamente, sentí una fuerte percepción, intuí en sus ojos, su muerte. Entonces, desvié mansamente mi vista, tratando de disimular mis emociones, me aferré en mi tarea y mi mutismo. Una voz ronca y sombría rompió el silencio, que se prolongaba demasiado, solicitándome:
- Mi Teniente Primero, hasta ahora fui el apuntador de la ametralladora. Soy un buen tirador, la conozco bien... ¿Porqué no me permite que siga siendo el apuntador?
Le miré con ojos escudriñadores. Mientras tanto, recapacitaba en mi presentimiento y me preguntaba ¿Sería esta la forma de evitar su muerte? ¿Acaso soy un adivino? Jamás fui supersticioso. Si este cambio de rol me acarrearía, dar mi vida por la de él, que así sea. Me congratulo, alcanzaría el fin de todo cristiano: la confirmación en el amor. Por el contrario, no pasará de un simple augurio. Le respondí:
- Encuentro sus fundamentos muy lógicos, Sargento. Nada impide un cambio de roles entre ambos, pues lo importante es que la pieza cumpla con su función. Usted combatió con esta arma, sería petulante de mi parte, no aceptar sus motivos, que sea tal cual, lo solicita – simultáneamente, le alargué la pieza con firmeza y confianza en sus afanosas manos, el me agradeció, contestando:
- Gracias, mi Teniente Primero, nunca olvidará este gesto – Lo cual sería una profecía por parte del Sargento.
Así, pasó a continuar con la limpieza del arma, mecánicamente. En tanto yo, a llenar las bandas con proyectiles que circularían por la insaciable boca de fuego de la misma.
Concluí mi tarea, saqué pequeño devocionario, regalo de mi mujer, que era de su época de estudiante interna, en un instituto de monjas, llamado “Santa Bárbara “de la Provincia de Jujuy, la patrona de la artillería. Este, se refería en general a jaculatorias y en particular instruía aspectos sobre la Tercera persona de la Santísima Trinidad: el Espíritu Santo. Constantemente, tuve curiosidad por conocerle, encaminado por las enseñanzas de Cristo, que quién pecare contra Espíritu Santo, no tendrá perdón, teniendo en cuenta que esto provenía de su misericordia, era algo que no se podía ignorar.
Leí sus páginas concentrándome en el mismo, al descubrir sus bondades clamé al cielo, agitado por su comprensión:
-¡OH, Espíritu Santo, al presente, comienzo a descubrir tu devoción, no consientas que muera en esta despareja guerra, bajo la ley de la selva, sino bajo tu ley!...nunca le había rezado al Espíritu Santo.
Medité en la incertidumbre y la inconsistencia de los hombres, hoy estamos, mañana no, la tierra nos aguarda para cubrirnos, cada día más próximo. La muerte pasó como tinieblas sobre mi mente, no hay manera de apartarse de ella, tiene establecido el tiempo para los mortales, es inevitable. Adán la trajo al mundo y por los méritos del nuevo Adán, Cristo, desaparecerá. Así, tenemos que convivir con ella, hasta que nos toqué a nuestra puerta, en el tiempo establecido por la Divinidad.
La existencia es una perpetua lucha entre el bien y el mal, el ser o no ser. El conflicto está en la naturaleza misma del hombre, dividido por el pecado de su Creador, dentro de sí, de sus semejantes y de la creación, porque quiere el bien, pero obra el mal que no quiere, como nos enseña el Apóstol Pablo, con lo que arrastra la culpa, y de la soberbia, la envidia, la ira y las codicias que con sus enmarañadas tramas ambiciosas, generan los conflictos de los cuales surgen victoriosas: las iniquidades; que vuelven a provocar nuevos conflictos, como si obedeciera a la ley del magnetismo. Únicamente se le pone fin con la unión, la libertad y el amor. Mi reflexión, se distrajo por el eco emanado por un fusil al caer sobre el piso de cemento como un grito de protesta. Todos apuntamos nuestros ojos instintivamente, hacia el culpable, por tamaña afrenta al arma, la novia del soldado.
Durante mi niñez, viví en Catamarca, de algún modo conocía que el Sargento era de oriundo de esa provincia. Sin advertirlo, después de todos estos pensamientos míos y los suyos, que nos mantenían callados, conversamos sobre la belleza del paisaje de esa provincia y de nuestra niñez, cosa natural porque suele ser la época más feliz en nuestras vidas. La conversación se fue animando, pues ambos atenuamos los efectos de la añoranza, procurando encontrar motivos comunes para acrecentar nuestra unión, algo tan esencial. El recuerdo de la tierra en la que aconteció nuestra niñez, la logró plenamente. Jamás, creeré a las tendencias actuales que persiguen apresurar la salida de esta bella etapa de nuestras vidas en las que surge el temperamento, el carácter, la personalidad y una conducta moral, señalándola con rastros inalterables como la necesidad de vivir en el amor y la verdad que nos libera, según Cristo Jesús.
Basada en experiencias anteriores se planeó la emboscada y se la coordinó con apoyo de artillería, la que nos acompañaría en nuestra estancia en la boca del león. Nos fiábamos de nuestros artilleros y en su estrepitoso acompañamiento, el distante bramar de sus cañones. Pasada la mañana, los aprestos para la operación estaban listos. Embarcamos en los vehículos livianos y nos encaminamos hacia el monte Harriet, y desde éste al Tw Sister. Entretanto, nos aproximábamos a dichas elevaciones, fuimos batidos con intenso fuego de artillería enemiga procedente de Monte Kent y de artillería naval desde Bahía Agradable; un fuego cruzado, que batía todo el sector de las tropas argentinas, sin dejar espacio libre. El rugir de sus cañones, sin pausa, no proporcionaba respiro a las asediadas tropas en sus anegadas trincheras. Los proyectiles de sus cañones, obuses y morteros explotaban con espoleta instantánea o de retardo, cuando no eran las bombas racimos que explotaban en el aire. Esto permitía un fuego de ablande sin pausas. Estableciendo una permanente sensación de inseguridad y angustia a los desgastados y bisoños soldados de la posición defensiva argentina, que venían aguantando este bombardeo despiadado, desde hacía varios días con creciente resignación e impotencia, Desde Two Síster, pude divisar el Harriet, semejante a un volcán en erupción. Costaba distinguir su silueta, envuelto en nubes de polvareda. En la cresta de sus laderas, se hallaban las curtidas tropas del 4 de Infantería que soportaban el diluvio. Era el infierno instaurado por el humano linaje. Mi alerta ojeada, recorría de jalón en jalón, la infernal fiesta de fuegos artificiales. Preguntábame ¿Cuánto sufrimiento… dolor y muerte… estarían provocando sus artilleros contra estas expuestas tropas terrestres, agredidas por tierra, mar y aire? El sitio dónde nos hallábamos, asimismo, arreciaba dicho fuego. El humo y el fuerte hedor de lo explosivos, se elevaba al cielo infectando el espacio, a cada explosión vibraba la tierra, esparciendo barro a diestra y siniestra por el aire, creando lúgubres imágenes, con burbujas de escoria o sangre, lanzadas por la expulsión de un monte activo o un cuerpo cruelmente lacerado por el aire, teniendo como música de fondo, los estridentes estruendos del devastador fuego y fétido soplo de Eolo. La posición se iba ablandando con el transcurso del tiempo, las bajas crecían, las energías se agotaban y las fuerzas se desorganizaban: impedidos de comer y dormir, empapados, ateridos de frío y ninguna necesidad satisfecha, el deterioro crecía más y más, a cada instante, el colapso estaba próximo…
El propósito de los sajones con este exterminio metódico y feroz era muy claro, ahorrar torrentes de sangre británica, y a su vez producir cuencas de la misma en el linaje argentino, que en desparejo combate, estaba constantemente lista.
Dejamos en Tw Síster, un grupo de comunicaciones para establecer las mismas con la artillería, se emplearían equipos de reducido alcance y así retardar el poder de detección británico, que se hacía ostensible y sorprendente para la época. Su poder de guerra electrónica era abismal con respecto al nuestro, inclusive, se probaron armas novedosas y desconocidas para las fuerzas armadas argentinas, principalmente cohetes y mísiles, como si fuera un laboratorio, el teatro de operaciones.
La Compañía de Comandos 602, con unos comandos de Gendarmería Nacional asignados, se dirigió hacia el objetivo al oscurecer. Soplaba una helada brisa atlántica que con penetrante y persistente potencia, calaba hasta los huesos por su humedad. El cielo estaba alumbrado por una poderosa luna llena, se le percibía diáfano y vivamente añil, densamente poblado de estrellas que como racimos, se expandían e irradiaban el cosmos. El avance era muy lento, con la seguridad al máximo, estábamos al tanto que si nos descubrían, sería nuestro final; ya que nadie podría socorrernos, estábamos en la tierra sin dueño, en la que reina la discordia y lo inesperado en incierta confusión. Estábamos de la zona de acción del fuego de la artillería enemiga, no sufrimos bajas por su acción, más allá del peligro que ocasionaban los silbidos de los proyectiles y el estruendo de las explosiones. De este modo, arribamos al sitio elegido para desplegar la emboscada.
El lugar era un afloramiento rocoso que se destacaba sobre algunas de las estribaciones de Monte Kent, el que fue explorado por la punta de infantería. Sobre el mismo, se adoptó el dispositivo de una emboscada lineal, desplegado de izquierda a derecha, escalón seguridad anterior, escalón apoyo anterior, escalón asalto, escalón apoyo y seguridad posterior y detrás a más de 100 metros, el escalón protección y recibimiento.
Una vez ocupada sus respectivas posiciones, que los comandos la prepararon e inició la fase más agotadora de una emboscada, la espera. Durante el transcurso de la misma, se involucran en un juego de desgaste: el frío, la tensión, la inmovilidad y sus compañeros los calambres, el mutismo, el cansancio, el sueño, el apetito, la roña, el descuido, la angustia, la incertidumbre, el desconcierto, el miedo, la furia, la sensación de inutilidad y frustración. Todo esto pone a prueba la paciencia y aguante del soldado. En ella, uno tiene tiempo para recapacitar, tomar decisiones, recordar promesas, personas o sucesos.
Las horas pasaban con lentitud insoportable. Le revelé al Sargento a la luz de la luna, que tenía un pedazo de chocolate, al que trocé con sentido equitativo por la mitad, y le extendí una parte:
- Gracias, mi Teniente Primero- me agradeció con voz ronca por el prolongado silencio y continuó - le agradezco mucho, con la hambruna que tenemos de varios días sin comer, me parece muy admirable que comparta usted conmigo.
- Los comandos debemos ser como los mosqueteros, “uno para todos y todos para uno”, compartirlo con usted, me permite comer a mí también - le confesé, sonriendo y quitándole importancia al hecho.
- Aunque a Usted le parezca mentira, le tengo mucho aprecio, mi familia conoce la suya, son de buena semilla. Se lo digo de todo corazón, en estas circunstancias no caben las obsecuencias – dijo el sargento en tanto saboreaba goloso el chocolate.
- Le agradezco su sinceridad y nosotros compartimos nuestros sentimientos respecto de su familia. Sabemos que son hombres de palabra – comenté con complacencia.
- Nosotros al igual que ustedes, buscamos siempre la verdad. Usted me permitió que tenga la ametralladora, no se arrepentirá de habérmela dejado. Estoy muy contento por su generosidad – agregó el suboficial.
- Nosotros somos personas simples, estamos en peligro de muerte, aquí las cosas que tienen valor son las espirituales. No quisiera presentarme ante el Creador sorprendido en medio de mis mezquindades - contesté.
- Tiene razón, yo pienso de igual manera, lo único que me interesa es mantener aún a costa de mi vida, mis ideales de Dios, Patria y Familia. (Yo entonces, no sabía que el Sargento había escrito a su familia una última carta que confirma sus ideales y que los mantuvo hasta su muerte).
- Sargento, creo firmemente que estamos en este mundo para probar nuestro amor, mantener la verdad y la justicia, aún a costa del sufrimiento y sacrificio de nuestras vidas, porque la mentira está por todas partes con sus atracciones que nos arrastran por el suelo; pero cuando uno se encuentra en un lugar olvidado de Dios con un hombre que sé lo quilates que pesa, le llenan de fuerza para continuar la lucha. Ambos sabemos que las cosas no están bien. A pesar de ello, estoy dispuesto a dar todo de mí, cueste lo que cueste – respondí con firmeza.
-Mi Teniente Primero, esas últimas palabras me resultan familiares. Se las puse a mi familia en mi última carta - me interrumpió.
-Usted es famoso por su perseverancia y fidelidad a sus principios, por eso le dicen “El Perro”. Sé que esta noche no será fácil para nosotros... pero también sé que tanto la vida actual como la muerte, no tienen sentido, si no creemos en la resurrección, donde los que compartimos nuestros ideales cristianos, nos volveremos a ver. Allí, separados de nuestras imperfecciones y corrupciones, harán que las cruces y pesares de esta vida, valgan la pena soportarlos – le declaré con convicción.
- ¡En la resurrección, nos veremos mi Teniente Primero! – respondió él con convicción y confianza.
-¡En el encuentro con la Divinidad! - tras una pausa, agregué -¡Se siente mucho frío! Yo tuve una experiencia muy desagradable en la cordillera de Los Andes, me siento acalambrado, allí aprendí que la unión hace la fuerza ¿Porqué no nos juntamos espalda contra espalda, conforme nuestros sectores de fuego ( él miraba hacia la izquierda y yo hacia la derecha), de este modo permaneceremos en mejores condiciones para enfrentar al enemigo? – le consulté.
- Estoy de acuerdo mi Teniente Primero – fue su respuesta.
Más tarde guardamos silencio, ensimismados en nuestros pensamientos. Transcurrieron varias horas. Pasada la medianoche, se silenció el fuego de los cañones enemigos, surgió una quietud horrenda, como augurio de la tempestad que se aproximaba, un silencio que por si mismo, habla, como el de Tomás Moro al ser acusado por el infame tribunal que lo condenó, advirtiendo que algo nefasto va a sobrevenir.
Tenía la práctica de haber estado en varias emboscadas, que todo era un asunto de paciencia y no echar un vistazo al reloj, estábamos al tanto de que el enemigo aparecería y atacaría en cualquier momento: el más inesperado. Llenos de incertidumbre, las incógnitas se acumulaban en mi imaginación, pensé que los misterios no debían conmoverme y recuperé la paz, asediado por una situación inverosímil, oscura y rodeada de peligros que coaccionaban lo más preciado que tienen los seres: la vida. La oscuridad y el terreno, concedían grandes ventajas y no limitaban a la tecnología, aumentando marcadamente, la aptitud del enemigo, constituyéndose en sus mejores aliados.
De improviso, vi encenderse en el cielo unas luces fulgurantes que alumbraban la zona de combate, eran las bengalas lanzadas por el antagonista, para señalar los objetivos de su aciago fuego de artillería, que desgarró el silencio de la noche. Un abrumador fuego hostil, se vertió como una cascada por centésima vez, sobre las posiciones defensivas. Desde el lugar que nos encontrábamos, observábamos los destellos de las bocas de sus cañones, infausta señal luminosa y lúdica de la partida de sus impetuosos proyectiles que hendían el aire con su característico chiflido, para caer en tierra, ávidos de sangre; estas explosiones, propagaron su mensaje de metralla, muerte y dolor. El fuego duró un largo tiempo, tras el cuál, de nuevo retornó el penoso silencio. El frío nos estaba afligiendo cada vez más, ateridos, entumecidos los pies y las manos doloridas por el contacto con el congelado acero de las armas, cuya piel se pegaba al metal.
El enemigo surgió, buscándonos, moviéndose hacia la zona de muerte de nuestra emboscada: el lazo mortal de la trampa. Los ingleses con su fuerzas de elite, pertenecientes al Regimiento 22 del SAS.( Special Air Service) se hacían presentes en el combate. Ya su aparición, había sido señalada por el escalón seguridad de las propias fuerzas. Quienes, en tanto alertaban sobre su presencia, dejaron pasar la vanguardia británica, compuesta por más o menos diez comandos. Lo que revelaba que se trataba de una fuerza compuesta por alrededor de treinta comandos. Nosotros estábamos atentos al ingreso del grueso a la zona de muerte. Por esas cosas de la guerra, la voz de alerta, no llegó al escalón apoyo que integrábamos Cisneros y yo.
Repentinamente, sentí que la espalda y el cuerpo del sargento se volvieron tensos, giré la cabeza hacia él, sorprendido para averiguar el motivo de tal tensión... cuándo éste abrió el fuego con la MAG.; la respuesta del enemigo fue instantánea, lanzando un cohete L.A.W. 66 mm, que le dio de lleno a la ametralladora y al Sargento Cisneros, matándole y destruyendo el arma; a mí, la onda expansiva me levanto por el aire, cayendo pesadamente sobre las rocas, perturbado. Me recuperé rápidamente y le pregunté, presintiendo su respuesta:
- ¿Qué te pasa hermano?- No hubo respuesta…
Le di vuelta, tomándole con mis dos manos. Comprobé incrédulo que estaba fallecido, con los ojos abiertos, mirando fijamente, sin ver el imperecedero cielo, quise agarrar la ametralladora, pero vi que estaba arruinada. La pieza más grande que quedaba era un pedazo de culata, algunas partes de la armadura y ciertos tramos de la banda con municiones. En esos instantes, escuché voces bajas, aunque nerviosas en inglés, que parecían un cuchicheo, porque para mí, fueron ambiguas sus palabras, aunque no su tono maligno…
Mi cabeza, repentinamente, percibió con lucidez, lo grave de la situación en que me encontraba, me dije: - ¡Estoy perdido! ¡Desarmado, me tendré que rendir! – me respondí - ¡ No, eso nunca! Empleando un viejo engaño, me fingí muerto, dejándome caer por detrás de Cisneros, quedé tendido cuan largo era sobre las rocas, boca abajo, girando lentamente mi cabeza hacia mi compañero, quien yacía con sus ojos inmóviles, hacia el infinito. Exhibía una enorme herida en su tórax y sus cargadores, emergían de sus estuches. Apoyé mis narices sobre su espalda, que estaba tibia aún, sentí el olor de su sangre y transpiración, mi mano derecha quedó apoyada en el piso, levanté el hombro y mi codo doblado. Mis ojos estaban abiertos, sin pestañar, tal cual vi, los ojos del Suboficial. La luna llena permitía, divisar punto por punto, el escenario de la tragedia, que se desentrañaba, ante mis ofuscados ojos: ¡Invoqué al Señor y mi grito llegó hasta sus oídos! ¡Líbrame de todo mal, no temeré ningún mal porque Tú estas conmigo! – del Libro de los Salmos.
Mis sentidos estaban tan alerta que mi propia respiración me ensordecía; hasta podía oler, la proximidad de los agresores. Estos se aproximaron muy lentamente en forma agazapada, como sospechando una trampa, al parecer habían visto alguno de mis movimientos. Uno de los cuales, se paró frente a Cisneros y otro, detrás de mí. Contuve la respiración, porque me aturdía. El primero, abrió fuego con una corta ráfaga sobre Cisneros, dilapidando munición y mancillando su cadáver, porque ya estaba muerto. Simultáneamente, se sacudía con los proyectiles mi verdadero camarada, los que trituraban la carne de su destrozado cuerpo; el segundo se acomodó para disparar. Estaba tocándome el pie derecho, pensé: ¡No se tragaron el señuelo! - Tiró una larga ráfaga con su fusil, ardiente y mortífera, como furiosa cobra.
En esos momentos, mi espíritu sufrió una rarísima experiencia. Fue, como si me arrastraran al más allá, en instantes pasó la película de mi vida, desde el vientre de mi madre hasta el tiempo en que me encontraba. En tanto que los pedazos de las rocas, taladraban mi cara, como puñados de arena lanzados por un gigante. Luego, un túnel luminoso, me condujo hacia una portentosa luz, que no me cegaba, sino que sentía un gran alivio, una gozosa alegría. Mi alma colmada de animación, fue una felicidad desconocida, infinita.
El comando inglés añadió al remate, la ofensa. Insultándome, me golpeo con una patada en el muslo derecho, girándome por el impulso y extendiéndome ante sus ojos, cual cuerpo exangüe. El agravio y el golpazo, me arrancaron de mi arrobamiento, por así decirlo. En aquel momento, vi que eran ocho o nueve. Me parecían, desde donde veía sus pies, enormes y amenazadores; tal como imaginó, Don Quijote de la Mancha en su locura, a los molinos de viento. Escuché entonces, gritos afligidos que lo llamaban al Sargento: ¡Cisneros! ¡Cisneros! Como si hubieran tenido premoniciones sobre los sucesos. Algunos británicos, le respondieron, con tono de burla, repitiendo el apellido del Sargento.
Al mismo tiempo que sucedían estos luctuosos hechos, el grueso de la fuerza inglesa, entró a la zona de muerte, buscando apoyar su vanguardia, que ultrajaba los muertos y remataba los heridos, fragantes violadores de la Convención de Ginebra, cayendo en la trampa.
Se desató el combate con la furia de un volcán, que insaciable, persigue la ruina de todo lo que encuentra a su paso, prepotente y ávido, quiere lastimar a cuanto se le pone al alcance de su impetuoso empuje. Era la guerra, ambas fuerzas desarrollaron una resistencia firme y tenaz. El fuego, las voces de mando, los gritos de dolor, las explosiones, el desconcierto y demás armas con mortales ráfagas, cual asesinos del averno con precisión mortal. Vomitaban sus escandalosos fuegos sin acabar, sicarios de la muerte iban y venían. Infausta comunicación que reemplaza la palabra, como medio inteligente, legítimo y propio de los hombres, a pesar que muchos en su miseria, prefieren el lenguaje de la espada.
El terreno elegido para la celada resultaba muy favorecedor para el atacante en razón de que le proporcionaba abundantes cubiertas en oposición al de los emboscados. Ante tan desesperante situación, los ingleses que se encontraban conmigo y ya habían roto el cerco; en lugar de continuar con su contraemboscada, cometieron el gravísimo error, de darme la espalda y bajar hacia la zona de muerte, en un intento desesperado de ayudar a sus camaradas, encolumnados muy cerca uno del otro. Como les estaba mirando lleno de furor, pues al golpearme y hacerme dar vuelta hacia ellos y cambiar de posición, yo había localizado el sitio, donde había caído mi fusil, acariciándolo con mi vista.
Con un importante esfuerzo, logré incorporarme de un salto. Ya que me sentía como encadenado a las rocas, eran los miedos, que al vencerlos, renovaron mi ánimo con euforia, y tomando el fusil, me alenté, diciendo: ¡Esta es la mía!¡Ahora o nunca!
Les abrí el fuego goloso en automático, amarrándoles por la retaguardia, se tiraron cuerpo a tierra, agoté impetuoso el primer cargador de mi fusil. Después tomé otro cargador del chaleco de Cisneros, mojado con su viril sangre, que deseaba justicia desde las rocas al trono celestial, lo cambié con rapidez, y disparándole, pero esta vez a repetición, haciendo mejor puntería y siendo más preciso. Nadie, respondió mi fuego, lo que me asombró. Tras los disparos vertiginosamente, sentí como un despellejárseme el cuello, el hombro, la espalda y la cabeza. Sentí que ardientes puñales se ensartaban y quemaban mi cabeza, cuello, hombro y espaldas. Caí arrodillado del dolor, mientras tibios chorros de sangre, corrían por mi nuca, pecho y dorso. Las heridas me ardían y quemaban, me dije:
- ¡Carajo! ¡Estoy hecho un colador!
En consecuencia, el cohete me hirió en la cabeza con varias esquirlas, y en el remate, el comando inglés había disparado una larga ráfaga, el primero pegó en el Rosario que tenía en colgado al cuello, ingresó a mi cuerpo a la altura del omóplato derecho, el cual siguió arrancándome la carne que cubre la columna vertebral, y quedó apareciéndose por debajo del trapecio izquierdo, casi en la base del cuello, trazando un cauce profundo, de catorce cm. de largo, por tres de ancho y en la salida una grave quemadura de seis cm de diámetro. El proyectil, era trazante luminoso, lo que disminuyó el flujo de sangre de la hemorragia que se derramaba de tales heridas. El resto de la ráfaga, pasó próxima a mi hombro y cabeza, por subírsele el fusil como consecuencia del tiro en automático, provocando lluvia de trozos de piedra al rebotar los disparos en la roca, que azotaron mi rostro…
Aquí me detengo en el relato, pues el objeto del mismo es la camaradería del Sargento Mario Antonio Cisneros, que a modo de un moderno Sargento Cabral, dio la vida por su camarada, un oficial casi desconocido para él, pero como dijo Napoleón : “nadie hermana más que los sacerdotes y los soldados”. Llenándose de gloria y cumpliendo con el nuevo mandamiento de Jesucristo:
“Este es mi precepto: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor mayor que este de dar la vida por sus amigos.”Jn 15, 12 – 13.
FIRMADO MY R JORGE MANUEL VIZOSO POSSE