En la que fue la primera batalla de la II GM, un pequeño grupo de soldados logró defender durante una semana el avance del poderío militar de Hitler
Westerplatte, una pequeña estación portuaria ubicada al norte de Polonia. Este fue el escenario en el que 200 soldados polacos lograron detener durante una semana al poderoso ejército alemán que, para desesperación de Hitler, vio durante algunos días como su maquinaria de guerra era drásticamente detenida
Esta valerosa resistencia no sólo significó el inicio de las hostilidades del régimen de Adolf Hitler contra Polonia, sino que, para algunos autores como Steven J. Zaloga, es considerada como la primera batalla de la Segunda Guerra Mundial. En ella, los alemanes aprendieron que, aunque su tecnología y sus tácticas militares eran superiores a las del resto de Europa, el valor también podía decantar una contienda.
Los inicios
La península de Westerplatte no fue seleccionada de forma aleatoria para comenzar la invasión nazi. De hecho, su conquista era de vital importancia, pues era una de las pocas salidas al mar con las que contaba Polonia y su capitulación significaba la imposibilidad del enemigo de responder por mar a los ataques alemanes.
El primer día los alemanes perdieron 82 hombres
El enclave, por lo tanto, tenía para los polacos un gran valor estratégico a pesar de que únicamente ocupaba un pequeño trozo del país: 75 kilómetros de la bahía de Danzing. Este territorio, que había sido entregado a Polonia tras la Primera Guerra Mundial, no disponía sin embargo de un gran contingente militar, pues una de las condiciones para su cesión fue que no se enviaran al lugar más de 88 soldados.
«Según el Tratado de Versalles, Danzig (Gdansk) era una ciudad-estado libre bajo la protección de la Sociedad de Naciones, donde Polonia tenía una oficina de correos, derechos portuarios especiales y, a partir de 1924, derecho a mantener un arsenal “protegido”. El lugar donde estaba guardado el arsenal (…) era la pequeña península de Westerplatte», determina el Dr. Chris Mann (como editor general) en el libro «Grandes batallas de la Segunda Guerra Mundial».
Malas relaciones con Alemania
Antes incluso de la invasión nazi, las relaciones entre Polonia y Alemania ya estaban bastante deterioradas. Por ello, a principios de 1939, y a pesar del pacto de no agresión que existía entre ambos países desde 1934, los polacos decidieron secretamente aumentar las defensas de Westerplatte sabedores de su importancia estratégica.
Así, y tras la subida de Hitler al poder, el pequeño arsenal semifortificado de la Península de Westerplatte pasó a contar con seis nuevos búnkeres y siete puestos de campaña más. A su vez, el contingente inicial de 88 soldados fue aumentado hasta 210 (27 de ellos reservistas civiles) al mando del comandante Henryk Sucharski. No obstante, la realidad es que, a pesar de estas mejoras, el emplazamiento no era más que una fortaleza menor.
A su vez, las fuerzas seguían siendo escasas para resistir un ataque a gran escala. Por ello, se estableció que la función de la guarnición sería aguatar unas largas 12 horas hasta que llegaran refuerzos. «Los polacos contaban con un cañón de campaña de 75 mm, dos cañones antitanque de 37 mm, cuatro morteros y varias ametralladoras medianas, pero carecían de auténticas fortificaciones», explica Mann.
El engaño alemán
Mientras los polacos planteaban su defensa, los alemanes, por su parte, establecían el plan de ataque. En primer lugar, determinaron que lo fundamental era acercarse lo más posible a Westerplatte por mar para bombardear con uno de sus acorazados la pequeña fortaleza polaca. Para ello idearon una curiosa estratagema. Concretamente, pidieron permiso a Polonia para anclar un barco cerca del fortín alegando una «visita de cortesía».
Finalmente, el hambre y la sed pudieron con los defensores
Planteada la estrategia, ya sólo faltaba seleccionar el buque que comenzaría el ataque. El acorazado seleccionado fue el SMS Schleswig-Holstein, un viejo barco de entrenamiento construido entre 1905 y 1908 y armado con nada menos que 22 cañones. A su vez, se reforzó su tripulación con 225 infantes de Marina con órdenes de desembarcar y atacar si fuera necesario.
Además, al buque le acompañarían por tierra unos 1.275 soldados de las SS bajo el mando del general de la policía Friedrich Eberhardt. En total, los poco más de 200 defensores se debían enfrentar a 1.500 nazis, una fuerza que les superaba ampliamente. No obstante, su tenacidad les mantendría firmes durante una semana.
Comienza la batalla
«A las 04:45 h, a.m, del 1 de septiembre (de 1939) el Schleswig-Holstein se puso en zafarrancho de combate y comenzó el bombardeo con toda la potencia de fuego de sus cañones (…). En los 8 minutos siguientes caerían sobre los muros exteriores de la débil fortificación polaca 8 proyectiles de 280 mm, 59 de 155 y 600 de 20, con la intención de abrir alguna brecha que allanase el camino de los infantes», explican por su parte Miguel del Rey y Carlos Canales en su libro «Blitzkrieg», editado por «Edaf».
No sólo había comenzado una batalla aislada, sino que los cañones del acorazado dieron el pistoletazo de salida a la Segunda Guerra Mundial. Y es que, a la vez que comenzaba el asalto sobre Westerplatte, las tropas nazis iniciaban la invasión masiva de Polonia, la llamada «Operación Blanco».
En principio, las cosas no pudieron marchar mejor para el ejército nazi, ya que, después de que cesara el fuego, tres pelotones de infantería alemana se lanzaron hacia la fortaleza de Westerplatte. De hecho, uno de ellos logró volar la entrada exterior que permitía atravesar el puente natural que llevaba hasta la fortaleza. «Al intentar cruzarlo, encontraron una resistencia infranqueable. El fuego de cañón (…), centrado sobre el pelotón de ingenieros, los detuvo nada más avanzar 500 metros, lo mismo que al resto de la infantería», determinan los autores españoles en el texto.
Pero no fue todo pues, animados por la férrea defensa que habían planteado, los escasos polacos se abalanzaron sobre varios nidos de ametralladoras alemanas e intentaron acabar con el puesto de mando establecido por el enemigo detrás de uno de los primeros muros derruidos del fuerte.
Así, y aunque los polacos también se vieron obligados a retirarse y protegerse en la fortaleza, al final del día la situación era inmejorable para ellos. «La lucha había costado a los alemanes 82 bajas, y Westerplatte seguía resistiendo. El único consuelo para los alemanes era que habían masacrado a los defensores polacos de la oficina de correos (…). Por lo demás, el ataque contra Westerplatte había sido un absoluto fracaso», explica Mann.
Días posteriores: la aviación asesina
Los días posteriores quedaron marcados por la desmotivación del ejército alemán, que veía como 200 hombres podían detener a las poderosas fuerzas de Hitler. No obstante, el miedo a perder más hombres y la osadía de los defensores provocó que decidieran esperar el apoyo de la Luftwaffe (la fuerza aérea nazi) antes de llevar a cabo más asaltos.
Los polacos sufrieron sólo 15 bajas
«El día 2, la Luftwaffe pudo despegar, y una ola devastadora de fuego se abatió sobre Polonia. También sobre Westerplatte, que esa tarde, tras bombardearla sin oposición alguna, mató a ocho de los defensores y destruyó el búnker número 5, la emisora de radio, las bombas de los depósitos de agua, los morteros y los antitanques», afirman Canales y del Rey.
Las jornadas posteriores se sucedieron sin novedades, pues varios ataques alemanes fueron frustrados por los polacos, cada vez con una mayor necesidad de agua y víveres. De hecho, se cree que Sucharski tuvo un momento de flaqueza el día 5 cuando, momentáneamente, sugirió la posibilidad de rendir el fuerte. Sin embargo, pronto apartó esa idea de la cabeza.
En aquellos momentos, la situación era crítica para ambos bandos. Para los polacos, por su falta de alimento (los víveres de reserva ya habían tocado a su fin). Mientras, Hitler seguía desesperándose ante la imposibilidad de tomar una pequeña fortaleza que pensaba haber conquistado con extrema celeridad.
Una descabellada idea alemana
Ante la desesperación, el ejército alemán se planteó el día 6 una descabellada idea. Concretamente, decidieron que lanzarían un tren camicace contra las defensas de la fortaleza para abrir una brecha por la que pudiera pasar la infantería. «A las 03.00 (…) los alemanes enviaron un tren en llamas contra el puente natural, pero el aterrorizado maquinista lo desacopló demasiado pronto y no logró alcanzar la cisterna de aceite que había dentro del perímetro polaco. Si hubiera tenido éxito, se habría destruido la cobertura para los defensores», se afirma en «Grandes Batallas de la Segunda Guerra Mundial.
A su vez, y según plantea el autor, este plan se volvió contra los propios alemanes, pues, «los vagones ardiendo dejaron un campo de tiro perfecto y los alemanes sufrieron numerosas bajas». Al parecer, la suerte no estaba de parte del nazismo en Westerplatte.
La rendición polaca
Sin embargo, y a pesar de la tenacidad de los defensores, finalmente el hambre hizo mella en sus fuerzas. «Tras seis días de ser machadas sin descanso sus posiciones (…) repeliendo continuos asaltos, la situación de los defensores de la Westerplatte , sin agua, y con los heridos hacinados en los barracones, era ya insostenible», determinan por su parte los autores españoles.
Finalmente, a las diez menos cuarto de la mañana, Sucharski no pudo hacer nada más que alzar la bandera blanca en señal de rendición. Habían resistido todo tipo de ataques y, al final, habían caído derrotados por el hambre y la sed. No obstante, y en lo que se cree que fue una señal de respeto, los soldados nazis se cuadraron ante la salida de los polacos.
La victoria, sin embargo, costó cara a los alemanes, cuyas bajas fueron de entre 100 y 200 (con otro centenar de heridos). Mientras, los defensores perdieron unos escasos 15 soldados, aunque sí fueron heridos más de 50. A pesar de todo, y para desgracia de Polonia, el caso de Westerplatte fue aislado, pues el país cayó ante los nazis ofreciendo una escasa resistencia.
abc.es
Westerplatte, una pequeña estación portuaria ubicada al norte de Polonia. Este fue el escenario en el que 200 soldados polacos lograron detener durante una semana al poderoso ejército alemán que, para desesperación de Hitler, vio durante algunos días como su maquinaria de guerra era drásticamente detenida
Esta valerosa resistencia no sólo significó el inicio de las hostilidades del régimen de Adolf Hitler contra Polonia, sino que, para algunos autores como Steven J. Zaloga, es considerada como la primera batalla de la Segunda Guerra Mundial. En ella, los alemanes aprendieron que, aunque su tecnología y sus tácticas militares eran superiores a las del resto de Europa, el valor también podía decantar una contienda.
Los inicios
La península de Westerplatte no fue seleccionada de forma aleatoria para comenzar la invasión nazi. De hecho, su conquista era de vital importancia, pues era una de las pocas salidas al mar con las que contaba Polonia y su capitulación significaba la imposibilidad del enemigo de responder por mar a los ataques alemanes.
El primer día los alemanes perdieron 82 hombres
El enclave, por lo tanto, tenía para los polacos un gran valor estratégico a pesar de que únicamente ocupaba un pequeño trozo del país: 75 kilómetros de la bahía de Danzing. Este territorio, que había sido entregado a Polonia tras la Primera Guerra Mundial, no disponía sin embargo de un gran contingente militar, pues una de las condiciones para su cesión fue que no se enviaran al lugar más de 88 soldados.
«Según el Tratado de Versalles, Danzig (Gdansk) era una ciudad-estado libre bajo la protección de la Sociedad de Naciones, donde Polonia tenía una oficina de correos, derechos portuarios especiales y, a partir de 1924, derecho a mantener un arsenal “protegido”. El lugar donde estaba guardado el arsenal (…) era la pequeña península de Westerplatte», determina el Dr. Chris Mann (como editor general) en el libro «Grandes batallas de la Segunda Guerra Mundial».
Malas relaciones con Alemania
Antes incluso de la invasión nazi, las relaciones entre Polonia y Alemania ya estaban bastante deterioradas. Por ello, a principios de 1939, y a pesar del pacto de no agresión que existía entre ambos países desde 1934, los polacos decidieron secretamente aumentar las defensas de Westerplatte sabedores de su importancia estratégica.
Así, y tras la subida de Hitler al poder, el pequeño arsenal semifortificado de la Península de Westerplatte pasó a contar con seis nuevos búnkeres y siete puestos de campaña más. A su vez, el contingente inicial de 88 soldados fue aumentado hasta 210 (27 de ellos reservistas civiles) al mando del comandante Henryk Sucharski. No obstante, la realidad es que, a pesar de estas mejoras, el emplazamiento no era más que una fortaleza menor.
A su vez, las fuerzas seguían siendo escasas para resistir un ataque a gran escala. Por ello, se estableció que la función de la guarnición sería aguatar unas largas 12 horas hasta que llegaran refuerzos. «Los polacos contaban con un cañón de campaña de 75 mm, dos cañones antitanque de 37 mm, cuatro morteros y varias ametralladoras medianas, pero carecían de auténticas fortificaciones», explica Mann.
El engaño alemán
Mientras los polacos planteaban su defensa, los alemanes, por su parte, establecían el plan de ataque. En primer lugar, determinaron que lo fundamental era acercarse lo más posible a Westerplatte por mar para bombardear con uno de sus acorazados la pequeña fortaleza polaca. Para ello idearon una curiosa estratagema. Concretamente, pidieron permiso a Polonia para anclar un barco cerca del fortín alegando una «visita de cortesía».
Finalmente, el hambre y la sed pudieron con los defensores
Planteada la estrategia, ya sólo faltaba seleccionar el buque que comenzaría el ataque. El acorazado seleccionado fue el SMS Schleswig-Holstein, un viejo barco de entrenamiento construido entre 1905 y 1908 y armado con nada menos que 22 cañones. A su vez, se reforzó su tripulación con 225 infantes de Marina con órdenes de desembarcar y atacar si fuera necesario.
Además, al buque le acompañarían por tierra unos 1.275 soldados de las SS bajo el mando del general de la policía Friedrich Eberhardt. En total, los poco más de 200 defensores se debían enfrentar a 1.500 nazis, una fuerza que les superaba ampliamente. No obstante, su tenacidad les mantendría firmes durante una semana.
Comienza la batalla
«A las 04:45 h, a.m, del 1 de septiembre (de 1939) el Schleswig-Holstein se puso en zafarrancho de combate y comenzó el bombardeo con toda la potencia de fuego de sus cañones (…). En los 8 minutos siguientes caerían sobre los muros exteriores de la débil fortificación polaca 8 proyectiles de 280 mm, 59 de 155 y 600 de 20, con la intención de abrir alguna brecha que allanase el camino de los infantes», explican por su parte Miguel del Rey y Carlos Canales en su libro «Blitzkrieg», editado por «Edaf».
No sólo había comenzado una batalla aislada, sino que los cañones del acorazado dieron el pistoletazo de salida a la Segunda Guerra Mundial. Y es que, a la vez que comenzaba el asalto sobre Westerplatte, las tropas nazis iniciaban la invasión masiva de Polonia, la llamada «Operación Blanco».
En principio, las cosas no pudieron marchar mejor para el ejército nazi, ya que, después de que cesara el fuego, tres pelotones de infantería alemana se lanzaron hacia la fortaleza de Westerplatte. De hecho, uno de ellos logró volar la entrada exterior que permitía atravesar el puente natural que llevaba hasta la fortaleza. «Al intentar cruzarlo, encontraron una resistencia infranqueable. El fuego de cañón (…), centrado sobre el pelotón de ingenieros, los detuvo nada más avanzar 500 metros, lo mismo que al resto de la infantería», determinan los autores españoles en el texto.
Pero no fue todo pues, animados por la férrea defensa que habían planteado, los escasos polacos se abalanzaron sobre varios nidos de ametralladoras alemanas e intentaron acabar con el puesto de mando establecido por el enemigo detrás de uno de los primeros muros derruidos del fuerte.
Así, y aunque los polacos también se vieron obligados a retirarse y protegerse en la fortaleza, al final del día la situación era inmejorable para ellos. «La lucha había costado a los alemanes 82 bajas, y Westerplatte seguía resistiendo. El único consuelo para los alemanes era que habían masacrado a los defensores polacos de la oficina de correos (…). Por lo demás, el ataque contra Westerplatte había sido un absoluto fracaso», explica Mann.
Días posteriores: la aviación asesina
Los días posteriores quedaron marcados por la desmotivación del ejército alemán, que veía como 200 hombres podían detener a las poderosas fuerzas de Hitler. No obstante, el miedo a perder más hombres y la osadía de los defensores provocó que decidieran esperar el apoyo de la Luftwaffe (la fuerza aérea nazi) antes de llevar a cabo más asaltos.
Los polacos sufrieron sólo 15 bajas
«El día 2, la Luftwaffe pudo despegar, y una ola devastadora de fuego se abatió sobre Polonia. También sobre Westerplatte, que esa tarde, tras bombardearla sin oposición alguna, mató a ocho de los defensores y destruyó el búnker número 5, la emisora de radio, las bombas de los depósitos de agua, los morteros y los antitanques», afirman Canales y del Rey.
Las jornadas posteriores se sucedieron sin novedades, pues varios ataques alemanes fueron frustrados por los polacos, cada vez con una mayor necesidad de agua y víveres. De hecho, se cree que Sucharski tuvo un momento de flaqueza el día 5 cuando, momentáneamente, sugirió la posibilidad de rendir el fuerte. Sin embargo, pronto apartó esa idea de la cabeza.
En aquellos momentos, la situación era crítica para ambos bandos. Para los polacos, por su falta de alimento (los víveres de reserva ya habían tocado a su fin). Mientras, Hitler seguía desesperándose ante la imposibilidad de tomar una pequeña fortaleza que pensaba haber conquistado con extrema celeridad.
Una descabellada idea alemana
Ante la desesperación, el ejército alemán se planteó el día 6 una descabellada idea. Concretamente, decidieron que lanzarían un tren camicace contra las defensas de la fortaleza para abrir una brecha por la que pudiera pasar la infantería. «A las 03.00 (…) los alemanes enviaron un tren en llamas contra el puente natural, pero el aterrorizado maquinista lo desacopló demasiado pronto y no logró alcanzar la cisterna de aceite que había dentro del perímetro polaco. Si hubiera tenido éxito, se habría destruido la cobertura para los defensores», se afirma en «Grandes Batallas de la Segunda Guerra Mundial.
A su vez, y según plantea el autor, este plan se volvió contra los propios alemanes, pues, «los vagones ardiendo dejaron un campo de tiro perfecto y los alemanes sufrieron numerosas bajas». Al parecer, la suerte no estaba de parte del nazismo en Westerplatte.
La rendición polaca
Sin embargo, y a pesar de la tenacidad de los defensores, finalmente el hambre hizo mella en sus fuerzas. «Tras seis días de ser machadas sin descanso sus posiciones (…) repeliendo continuos asaltos, la situación de los defensores de la Westerplatte , sin agua, y con los heridos hacinados en los barracones, era ya insostenible», determinan por su parte los autores españoles.
Finalmente, a las diez menos cuarto de la mañana, Sucharski no pudo hacer nada más que alzar la bandera blanca en señal de rendición. Habían resistido todo tipo de ataques y, al final, habían caído derrotados por el hambre y la sed. No obstante, y en lo que se cree que fue una señal de respeto, los soldados nazis se cuadraron ante la salida de los polacos.
La victoria, sin embargo, costó cara a los alemanes, cuyas bajas fueron de entre 100 y 200 (con otro centenar de heridos). Mientras, los defensores perdieron unos escasos 15 soldados, aunque sí fueron heridos más de 50. A pesar de todo, y para desgracia de Polonia, el caso de Westerplatte fue aislado, pues el país cayó ante los nazis ofreciendo una escasa resistencia.
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