La verdadera historia de “El Avión del Camping”
Puerto San Julián es un pequeño pueblo costero de la provincia de Santa Cruz.
Esta joven comunidad, nació como consecuencia del desarrollo ganadero de la Patagonia en los albores del siglo XX.
Como en la mayoría de los pueblos del interior argentino, sus niños crecieron con la invalorable posibilidad de desarrollar sus juegos y entretenimientos al aire libre; la pelota, la mancha o la escondida utilizaban como escenografía a todo un casco urbano que oficiaba de espaciosa y segura guardería.
Plazas, parques, baldíos y las mismas calles albergaban a los más aguerridos partidos de fútbol que se pudieran imaginar.
Uno de esos lugares comunes de divertimento era el Camping Municipal; un gran espacio verde emplazado al margen de la bahía que contaba con una canchita de fútbol, árboles para trepar, toboganes, areneros, sube y baja y... un avión de guerra!
Si, un avión de verdad.
Durante décadas, ese avión permaneció en ese lugar, inmóvil, sin que alguno de los niños, que en El imaginaron mil batallas, se preguntaran que hacía ahí.
Se trata de un avión North American T-28 Trojan, aeronave de entrenamiento y avanzado y ataque liviano que la Armada Argentina había adquirido a Estados Unidos a mediados de la década del 60
La historia urbana del “Avión del Camping” tenía miles de aristas, tan fantásticas como increíbles. Con el paso de los años, los visitantes y hasta mucho de los vecinos, comenzaron a relacionar a ese avión como un rezago de la Guerra de Malvinas, en la cual San Julián había tenido un rol estratégico preponderante.
Pero, cual sería la verdadera historia de ese avión?
DONDE ESTÁ EL PILOTO?
Alejandro Francisco tiene 67 años, es hijo de un piloto aeronaval por lo que su infancia se desarrolló en diferentes bases navales del país. Aprendió a andar en su bicicleta en pistas de aterrizajes y, al igual que los niños de San Julián, muchos de sus juegos de guerra se desarrollaban en las cabinas de aviones de combates de verdad.
Hasta los primeros años de su adolescencia Francisco no había desarrollado su vocación por la carrera militar. Fue recién promediando sus estudios secundarios cuando, según el propio Francisco “...todo lo vivido y absorbido en mi infancia se ve que me hizo un click y decidí ingresar a la escuela de Aviación Naval buscando formar parte del grupo de Pilotos de Ataque de la Armada Argentina”.
La Escuela de Aviación Naval de la Armada de la República Argentina era una prestigiosa institución de la cual solo egresaban los mejores, habida cuenta que el parque de aviones de la Marina era mucho más acotado que el de la Fuerza Aérea.
Esto representaba una gran apuesta ya que solo el 20% de los egresados de la Escuela podían alcanzar el objetivo de se Aviador Naval de Ataque, siendo el resto destinados como helicopteristas, tripulantes de aviones antisubmarinos, de transportes, de búsqueda y rescate o como parte de la dotación de buques de guerra.
Francisco egresa con muy buen promedio de la escuela de Aviación Naval a principios del año 1970 y de inmediato fue destinado a la SEGUNDA ESCUADRILLA DE ATAQUE en donde realizó el adiestramiento de amerizaje en portaaviones y entrenamiento en utilización de diferentes armamentos.
ACCIDENTE EN SAN JULIÁN
El día 30 de Noviembre de 1970, cuando el entonces Teniente de Corbeta Alejandro Francisco de tan solo 22 años, se disponía a terminar su primer año como piloto aeronaval, surge una comisión para que una escuadrilla compuesta por tres T-28 volara desde la base “Cmte. Espora” (Bahía Blanca) hasta la ciudad de Río Gallegos, lugar donde se reunirían con el resto de la escuadrilla, se reabastecerían y llegarían hasta el portaaviones “25 de Mayo” que se encontraba realizando maniobras en el Atlántico Sur.
El vuelo preveía una escala operativa en la entonces Estación Aeronaval Puerto Madryn.
Al mando del T-28 matrícula 3-A-224 iría el joven Alejandro Francisco.
Este sería el único de los tres aviones que llevaría un ocupante en la segunda plaza; Se trataba de un técnico de radio apellidado Salinas.
Esta misión revestía seguramente el último paso de Francisco antes de finalizar su período de instrucción y pasar a volar, a partir de 1971, un avión a turbina más moderno y eficiente como lo era el Aeromacchi de fabricación italiana.
La escuadrilla partió de Bahía Blanca en una brumosa mañana de lunes. Cerca del mediodía y, como estaba previsto, realizó la parada técnica de reabastecimiento en Puerto Madryn.
Luego del almuerzo, los tres aviones vuelven a despegar y ponen rumbo a Río Gallegos, su destino final en ese día.
El vuelo se venía desarrollando con total normalidad hasta que, a la altura de Puerto San Julián (distintas aerovías o rutas aéreas tiene vértice en nuestra ciudad) se rompe un aro de pistón del motor del 3-A-224 que piloteaba Francisco. Esta falla mecánica hizo que se consumiera todo en aceite en unos pocos segundos, produciendo una falta evidente de potencia y emitiendo un espeso humo blanco que emanaba de la planta impulsora el cual invadía peligrosamente la cabina de vuelo.
Ante la evidencia de que sería imposible remontar la situación y que seguir forzando el acelerador podría significar daños mayores y hasta un incendio generalizado, Francisco decide detener inmediatamente el motor y evaluar las dos alternativas que se utilizarían en caso de una emergencia de este tipo: Buscar un terreno plano lo suficientemente extenso y sin obstáculos para aterrizar sin motor o saltar en paracaídas (estos aviones no poseían asiento eyector, por lo que el procedimiento de abandono del avión se asemejaba al de las viejas aeronaves de las grandes guerras. Es decir, abrir la cabina y saltar!)
Dice Francisco: “Mientras informaba de la novedad a mis compañeros de vuelo, yo iba mirando hacia abajo y tuve la suerte de encontrar un lugar que, desde el aire, me pareció apropiado. La patagonia suele ser muy escarpada y si bien no tiene grandes elevaciones, tampoco existen muchos lugares convenientes para un aterrizaje de este tipo”.
Francisco termina de comunicar la emergencia a los otros dos aviones e inicia el planeo de descenso; “Me encontré con la enorme fortuna de estar volando casi sobre una salina, llana y sin obstáculos y hacía ese lugar me dirigí”.
Continúa Francisco; “En este tipo de contingencias lo que se estipula es aterrizar con la ruedas arriba, es decir, sin sacar el tren de aterrizaje e intentar -planchar- al avión en el menor trecho posible, ya que si se utiliza el tren de aterrizaje en un terreno no preparado, se corre el riesgo que alguna rueda caiga en un pozo o se entierre y que el avión capote, con serio riesgo para sus ocupantes”.
El rulo de descenso se inicia abruptamente, esperando no perder velocidad y sabiendo que la falta de potencia no le permitiría un segundo intento; “Esta bestia se construyó para volar, no para planear sin motor!” Si las condiciones de descenso no eran las indicadas o si el joven piloto se había equivocado en la elección del terreno, el vuelo terminaría en desastre.
El avión, en planeo silencioso, se alinea con la tierra. Francisco intenta llegar al punto de contacto con la menor velocidad posible. Baja los flaps (aletas que van en el borde de fuga de las alas y que se extienden a voluntad del piloto para que la aeronave gane sustentación a baja velocidad) y ya sobre el final, casi al ras del suelo, tira suavemente hacia atrás de la palanca de mandos con el objetivo de levantar levemente la nariz del avión y quitarle celeridad al avión.
El geronte, herido pero dócil, obedece; A la par que el viejo pájaro va perdiendo sustentación, comienza a descender los escasos metros hacia el suelo.
IMPACTO!... El T-28 golpea con fuerza el terreno patagónico.
Adentro, producto de la inercia y de la abrupta desaceleración, los ocupantes se sacuden violentamente rebotando sin control contra diferentes partes de la carlinga.
Una nube de sal envuelve al virulento galope del avión, agregándole al cuadro una componente fantasmagórico e irreal.
La alocada carrera solo duraría unos pocos segundos... para Francisco y Salinas pareció una eternidad.
Finalmente, el 3-A-224 se detiene, dejando tras de si los ruidos de metal retorciéndose, olor a lubricante quemado y una profunda herida en el terreno salino.
La tripulación abandona rápidamente el avión ante la eventualidad que se desate un incendio. Se interrogan mutuamente sobre posibles heridas. Están bien. Se abrazan.
Este pibe, con muy pocas horas de vuelo había conseguido casi una hazaña; aterrizar un viejo avión con el motor fundido en medio de la estepa patagónica y sin un solo rasguño para sus tripulantes.
De inmediato, los compañeros de vuelo de Francisco, que desde el aire habían observado el atípico aterrizaje, dieron cuenta por radio de la novedad indicando la posición exacta del avión siniestrado.
Otra vez la casualidad es protagonista de esta historia ya que, en esos momentos, el portaaviones “ARA 25 de Mayo” se encontraba navegando hacia el sur frente a las costas de Puerto San Julián. Desde el buque insignia de la Armada Argentina se emprende de inmediato una misión de rescate.
A los dos aviones restantes se les ordena cambiar el rumbo y dirigirse al aeropuerto de Puerto Santa Cruz con la finalidad de aguardar los resultados de la búsqueda.
El lugar donde se produjera el aterrizaje de emergencia se denomina “Loma Zapatero”, se encuentra en las cercanías de la Laguna del Carbón y está ubicado a unos 50 kms al oeste de Puerto San Julián, dentro de los límites del Departamento Magallanes.
Eran las dos de la tarde de un luminoso día primaveral en la patagonia. El sol rebotaba en la estructura de aluminio del abatido veterano del aire.
Dice Francisco; “Con mi mecánico no vimos a nadie, ni gente, ni animales, ni estructura edilicia alguna. La inmensidad y la soledad eran pasmosas. Estábamos en medio de la luna!”
Al ser adquirido casi en condición de “rezago de guerra”, el T-28 eran un avión que registraba muchas horas de vuelo, seguramente más de las debidas, tal es así que ya se habían producido más de media docena de accidentes y aterrizajes de emergencia, mayormente por fallas en los vetustos motores.
De todas maneras el veterano avión había demostrado una vez más ser una aeronave noble, robusta y maniobrable.
Había pasado algo más de una hora del accidente cuando el inconfundible sonido de las aspas de un helicóptero se mezcló con el ulular del viento sureño.
Un helicóptero del portaaviones “ARA 25 de Mayo” llegó al lugar al mando del entonces Teniente de Corbeta Alberto Capelli. El destino, o tal vez ese particular episodio, hizo que la amistad entre ambos marinos se afianzara con el tiempo y aún hoy las anécdotas de tal peripecia vuelven del recuerdo entre set y set de los largos partidos de tenis que suelen disputar Francisco y Capelli.
El helicóptero vuela hasta Puerto Santa Cruz en donde los tripulantes rescatados se unen a sus dos compañeros y, repartidos ambos en los aviones restantes, retoman el vuelo a Río Gallegos en donde la misión prosigue tal cual estaba prevista.
Dos días más tarde, la escuadrilla llega al portaaviones “ARA 25 de Mayo”, aunque a la bandada le faltaba un ave; El 3-A-224, enfermo, había caído.
A las pocas horas del accidente, una comisión investigadora de la Armada Argentina volvió al lugar para realizar un peritaje del accidente, tomar fotos y quitarle los radios, el armamento y la aviónica más valiosa, ya que se había decidido que no tenía sentido intentar rescatar al viejo avión siniestrado al considerarse una misión tan dificultosa como onerosa, en un paraje de difícil acceso, muy alejado de rutas preparadas y más aún teniendo en cuenta que los T-28 se encontraban ya en la recta final de su vida útil.
A pesar de la dantesca anécdota, Alejandro Francisco tiene un gran recuerdo del T-28: “Era un muy buen avión! Si bien se trataba de una aeronave vieja, durante su paso por la Armada formó una gran cantidad de pilotos de ataque, en entrenamiento de armamento y en la difícil tarea de posarse en un portaaviones”. Y prosigue afirmando “Los accidentes fueron mayormente producto de que los motores estaban llegando al final de su vida útil, pero así y todo el T-28 era muy seguro, muy noble, especial para la tarea encomendada de instruir aviadores.”
Para Francisco este suceso fue una inflexión en su vida; “En alguna medida, este hecho, que me sucedió cuando yo era un joven que tenía menos de un año como aviador naval, me sirvió para afianzarme y para demostrarme a mi mismo que tenía la capacidad para resolver ese tipo de emergencias. Por otro lado, me alertó que jamás uno debe bajar la guardia, nunca hay que sentirse absolutamente seguro y sobre todo en una profesión tan riesgosa como la de aviador; siempre algo puede suceder y hay que estar preparado!”
*agradecemos a Dn. Alejandro Francisco por la extensa charla que permitiera esta nota.-
Creditos a quien corresponda