En el terreno estrictamente profesional, es decir, en el manejo del arma naval como instrumento de guerra el responsable es el Comandante de Operaciones Navales aunque, por supuesto, bajo la supervisión de la máxima jerarquía. A su vez, el Comandante de la Flota tiene a su cargo el adiestramiento y operación de las naves que la componen. Y allí residía el problema que me tocaba enfrentar entonces: en enero de 1973 yo recibía una Flota absolutamente obsoleta ya que aún no se habían concretado los planes de modernización que se habían proyectado bajo los comandos de los almirantes Gnavi y Coda que, fundamentalmente, estaban orientados a incorporar unidades nuevas dotadas de tecnología moderna.
En la situación política y económica que atravesaba el país no había mucho margen para hacerse ilusiones de que lo planificado comenzara a hacerse realidad, as í que no Quedaba otro remedio que esperar tiempos y condiciones más propicias. Por eso pasé ese año saltando de un barco al otro, tratando de levantar la moral de las tripulaciones y de aceitar el mantenimiento y el adiestramiento del personal. Y no me fue mal en la tarea, porque cuando dejé la Flota para asumir el Comando en, Jefe, gocé del más amplio respaldo por parte la oficialidad y suboficialidad naval.
Recién al producirse mi designación como comandante, y merced a la visión que demostró tener Perón con relación a la necesidad de recuperar la capacidad operativa de las Fuerzas Armadas, fue posible iniciar el desarrollo del plan de modernización naval.
El mar no es un paisaje, una extensión o una distancia. Para un país como el nuestro, de interminable litoral marítimo, es más bien un ámbito, un hogar o una morada que forma parte de su patrimonio, de su superficie y de la vida de sus habitantes.
Cuando Perón me designó comandante naval me aseguró que tendría todo su apoyo para reconstruir el poder operativo de la Marina de Guerra. Perón era un verdadero estadista y, como tal, tenía una concepción amplia de la geopolítica. Sabía muy bien que la República Argentina es una nación cuya soberanía no se agota en sus playas y en sus costas escarpadas, y que para ejercer esa soberanía es necesario disponer de una flota marítima capaz de navegar y exhibir un poderío suficiente como para garantizar nuestra presencia y aventar la ajena.
Pero los componentes del poder naval son, por igual, los buques de guerra, las aeronaves, los cuerpos de infantería de marina, las bases y puertos y los astilleros y talleres de reparación de los equipos. Y a reconstruir el inventario me apliqué a partir del momento en que Perón me puso al mando.
Llegué con la experiencia de haber comandado de la Flota de Mar, que por entonces no era otra cosa que un conjunto de naves obsoletas las cuales, con dificultad, podían servir para instruir a las tripulaciones pero como material bélico bien podían catalogarse verdadera chatarra. Desde 1968 se habían dado algunos pasos en dirección al reequipamiento, tanto durante la gestión del almirante Gnavi como en la del almirante Coda. Pero las limitaciones políticas sumadas a los aprietes presupuestarios les impidieron avanzar más allá del trazado de una planificación correcta.
Lo cierto es que después de algunas alternativas complicadas para vencer resistencias dentro del gabinete ministerial, Perón suscribió el decreto 956 del 28 de marzo de 1974 por el cual se aprobó el Plan Nacional de Construcciones Navales Militares que, si bien no colmaba nuestras aspiraciones, era mucho más de lo que habíamos tenido hasta entonces. En su aspecto esencial, el programa establecía la necesidad de interesar y obtener de la industria nacional el apoyo,
Para participar en la construcción con la mayor cantidad posible de materiales, equipos y partes construidas en el país. Este plan tiende -decía el decreto- al aprovechamiento integral de los esfuerzos ya realizados, con lo cual se disminuirán los costos y se amortizará lo ya invertido. La premisa básica es que los buques se construirían desde el primero de la serie en astilleros del país y contendrán el máximo de mano de obra, materiales y tecnología argentinos.
Se agregaba, además, que para posibilitar un proyecto con materiales nacionales, resulta indispensable el lanzamiento de una serie, para hacer económica la producción de equipos y componentes que se requieren por parte de la industria nacional. Entre los considerandos de ese decreto suscrito por el presidente Perón -que hoy debería considerarse histórico y ser releído por quienes ocuparon y ocupan el Gobierno- se sostuvo que la Armada Argentina constituye uno de los pilares fundamentales de la defensa de la Nación y, en consecuencia, es deber irrenunciable del Estado asegurar su aptitud para cumplir eficientemente esa misión.
Este decreto Nº 956 de Perón fue complementado el 5 de septiembre del mismo año por el Nº 768, firmado por su viuda y sucesora. En éste se establecían mecanismos, de rutina para el financiamiento y puesta en marcha de los trabajos de construcción de unidades y, entre otras cosas, se facultaba al Ministerio de Defensa a través del Comando General de la Armada a contratar y/o asociar los Talleres Navales de Dársena Norte (Tandanor) con una firma del exterior con experiencia en la construcción de submarinos. Así fue como se dio origen al Astillero Domecq García, que no era ningún proyecto fantasioso ni faraónico de los jefes de la Armada, sino que respondía a una concepción militar moderna y nacional compartida por el general Juan Domingo Perón.
http://www.harrymagazine.com/200507/peronmassera.htm