Hablan las 860.000 alemanas víctimas de abusos de los aliados
'Yo, la hija del enemigo'
- 'Éramos el recuerdo vivo de la vergüenza', dice Ute, 69 años, hija de un oficial americano
- Mi madre era la **** de Tommy y a mí me llamaban el mono', recuerda Horst, con 67 años
- Al menos 200.000 niños nacieron de soldados occidentales, y 300.000 de rusos
Ute Baur-Timmerbrink junto a su madre.
Se llama Ute, nació en los meses posteriores al final de la II Guerra Mundial y creció sin saber quién era su verdadero padre. Es una de los denominados
niños de ocupación, fruto de las violaciones o del sexo fugaz entre los soldados de las tropas aliadas y las mujeres del bando perdedor. "Éramos el recuerdo vivo de la humillación y de la vergüenza", dice, "
sobre nuestras madres siempre permaneció el desprecio y la sospecha. Y nosotros no entendimos nada hasta muchos años después", explica, todavía afanada, a sus 69 años, en comprender una niñez marcada por el desamor y la sospecha.
A medida que el Tercer Reich se desmoronaba y la II Guerra Mundial avanzaba hacia su final, las tropas de ocupación se hicieron con el territorio y clavaron la bandera
con especial saña en las mujeres alemanas y austriacas. Los soldados aliados perpetraron impunemente
860.000 violaciones, según ha documentado recientemente la historiadora Miriam Gebhardt. Imposible contabilizar, además, las relaciones sexuales a cambio de pan o chocolate, en un contexto de hambre desesperada de muchas familias. Quizá, en el mejor de los casos, algunos de ellos llegaron a tomarle cariño a una novia alemana a la que olvidaron tras volver a casa. Y fruto del paso de aquellas tropas por suelo alemán nacieron en 1945 y 1946 cientos de miles de niños
criados entre el desprecio y el tabú.
"Mi madre nunca me lo contó, pero siempre sospeché que algo no concordaba, que algo no encajaba en mi familia. Era evidente que
mi padre me trataba diferente a como el resto de los padres trataban a sus hijos, pero yo no sabía por qué", relata hoy, todavía conteniendo la emoción, Ute Baur-Timmerbrink, que sólo conoció su verdadero origen cuando cumplió 52 años. "Tras la guerra,
mi padre austríaco estuvo meses retenido en un campo de prisioneros y durante ese tiempo sucedió lo de mi padre americano", intenta hilvanar su historia, "y cuando por fin fue liberado y pudo regresar a casa se encontró conmigo, tuvo que confrontar el hecho: yo, la hija del enemigo".
Los padres austríacos de Ute no le dijeron nunca nada acerca de aquel oficial estadounidense en cuya casa había estado trabajando como sirvienta su madre, durante los meses de ocupación. Sobre aquella circunstancia se instaló
un pesado silencio que nadie rompía a las claras, ni familiares, ni vecinos ni en la escuela. "Los otros chicos
me trataban mal, me apartaban y se burlaban, pero yo pensaba que era por mí. No tenía idea de qué era lo que ocasionaba todo aquello", dice, entresacando recuerdos de una rutina escolar que dejaría en pequeñez insignificante lo que hoy entendemos por moobing .
"Teníamos que decir nuestro apellido y cuando me tocaba el turno se reían y volvían a preguntarme", recuerda, entrecerrando los ojos. "No, di el nombre de tu padre, insistían una y otra vez. Y yo tuve una salida pueril,
contesté que no tenía apellido y que no tenía padre. Entonces intervino el profesor y dijo con mucha sorna que eso no podía ser, que todos tenemos un padre y sólo uno. Hubo
una carcajada general. Yo no lo entendía, pero a pesar de ello me hirió profundamente".
Cuando cumplió 52 años, Ute recibió la llamada telefónica de la hija de una amiga de su madre y llevó la conversación hacia el asunto que
le roía por dentro desde la infancia, aquella sospecha que había ido cobrando forma con la edad y sobre la que sus padres, ya fallecidos, se habían negado siempre a hacer ningún comentario. "Ella lo negó todo, incluso insinuó que eran imaginaciones mías, pero por la noche volvió a llamarme y, llorando, lo reconoció", describe el momento en que supo en realidad quién era. "
Lo sabíamos todos menos tú, me dijo".
A raíz de aquella conversación, Ute fue horneando interiormente el proyecto de dar con su verdadero padre en EEUU. Dado que se trataba de un oficial, le llevó solamente unos meses averiguar su nombre y la dirección actual. "Primero dijo que no recordaba a mi madre, después lo reconoció y hemos llegado a intercambiar cartas. No es un padre, tal y como yo entiendo, pero al menos
le he hecho saber mi existencia", describe la relación. "Él hizo allí su vida, se casó y tuvo otros hijos, por lo que
mi aparición era incómoda después de tanto tiempo", trata de justificarlo tras admitir que, cuando ella le propuso viajar a Norteamérica para conocerse personalmente, las cartas se espaciaron y la relación se enfrió.
Ute Baur-Timmerbrink ha ayudado a muchos otros de los denominados niños de la ocupación a intentar encontrar a su auténtico padre. Y para ello ha tenido que romper con
el tabú que aún reina en la sociedad alemana, 70 años después de finalizar la II Guerra Mundial. "Somos cientos de miles, pero aun así no es un asunto del que quiera hablar la opinión pública, que siempre ha preferido el silencio", reprocha. "Y no sólo aquí. También he llegado a conocer casos en Polonia, en Grecia...,
incluso en España hay quién se pregunta quién fue ese padre de la Legión Cóndor que estuvo allí al principio de la Guerra Civil", sugiere.
No hay cifras oficiales. A través de una red de búsqueda que se aglutina en torno a la web GI Trace y que se reúne en el foro
Born of war international network, Ute ha tenido la oportunidad de contactar con muchos de aquellos niños y de hacerse una idea de la magnitud del fenómeno. Calcula que hay al menos 200.000 niños nacidos en la parte de Alemania controlada por los Aliados occidentales, a los que habría que sumar unos 300.000 hijos de soldados del ejército soviético. El historiador Ilko Sacha Kowalczuk, que calcula efectivamente
300.000 embarazos fruto de violaciones por parte de los rusos en la Alemania de postguerra, considera sin embargo que
el 80% de ellos terminó en aborto.
Horst en 1948. Pudo conocer a su padre verdadero cuando ya era abuelo.
Los niños que sí nacieron han tardado
toda una vida en componer su auténtica historia, como en el caso de Ute. "Cuando mi madre murió en 1974, no recibió entierro cristiano y me dijeron que era porque durante la guerra había apostatado, una mentira que removió mi fe religiosa. Y sólo cuando murió mi padre encontré entre sus papeles pruebas de que había pertenecido al partido nazi, a pesar de que en vida me lo había negado reiteradamente. Pero lo que más daño me hizo fueron sus
constantes discusiones, cuando yo era todavía muy pequeña, que tenían que ver conmigo pero que no alcanzaba a entender, y relacionadas con aquel
eterno reproche de mi padre a mi madre: lo que hiciste en Austria".
En algunos casos, la búsqueda ha terminado con
el hallazgo de una familia en el otro extremo del mundo, como la de Horst Emrich, cuya infancia fue un rosario de sufrimiento pero que en los últimos años de su vida ha encontrado un final feliz. "Mi madre era la **** de Tommy y a mí me llamaban el mono", resume los insultos que escuchó a menudo de niño. Tommy era el apodo que se le daba en la Alemania de postguerra a los soldados anglosajones, aunque su padre, Luis Guzmán, era de Puerto Rico.
"Mi madre me sacó adelante sola, cosiendo a cambio de café o patatas, lo que le daban, sin recibir ayuda económica de nadie y
despreciada por todos", lamenta. "Era una mujer dulce y muy sacrificada. Me contó que mi padre se había marchado de Alemania sin saber que iba a tener un hijo, y yo
siempre me había preguntado si estaría todavía vivo y qué pasaría si tuviera la oportunidad de conocerle".
Uno de sus nietos, que se maneja mucho mejor que él con los ordenadores, realizó el año pasado la búsqueda y obtuvo el contacto de Luz Irma, una hermana cuya existencia ha descubierto Horst a los 67 años. Las primeras
conexiones por Skype fueron tan emocionantes como caóticas. Luz Irma sólo habla español, pero por gestos hizo entender a Horst su reconocimiento. El parecido, a simple vista, era extraordinario.
Cuando Horst voló a Puerto Rico para asistir al 92º cumpleaños de su padre, toda la familia Guzmán le estaba esperando en el aeropuerto. La avanzada edad impide hoy a su progenitor dar muchas explicaciones, la cuestión idiomática lo hace aún más difícil, pero
el calor del recibimiento ha suplido cualquier explicación y, según él reconoce, ha cambiado su vida para siempre. "La ha cambiado por completo", dice, "
ahora siento una paz y una serenidad que nunca antes había sentido. Solamente lloro porque mi madre no viva para ver esto".
La mayoría de las búsquedas, sin embargo, no concluye con éxito porque
las madres no denunciaron las violaciones ni registraron a los niños con datos fidedignos. "Siempre por temor a ser repudiadas e incluso por miedo a que las autoridades alemanas o austríacas vinieran un día y se llevasen a su hijo a algún tipo de institución", asegura Ute Baur-Timmerbrink, insistiendo en la confusión sobre su propia identidad que la mayoría de aquellos niños sufrieron por haber crecido
atrapados en una telaraña de mentiras.
La existencia de estos niños ha permanecido en silencio desde entonces. Sólo en marzo de 2013 las universidades alemanas de Leipzig y de Greifswald se interesaron por primera vez por ellos y realizaron un
estudio a partir 146 casos comprobados. Las conclusiones hablaban de maltrato psicológico generalizado, de marginación y de exclusión social. El grupo presentaba un nivel formativo y de ingresos muy por debajo de la media alemana, posiblemente como
consecuencia de haber tenido posibilidades muy reducidas también respecto a la media. Y entre ellos se daba un alto índice de segundos estudios. "La mayoría de nosotros obtuvimos una formación muy precaria y después, con el paso de los años y ya por nuestros propios medios, nos procuramos unos segundos estudios para intentar mejorar nuestra situación laboral", explica Ute.
El estudio también constató
desequilibrios psicológicos. Se trata de personas que nunca supieron exactamente si nacieron de una violación, algún tipo de relación de conveniencia o de un amor fugaz en tiempos convulsos.
Arrastraron además las heridas psicológicas de sus madres, como muestra el caso de Marlis Gitt.
El 23 de abril de 1945 llegó a la localidad alemana de Frankfurt Oder la división 370 de la 69 armada rusa.
El 93% de la ciudad había sido destruida por los bombardeos y los oficiales se instalaron, a falta de otro techo, en las viviendas mejor conservadas. Así fue como el capitán Grischa Gordjenko llegó a la casa de un solo dormitorio en la que se refugiaban la señora Gitt y su hija de 20 años. En marzo de 1946, con un embarazo ya avanzado, la madre de Marlis acudió a la estación de trenes para decir adiós al capitán, al que nunca volvió a ver. Sus reiterados intentos de suicidio marcaron la infancia y juventud de la niña, que hoy
sigue preguntándose si hubo una violación o si fue una relación consentida, quizá por la necesidad de protección y por el pan diario que garantizaba un oficial ruso. En todo caso, el ejército soviético tenía normas claras al respecto: cero reconocimientos de paternidad, cero permisos de matrimonio con alemanas.
La madre de Marlis se casaría después con un joven policía. El matrimonio no duró mucho, pero ella
creció pensando que aquel era su padre. Al igual que Ute, ha tardado toda una vida en desentrañar el tejido de mentiras y medias verdades sobre su origen y sobre su verdadera identidad, que explica las grandes dificultades que ha arrastrado a lo largo de su vida y que no es otra que el estigma de ser "hija del enemigo".
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