El forista Nacho me mandó un estupendo relato, que me emocionó hasta lagrimear. Lo comparto.
EL PODER DE UN ASADO (A quienes hicieron de sus recuerdos de familia el bastión de sus fortalezas)
García tenía la mirada clavada en la densa bruma, la que arremetía desde el Océano peinando la turba para humedecer sin miramientos a quienes tenían la osadía de enfrentarla.
El fusil temblaba en las manos de García al compás de su cuerpo, temblor que a esa altura de lo que ocurría no era por el miedo, sino por el frío. Con los borceguíes hundidos en el agua fangosa que brotaba del fondo del pozo, sentía subir desde los pies una enredadera de espinas, que con su aguda presencia lo dejaba sumido en un movimiento tan repetitivo como involuntario. García a pesar de su metro sesenta se bancaba lo que fuera, pero nacido en las templadas tierras de la yerba mate y el sapucai, quedaba expuesto ante el helado compañero. El que así encontraba un resquicio por donde entrarle despacio, haciendo pesados sus párpados e insensible su cuerpo para arrastrarlo a una pausa que quizá se hiciera eterna.
Pero no, García seguía resistiendo.
La aviación no había podido detener el desembarco y el enemigo había hecho cabecera en la playa decidido a dominar, otra vez, esas islas tan ajenas para él pero tan propias para García. Éste, junto a Sánchez y Conti que operaban una ametralladora con trípode, y Salerno unos metros más allá, cubierto detrás de unas rocas y con buena provisión de granadas, eran los últimos. Debían demorar lo más posible el avance inglés mientras sus camaradas se replegaban.
Tras horas de un bombardeo tan intenso que, con sus incesantes vómitos de fuego, había logrado arrebatarle la oscuridad a la noche, García estaba casi sordo. Y en ese estado, aun en cercanía de Sánchez y Conti, y Salerno un poco más allá, se sintió solo. La dama de las ausencias parecía querer seducirlo con una desnudez temporaria de afectos que, lejos de provocar el calor en su alma, sólo conseguía ponerla en una amarga conserva.
Una caricia de madre, una palmada de padre, o el abrazo de una novia, hubieran ayudado a liberar ese potro que su corazón contenía.
Por primera vez García, estaba a punto de enfrentar a quién podía disputarle su derecho a un futuro, a quien, reina de la aridez, esperaba silenciosa el momento para arrebatarle sus días.
Sólo él podía hacerle frente, y así iba a ocurrir.
Desde la última comida caliente que había recibido el estómago ruidoso de García, había pasado una semana. Fue el mismo día que partió, con sus compañeros, a ocupar las posiciones que estaban defendiendo. De ahí en más, casi nada. Algunos enlatados, pocas galletitas y una barra de chocolate que sólo sobrevivió un día. De a poco García había comenzado a sentir una sensación extraña que iba en aumento, bien profundo debajo del esternón y que se agregaba a los ruidos proferidos por su estómago. Con una infancia pobre, en uno de los barrios de la Ciudad de Corrientes, sabía de los rigores de comer salteado, pero nunca una semana. De esa manera el dueño de la escasez anidaba en las vísceras de García. Como un grito que no podía silenciar, le provocaba una sordera peor que la de los obuses. Igual allí seguía, con la mirada clavada en la bruma, a la espera que ésta, de su pegajoso vientre, pariera la figura recortada del enemigo.
García con hambre, frio y preso de una soledad que lo diezmaba, necesitaba una tregua. En busca de ella se recostó un instante de lado, sobre la pared del pozo que cierta inclinación tenía, para abrir, de manera inconsciente, la puerta del jardín de sus recuerdos.
Sabia su mente evitó que se perdiera en los laberintos de la memoria y lo llevó directo a ese último asado. Éste se había llevado a cabo pocas semanas antes que partiera hacia el Atlántico Sur y cuando aún García ni siquiera sabía cuál sería su destino.
Allí estaban, además de él, papá Cacho, mamá Juanita, Lucho su hermano menor, y Estela que, con su dulzura, había empezado a poner ese equilibrio que el espíritu, un poco retobado, de García necesitaba.
El motivo era el nuevo trabajo de Cacho que, después de casi un año de changas, era la alegría de toda la familia.
Cacho era un gran asador y García le seguía los pasos, así que ese domingo se levantó, apenas los zorzales empezaron su concierto, dispuesto a hacerle los honores. Tomó unos mates con Juanita, mientras ella le acariciaba los cachetes con las dos manos al tiempo que le decía ¡qué grande estás hijo!
Después se subió a la camioneta. Fue a conseguir buena leña, según él “el carbón era cosa de los que no sabían”. Luego pasó por la carnicería de Don Zoilo, allí lo esperaban unas tiras de asado cortado ancho, como le gustaban a Cacho, que había encargado el día anterior, también unos chorizos y una rueda de morcilla. Ya de vuelta paró en la despensa y se trajo dos vinitos tres cuartos, baratos pero mejores que los de cajita que tomaban todos los días.
Cuando el sol empezó a asomarse por encima de las casas, García ya estaba encendiendo el fuego. En un rato nomás, los trozos de leña se habían convertido en un montón de brasas que, más que rojas casi blancas, estaban listas para tocar la partitura que le iba a permitir al asador, poner en la mesa una sinfonía de sabores criollos donde la carne era la principal protagonista.
Poco después llegó Cacho, que había llevado a Juanita y a Lucho a la iglesia. Cacho no era de muchas palabras, pero igual se quedó cerca haciéndole compañía a su hijo. Hasta que en un momento se arrimó a la parrilla. Una mano en la cintura, en la otra un tenedor con el que empezó a inspeccionar como marchaba el asado, todo ante la mirada atenta de García. Por último tomó un cuchillo, cortó un pedazo que ya estaba casi a punto y lo probó.
García le requirió enseguida.
- ¿Y…?
Cacho parado al lado de él, mientras pasaba una mano por detrás de su espalda para darle dos sonoras palmadas, a la altura del hombro, le respondió:
- ¿De quién habrás aprendido eh…?
Los dos soltaron la risa, tan cómplice como genuina.
Mientras todavía resonaban las carcajadas llegaron de misa Juanita, Lucho, y Estela que se les había unido. Ella se fue derechito donde estaba García, lo rodeó con sus brazos, y mientras él la apretaba fuerte, le susurró al oído:
- Te adoro mi negro.
El sol ya estaba bien alto y el asado listo.
La mesa era una pasarela donde todos, en derredor, disfrutaban del desfile.
Buena comida, algunos brindis, y el afecto que fluía.
Lucho que pugnaba por el último pedazo de tira, se justificaba:
- Estoy en la edad del crecimiento che…
Cacho mientras se frotaba la panza, satisfecho repetía:
- Hay que hacerlo más seguido.
Estela agregaba una sutil insinuación:
- Cuando nos casemos, quiero que lo hagas todos los domingos.
Y Juanita no se podía contener de feliz:
¡Que linda que es mi familia!
La mente de García, eligió bien al llevarlo a ese asado, en un solo recuerdo le dio la caricia de su madre, las palmadas de su padre y el abrazo de su novia: justo lo que estaba necesitando.
Un disparo de cañón, que superó por cien metros su posición, lo trajo de nuevo a la realidad.
El bombardeo recomenzaba y, con él, se hacía inminente el asalto final.
Pero García ya no sentía hambre ni temblaba su cuerpo de frío.
El recuerdo de ese asado había liberado el potro – más que potro una tropilla – que su corazón albergaba.
Al ver que la bruma, traicionera, dejaba nacer su cría, el calor que había en su pecho acababa las espinas. Silencio hacía su estómago para dejar oír el rugido de su garganta:
¡Viva la patria carajo!
El enemigo fue apareciendo, veinte, treinta, una sección completa.
La única ventaja de García, Sánchez y Conti, y Salerno más allá, era la posición elevada.
Y la iban a hacer valer.
Arreciaba el bombardeo, seguían pegando atrás pero cada vez más cerca. El aire, dominado por las explosiones y disparos, era irrespirable. Las bengalas, con su sanguínea luz, más la lluvia de trazantes, completaban un infierno que parecía no terminar.
A García no le importó. Quería vivir para repetir ese asado.
Vació el cargador de su fusil, una y otra vez, a los que trataban de ganar el flanco izquierdo. Salerno hacía lo propio con el derecho, y de tanto en tanto lanzaba sus granadas para mantenerlos a raya.
Sánchez y Conti ocupados en que su “fierro” no dejara de escupir munición, barriendo de izquierda a derecha, se encargaban de los que intentaban avanzar por el centro.
Era un tatata-tatata-tatata interminable mientras se amontonaban las vainas servidas y los cuerpos caídos.
El enemigo insistía, seguro de su conquista, pero no se daba cuenta que con su obstinación crecía su debilidad. La sección se había visto reducida, apenas, a un nutrido pelotón, mientras García, Sánchez y Conti, y Salerno más allá, seguían allí.
Los cañonazos caían más y más cerca.
Hasta que uno, anunciado por su silbido de muerte, impactó de lleno donde estaba Salerno. García un poco aturdido por la onda expansiva, dejó su pozo y se arrastró para darle socorro. Fue en vano. Sólo halló un cráter humeante. Salerno había desplegado alas para alcanzar la gloria que tenía merecida.
García no se permitió llorar.
Volvió a recordar ese asado, y como nunca sintió las palmadas de su viejo que lo impulsaban a seguir. Atrincherado en el cráter, tomó su fusil y siguió disparando.
Bajó a uno, a otro, al tiempo que, apretando los dientes, repetía:
- Por Cacho – por Juanita – por Lucho – por Estela –
En eso oye el grito desesperado de Conti:
¡Le dieron a Sánchez, la **** madre!
Como pudo, García volvió a arrastrarse hasta el pozo.
Ese instante fue más duro que lo de Salerno, a quién de repente no vio más. Allí estaba Sánchez inerte, mereciendo la misma gloria que aquél.
García tampoco lloró.
Volvió otra vez a ese asado para recibir las caricias tibias de Juanita.
Sacudió a Conti para que no dejara de ocupase de las municiones, después saltó al comando de la ametralladora y comenzó a disparar, mientras recitaba nuevamente su letanía:
- Por Cacho – por Juanita – por Lucho – por Estela –
Y así siguió hasta el amanecer.
No había odio en su determinación, sólo quería poder volver a casa a revivir ese asado.
En un momento se dio cuenta que ya no respondían a sus disparos.
Seguramente la tregua se debía a que el enemigo esperaba refuerzos, pensó García.
Habían quedado atrás casi diez horas de combate que serían recordadas por propios y enemigos.
García y Conti se abrazaron sin mediar palabra alguna, cargaron como pudieron el cuerpo de Sánchez, y emprendieron el regreso con la misión cumplida.
Cuando llegaron al asiento de la compañía, el cuerpo de García se dio cuenta que ya no hallaba con que seguirle el tranco a ese espíritu que aún galopaba: cayó desmayado.
Al recobrar el conocimiento, dos días después en un hospital de campaña, la guerra estaba perdida, pero el honor intacto.
Se acercó un médico que primero lo revisó.
Después le dijo:
- Quedate tranquilo, pronto volvés a casa.
Para luego agregar:
- Ya se corrió la bolilla que vos y tus compañeros se “cargaron” una sección completa de Gurkas.
¿Me querés decir cómo hicieron?
García lo miró un momento a los ojos… mientras piadoso el olvido le daba una paz que hacía mucho no tenía.
Con gesto tan duro como sincero le contestó:
- La verdad, de lo que pasó, no puedo recordar nada.
Lo único que tengo presente es el recuerdo de ese asado en familia.
Entonces sí, una lágrima que hacía rato buscaba por donde, pudo salir, arrastrando en su recorrido a las demás que no tardaron en seguirla.
Lo único que pudo agregar García, mientras no se esforzaba por detener el desfile, fue:
- Y estoy seguro que el recuerdo de ese asado me salvó la vida.