Tránsito aéreo: mucho desorden, pocas soluciones
TRIBUNA
Tránsito aéreo: mucho desorden, pocas soluciones
Tras cuatro años de fuerte superávit fiscal y de aumento del gasto público, se debió haber iniciado ya la modernización de los controles.
Horacio Jaunarena EX MINISTRO DE DEFENSA
El desorden creciente en el control del tránsito aerocomercial y la actividad aeroportuaria, debido fundamentalmente a la ineficiencia del Gobierno en este terreno, ha alcanzado en los últimos meses un nivel intolerable de maltrato a los sufridos usuarios de estos servicios degradados.
El descontrol en el que estamos sumidos se incrementa inevitablemente, llegando a un nivel riesgoso y a la probabilidad de incidentes o accidentes, aunque debemos rechazar las interpretaciones catastróficas que difunden representantes de sectores interesados que son parte, pero que pretenden erigirse en jueces de la situación.
Desde los comienzos de la actividad aérea civil, la legislación nacional e internacional en la materia ha mantenido la seguridad de los vuelos como clara prioridad, seguido por la eficiencia en la gestión de los mismos.
La Organización de la Aviación Civil Internacional (OACI), integrada por casi todos los países participantes de las Naciones Unidas, ha sido, por décadas, la responsable de emitir las normas específicas de cumplimiento obligatorio para todos sus miembros, según la época y los desarrollos tecnológicos.
Básicamente, la seguridad del tránsito aéreo se logra mediante el control de la separación vertical y horizontal de los aviones.
En los principios de la actividad, el control era visual y radiotelegráfico. Hoy, radares, navegadores inerciales y satelitales, comunicaciones de alta frecuencia y transponders proveen a controladores y pilotos de información precisa y completa que se traduce en mayor seguridad y eficiencia de las operaciones, porque permiten reducir las distancias entre las aeronaves, lo cual asegura mayor número de vuelos en menos tiempo.
Todos los países miembros de la OACI están obligados a prestar los servicios para el control del tránsito aéreo según las normas de la misma. Estas regulaciones están específicamente referidas al equipamiento de control que se encuentre en funcionamiento en cada momento y lugar. Las exigencias no son las mismas para las rutas, áreas terminales y operaciones en los aeropuertos de Dallas o Nueva York, por citar ejemplos evidentes, que en Buenos Aires o Río Gallegos. Nuestro país nunca tuvo, por ejemplo, radares de control de rutas aéreas, y sólo tenemos cinco radares de área.
En caso de que un radar salga de servicio —como ocurrió en Ezeiza por el rayo—, los controladores y pilotos saben qué procedimientos tienen que cambiar, pues están establecidos de antemano, para que se siga operando con seguridad en la nueva situación. Es decir, el vuelo sorprendido en esa circunstancia no debería tornarse inseguro, salvo que alguien incumpla las normas que automáticamente entran en vigencia.
Es impensable que las grandes compañías aerocomerciales mantengan sus vuelos regulares en algún lugar del planeta en donde no se cumplan las regulaciones de la OACI. Las responsabilidades civiles y penales de las empresas son enormes y ninguna compañía de seguros cubre semejante riesgo.
Análoga reflexión vale para los pilotos, que tienen sus responsabilidades civiles y penales propias y además apostarían su propia vida.
Sin entrar en honduras técnicas, el nivel de equipamiento funcionando en cada momento y lugar no debería afectar la seguridad de los vuelos, aunque perjudique en forma inevitable la eficiencia de las operaciones, obligando a distanciar más las aeronaves y degradando la calidad del servicio prestado.
Claro que el equipamiento para el control del tránsito aéreo de nuestro país es pobre y viejo, fruto de nuestra historia y sucesivas crisis económicas. El último plan de radarización, cuando existían los fondos para financiarlo, se hundió en un pantano de corrupción, mientras los principales protagonistas de entonces y de ahora se abrazaban.
Desde un punto de vista más general, lo primero a ratificarse es que el control del espacio aéreo nacional y del tránsito aerocomercial debe seguir siendo una responsabilidad del Estado. Puede discutirse la cuestión, pues hay quienes lo prefieren privado. Por eso conviene ratificar nuestra opinión.
Definido esto, hubiera sido conveniente un debate parlamentario, con la asistencia de organismos internacionales, sectores específicamente interesados y especialistas, para dirimir si conviene hoy, cómo y en cuánto tiempo, pasar del control ejercido por la Fuerza Aérea a una autoridad estatal civil aún no determinada.
Se tendrían que haber considerado, con alguna mesura, las complejas responsabilidades técnicas e institucionales que implican el traslado de esas competencias.
Nada de ello se hizo. Se optó por el falso atajo autoritario del decreto. El resultado es que el sistema muestra ahora más dificultades y mucho más desorden que antes, a pesar de que se gestionan menos vuelos que en otras épocas de bonanza económica.
Mientras tanto, han transcurrido cuatro años de fuerte superávit fiscal y de aumento del gasto público, lo cual hubiera permitido iniciar el camino tendiente a modernizar nuestro obsoleto sistema.
Un reciente informe de la OACI descalificó de hecho algunas manifestaciones de sectores gremiales y protagonistas, de ribetes apocalípticos, pero también señaló falta de autoridad y el desorden en el conjunto del sistema de control de los vuelos comerciales, que es un ámbito de competencia de las autoridades nacionales.
El control seguro del tránsito comercial es un problema complejo, al que cabe aplicar la vieja frase: "No hay soluciones mágicas, pero sí hay decisiones adecuadas". El Gobierno no las está adoptando.
En el medio de tanta irresponsabilidad, quedan los pasajeros, asustados por escenarios de imaginarias catástrofes —en virtud del desorden y a fuerza de invocarlas, cada vez más probables—, mientras esperan horas y padecen sucesivas promesas improvisadas e incumplidas por el Gobierno.