El martirio sigue reclutando en Líbano
En la entrada de la sede del Partido Social Nacionalista Sirio (SSNP) de Beirut, la foto de una joven mujer, boina roja calada sobre la testa, da la bienvenida. Se trata de Sanaa Mehaidli, que a sus 17 años protagonizó en 1985 una operación contra un convoy militar israelí y que pasó a la historia como la primera mujer suicida. “Sanaa es nuestro orgullo”, dice en un impecable francés Zikar, pseudónimo de este joven estudiante de Sociología de 24 años. Hoy no combate contra el invasor israelí, sino contra los yihadistas en Líbano y junto a las tropas de Bachar el Asad en Siria. A diferencia del resto de milicianos libaneses —musulmanes chiíes o suníes— que se amparan en su confesión, el faro de Zikar no es el Corán sino la obra de Antoun Saadeh, fundador del SSNP. En este partido laico militan intelectuales libaneses que defienden el proyecto de la Gran Siria.
“Intenté disuadirla, pero estaba determinada en su lucha”, dice en Beirut el Captain, mote del máximo responsable militar del SSNP en Siria y Líbano que compartió con Sanaa Mehaidli sus últimos días. “En la contienda siria hemos perdido a más de un centenar de mártires en combate”, apostilla. Zikar no piensa en paraísos o recompensas, solo en defender su tierra. Parafrasea a su líder cuando se le pregunta sobre el martirio: “Todo lo que está en nosotros es para nuestra patria, incluida la sangre que corre por nuestras venas”.
A pocos barrios de distancia, en Dahie, en la periferia de Beirut, otro joven aguarda el martirio. “A veces deseo que me maten en la próxima batalla para reunirme con mis compañeros en el paraíso”, dice Husein M., de 28 años y combatiente del partido-milicia chií Hezbolá. Tenía 17 cuando en 2006 su tío murió como mártir luchando contra el Ejército israelí en el sur del Líbano. Entonces se alistó al Partido de Dios. Acude a menudo a visitar su tumba en el saturado camposanto de los mártires de Dahie.
Husein M. ha visto morir a más de 20 compañeros en las batallas que Hezbolá ha librado en Siria junto a las tropas regulares y en Líbano contra los yihadistas. Cerca de 2.000 cuerpos de estos milicianos han recibido sepultura en Líbano en los últimos seis años. “Nuestra unidad es como una hermandad”. En el grupo de WhatsApp que comparte con sus hermanos de armas intercambian un reguero de fotos de compañeros heridos o muertos en combate seguidos de un sinfín de "Que Alá los acoja en su gloria". La fe y la ideología alimentan a este joven que sueña con el paraíso y, con ello, por fin dejar de levantarse cada noche empapado en sudor sacudido por las pesadillas. Varias de las cicatrices de guerra que cubren su torso han rasgado sus tatuajes de índole religiosa que le "protegen de una mala muerte”.
Mientras la ola de atentados yihadistas siembra el miedo en las sociedades europeas, en Líbano empujan a un segmento de las nuevas generaciones a alistarse en las filas de las milicias. En un imaginario social donde los mártires son recordados con orgullo y los lisiados con pena, los jóvenes milicianos temen más sobrevivir que morir. Es común ver en Líbano los rostros de los caídos forrar las lunas de los coches, las fundas de móviles o los muros de las casas. Con ese fervor por llegar al más allá en defensa de sus partidos, credos e ideologías han de convivir las futuras viudas, madres y hermanos. Todos temen recibir la fatídica llamada. Esa que les comunique que ya cuentan con un mártir en la familia.
El palestino Mohamed Abu Shaqra, de 24 años, posa delante del retrato de su hermano Imad delante de su casa, al sur del Líbano.
Una enorme imagen de Imad Abu Shaqra preside la entrada de la humilde morada de una familia destrozada por su ausencia. Viven en el campo de refugiados palestinos de Ein el Helwe, en el sur de Líbano y donde se hacinan 75.000 personas en tan solo dos kilómetros cuadrados. El 15 de mayo de 2011, y transcurrido un mes de las revueltas en Siria, unos 20.000 refugiados palestinos fueron autorizados por primera vez en una década a conmemorar la Nakba (catástrofe en árabe) en la frontera sur con Israel. Abu Shaqra asistió para condenar aquella fecha en la que Ben Gurion declaró la creación unilateral del Estado de Israel en 1948. Tenía 17 años. Regresó amortajado.
Ese día se levantó temprano y no fue a trabajar. Se aseó y salió de casa. “Yo sabía que habría problemas porque el evento era en Maroun el Ras, a escasos 500 metros de las posiciones del Ejército israelí. Le supliqué que no fuera”, contaba tres años atrás su hermano mayor, el veinteañero Mohamed Abu Shaqra. “Su sangre se derramó en vano, porque Hamás [partido palestino] quiso provocar un altercado para crear una distracción sobre lo que ocurría en Siria. Nada ha cambiado en Palestina”, dice hoy al teléfono desde un campo cerrado a la prensa tras varias semanas de enfrentamientos intestinos.
Aquel día, Imad recogió una bandera palestina del césped y, desarmado, echó a correr a través de un campo minado hacia el enrejado que le separaba de los uniformados israelíes. Sonó un disparo. Le perforó el pecho. Había caído el primer mártir. En las siguientes tres horas sucumbieron otros nueve. Su madre ha enmarcado su foto, que comparte la cómoda de la entrada con la de su tío, caído durante la invasión israelí del sur del Líbano (1982-2000).
Destino o azar, el martirio de Imad fue desafortunado. El joven forma parte de ese 0,01% de la población mundial nacida con los órganos invertidos, por lo que su corazón latía en el lado derecho del pecho que atravesó la bala israelí. “Ojalá hubiera sido yo”, fue la reacción que su muerte provocó entre sus compañeros. En los campos palestinos del Líbano la ausencia de futuro ha abandonado a los vivos para homenajear a los muertos. No les queda más camino que el de integrarse en las milicias o emigrar en una patera. Al menos una docena de jóvenes de Ein el Helwe han muerto combatiendo en el bando rebelde sirio. Otros 3.502 refugiados palestinos han perdido la vida en el conflicto, según el balance que hace la organización Grupo de Acción para los Palestinos en Siria.
“Los mártires van al paraíso, sus familias reciben una modesta pensión de por vida y el respeto de la sociedad”, resume al teléfono y desde Ein el Helwe Omar Biso, joven de 26 años y miembro de la milicia palestina de Al Fatah. Se tatuó en el antebrazo el rostro de Yasir Arafat tocado con la kufiya. En la espalda, las iniciales de sus amigos muertos. Sin oportunidad de empleo, sigue apostado en uno de los numerosos controles que minan esta diminuta maqueta de Palestina. Las callejas de Ein el Helwe, donde apenas se avista el cielo entre la maraña de cables que techan el campo, están empapeladas con las caras de jóvenes mártires. Los himnos en honor a los caídos retumban desde las ventanillas de los coches. Biso ya tiene su foto lista. Les inmortalizan en las oficinas de sus partidos, fusil en ristre, con el respectivo emblema de su milicia.
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