Bambari, la frontera de la venganza en República Centroafricana
Milicias cristianas persiguen a sus vecinos musulmanes hasta la ciudad donde se atrincheran
Protesta en Bambari contra las tropas francesas. / GORAN TOMASEVIC (REUTERS)
“¿Qué pretenden, que esperemos con los brazos cruzados a que vengan a degollarnos?” La voz incisiva de Zouberou, líder de las juventudes musulmanas de Bambari, resbala entre el ardor de mediodía, a la sombra de la Gran Mezquita. “No vamos a dejarnos asesinar y ser comidos por los [milicianos]
antibalaka sin oponer resistencia”. Sentados en el mosaico de alfombras, decenas de hombres asienten con la mirada. Los arcos, los machetes y los fusiles tradicionales están listos.
Los musulmanes de la República Centroafricana
se han convertido en parias desde que, en diciembre pasado, el desordenado y fetichista grupo de autodefensa de los
antibalaka (antimachete), entró en la capital, Bangui, y “liberó” la ciudad del control de los rebeldes Séléka, instalados en el poder tras apoyar el golpe de Estado de Michel Djotodia, en marzo de 2013. Más allá de defenderse, las desbocadas
antibalaka, formadas por cristianos y animistas, decidieron que toda la comunidad musulmana había sido cómplice de los Séléka e
iniciaron una atroz cruzada de venganza.
República Centroafricana se despedaza
Los linchamientos, asesinatos, amputaciones y hasta actos de canibalismo han llevado a miles de musulmanes a huir del suroeste del país, la zona donde los
antibalaka imponen su ley, y a reunirse en el noroeste, que sigue bajo la batuta militar de los Séléka –ahora rebautizados Fuerzas Republicanas. El fantasma del genocidio ha visitado ya miles hogares, el país está dividido
de facto y Bambari, a 300 kilómetros al noreste de Bangui, la incandescente nueva capital de los rebeldes musulmanes, está sitiada por el pánico, al ver cada vez más cerca el
tsunami de matanzas.
También en el obispado, las armas blancas infligen seguridad a los desplazados no musulmanes. “Yo jugaba con ellos a fútbol, iba al colegio, pero ahora entiendo que no te puedes fiar de los musulmanes”. El afable y confundido Lionel, con sus 17 años y camisa impoluta, sale cada noche a patrullar con su colega “Sin piedad” y otros adolescentes en el recién creado grupo de autodefensa. Cómo él, miles de personas han llegado a las inmediaciones de la catedral buscando refugio. “Es solo Dios quien nos protege”, suspira la hermana María mirando al cielo. Dios y la cuadrilla de Lionel. “Estamos solos, ni las tropas internacionales ni nadie nos va salvar, tenemos que sumir, pues, nuestra responsabilidad. No podemos dejar a nuestros padres y hermanas a merced de los ataques”, se resigna Lionel, empuñando un palo de madera.
Las milicias enemigas están cada vez más cerca y los civiles se preparan para luchar. Los amigos de Lionel serán quizás, pronto,
antibalakas. Aunque la población musulmana es minoritaria, la ciudad está bajo control de las Fuerzas Republicanas. Por eso y porque la cohabitación entre ambas comunidades era ejemplar hasta hace apenas unas semanas, centenares de musulmanes se instalaron en Bambari. Los Séléka eran una coalición armada de mayoría musulmana, nacida como reacción al abandono de las regiones del norte. Se les sumaron bandidos, mercenarios y oportunistas por el camino. Y se empacharon de poder -dejando su propio rastro de ejecuciones sumarias. La inclinación religiosa, no obstante, ha acabado trazando los bandos de la guerra.
Al zarpar el mes de mayo, con las primeras lluvias rociando la rural y agradable ciudad, los comerciantes con túnicas islámicas y los vecinos ajenos a Alá aún charlaban y paseaban sin distancia en las callejuelas arenosas de Bambari. Y se abrían las puertas de sendos hogares sin rencor. Pero el divorcio se selló súbitamente. Fue un jueves a mitad de mayo. Eran las ocho de la mañana y sucedió con las primeras detonaciones. Las balas, las explosiones quebraron, de repente, la confianza entre comunidades.
los soldados galos de la Operación Sangaris, los 1.600 militares desplegados por Francia -la antigua metrópolis- en apoyo a las fuerza de interposición de la Unión Africana.
En el último reducto musulmán de Bangui, las enormes pintadas en las paredes acompañan las quejas de viva voz. “Operación Sangaris = Operación Turquesa” refiriéndose a la operación militar francesa en Ruanda que ha sido acusada de proteger a los genocidas. “Franceses, ladrones de diamantes”, chilla otro spray.
Los ecos de Ruanda resuenan en cada golpe de machete. Los relatos apuntan a miles de víctimas. Los Lionel, las Thèrese, lucharán o morirán solo por miedo.
16 civiles perdieron la vida, entre ellos, tres empleados locales de MSF.
"Nos pueden atacar por nuestra capacidad logística o por nuestros medicamentos y medios", afirma Revuelta, quien ha coordinado los trabajos de MSF en el país centroafricano durante los últimos dos años. Pide respeto a su trabajo, a la asistencia médica, esencial en una Estado sin capacidad para proveerla. ¿Qué necesitan los centroafricanos? "Agua, saneamiento, sanidad y más protección", admite Revuelta.
Sobre todo en los campos de desplazados, donde la población vive "hacinada", según denuncia la organización de asistencia médica. Según las cifras de la ONU, más de 500.000 centroafricanos han huido de sus casas para buscar cobijo dentro del país. Otras 140.000 han atravesado la frontera hacia Camerún, Congo o Chad.
Se necesita, insiste MSF, que
ha lanzado un microsite con información sobre la emergencia, mayor implicación de la comunidad internacional. De acuerdo con sus cálculos, del dinero comprometido, sólo ha llegado un 30%. "La ayuda se ha mostrado insuficiente", afirma la coordinadora de la organización. "Sin ayuda", prosigue, "ningún Gobierno centroafricano tiene capacidad para gobernar".
La futura transición pasa también por recuperar esa convivencia entre musulmanes y cristianos antes aceptada con naturalidad. "Se convivía tranquilamente, pero eso se ha perdido", señala Revuelta. "No es una guerra de religión", continúa, "aunque la composición étnica y religiosa configura ahora las partes".
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