Hasta que no los dejen ir a ustedes, yo no me voy."
Con esas sencillas palabras de determinación, Martin Fuhrer consolaba como podía a los prisioneros de guerra argentinos que se habían quedado en las islas Malvinas varias semanas después de terminada la guerra.
El psicólogo suizo, que por entonces tenía 25 años y debutada en su primera misión como delegado del Comité Internacional de la Cruz Roja, había llegado a la Argentina a principios del 82 para controlar la situación de los detenidos políticos de la dictadura.
Pero con la guerra terminó en las Malvinas, después de viajar cinco días en un barco que tuvo que irse a tomar a Montevideo. Su tarea: ser un intermediario completamente neutral que velara por la vida de soldados heridos, prisioneros y civiles en las islas.
Sin quererlo, le tocó presenciar un hecho histórico. Todavía se acuerda del 14 de junio de 1982, cuando el general Mario Benjamín Menéndez, el gobernador militar argentino, lo llamó para que estuviera presente en su rendición ante el general Jeremy Moore, a cargo de las tropas británicas.
"Quería asegurarse de que sería tratado como prisionero de guerra", conjeturó Fuhrer en una charla telefónica con LA NACION desde Suiza, en castellano con acento castizo.
En la sede del gobierno en Puerto Argentino, donde se firmó el acta de "rendición incondicional", sólo había un pequeño grupo de oficiales ingleses y otro de argentinos, con un capitán británico como improvisado traductor.
Desde la pared, los miraba un cuadro de la reina Isabel II, que Menéndez no había querido descolgar mientras ocupaba el edificio. "Mire si seremos tolerantes que hasta dejamos a la reina", había bromeado el gobernador militar unos días antes de su capitulación.
"Fue un momento muy serio, solemne y emotivo, con pocas palabras", recuerda el testigo privilegiado del momento en que se definió la guerra. De la rendición también lo impresionó que en Puerto Argentino se habían reunido miles de soldados tanto británicos como de nuestro país. Hombres armados de bandos enemigos y la población civil, aterrorizada, en el medio. "Yo tenía mucho miedo, estaba seguro de que habría incidentes, pero cuando corrió la noticia de la rendición nadie disparó ni un tiro más. Realmente fue una rendición", se asombra.
El llanto del adiós
A Fuhrer le quedó una imagen grabada: los soldados argentinos que dejaban su arma en enormes montañas y caminaban en una fila interminable hasta el páramo del aeropuerto, a esperar una, dos o tres noches hasta su traslado en las naves argentinas y británicas, con 20 grados bajo cero y un viento que cortaba la piel.
"Me impresionó mucho que varios lloraban por tener que irse de las islas. Querían ver a sus familias, pero también dejaban amigos muertos en ese lugar", relató.
Fuhrer no se fue. Se quedó con el último grupo de prisioneros argentinos, que los ingleses retuvieron 2 o 3 semanas para que colaboraran en el desminado de las islas, porque conocían la ubicación de las bombas.
Ya con la crueldad del invierno encima, los 30 o 40 hombres se sentían abandonado de todo, y pensaban que nunca los dejarían volver.
El enviado de la Cruz Roja vivía con ellos, intercedía por frazadas y provisiones y se comunicaba con sus familias para avisarles que estaban vivos. "Lo único que podía decirles era que hasta que ellos no volvieran, yo tampoco volvía. Era su garantía de que nadie los iba a matar."
Pero al final todos volvieron. Hoy Fuhrer, de 50 años, es el director del Departamento Internacional de la Cruz Roja de Suiza y cuando se le pregunta qué identificó a la Guerra de las Malvinas de la treintena de conflictos armados que presenciaría después, no lo duda: el respeto a las víctimas y a las reglas de la guerra.
Todavía se acuerda de que el helicóptero británico que lo depositó en el buque hospital argentino Almirante Irizar aprovechó para intercambiar medicamentos con "el enemigo", porque no había bandos para los heridos.
Para él, fue una de las últimas guerras en las que dos ejércitos nacionales se enfrentaron, con todo lo que eso implica. Después, los conflictos armados cambiaron y las milicias, los paramilitares y las guerrillas entraron en acción.
"Ya no hubo más reglas, y lograr cierto respeto por los heridos, los prisioneros y los civiles se volvió mucho más complicado", se entristece.
Con esas sencillas palabras de determinación, Martin Fuhrer consolaba como podía a los prisioneros de guerra argentinos que se habían quedado en las islas Malvinas varias semanas después de terminada la guerra.
El psicólogo suizo, que por entonces tenía 25 años y debutada en su primera misión como delegado del Comité Internacional de la Cruz Roja, había llegado a la Argentina a principios del 82 para controlar la situación de los detenidos políticos de la dictadura.
Pero con la guerra terminó en las Malvinas, después de viajar cinco días en un barco que tuvo que irse a tomar a Montevideo. Su tarea: ser un intermediario completamente neutral que velara por la vida de soldados heridos, prisioneros y civiles en las islas.
Sin quererlo, le tocó presenciar un hecho histórico. Todavía se acuerda del 14 de junio de 1982, cuando el general Mario Benjamín Menéndez, el gobernador militar argentino, lo llamó para que estuviera presente en su rendición ante el general Jeremy Moore, a cargo de las tropas británicas.
"Quería asegurarse de que sería tratado como prisionero de guerra", conjeturó Fuhrer en una charla telefónica con LA NACION desde Suiza, en castellano con acento castizo.
En la sede del gobierno en Puerto Argentino, donde se firmó el acta de "rendición incondicional", sólo había un pequeño grupo de oficiales ingleses y otro de argentinos, con un capitán británico como improvisado traductor.
Desde la pared, los miraba un cuadro de la reina Isabel II, que Menéndez no había querido descolgar mientras ocupaba el edificio. "Mire si seremos tolerantes que hasta dejamos a la reina", había bromeado el gobernador militar unos días antes de su capitulación.
"Fue un momento muy serio, solemne y emotivo, con pocas palabras", recuerda el testigo privilegiado del momento en que se definió la guerra. De la rendición también lo impresionó que en Puerto Argentino se habían reunido miles de soldados tanto británicos como de nuestro país. Hombres armados de bandos enemigos y la población civil, aterrorizada, en el medio. "Yo tenía mucho miedo, estaba seguro de que habría incidentes, pero cuando corrió la noticia de la rendición nadie disparó ni un tiro más. Realmente fue una rendición", se asombra.
El llanto del adiós
A Fuhrer le quedó una imagen grabada: los soldados argentinos que dejaban su arma en enormes montañas y caminaban en una fila interminable hasta el páramo del aeropuerto, a esperar una, dos o tres noches hasta su traslado en las naves argentinas y británicas, con 20 grados bajo cero y un viento que cortaba la piel.
"Me impresionó mucho que varios lloraban por tener que irse de las islas. Querían ver a sus familias, pero también dejaban amigos muertos en ese lugar", relató.
Fuhrer no se fue. Se quedó con el último grupo de prisioneros argentinos, que los ingleses retuvieron 2 o 3 semanas para que colaboraran en el desminado de las islas, porque conocían la ubicación de las bombas.
Ya con la crueldad del invierno encima, los 30 o 40 hombres se sentían abandonado de todo, y pensaban que nunca los dejarían volver.
El enviado de la Cruz Roja vivía con ellos, intercedía por frazadas y provisiones y se comunicaba con sus familias para avisarles que estaban vivos. "Lo único que podía decirles era que hasta que ellos no volvieran, yo tampoco volvía. Era su garantía de que nadie los iba a matar."
Pero al final todos volvieron. Hoy Fuhrer, de 50 años, es el director del Departamento Internacional de la Cruz Roja de Suiza y cuando se le pregunta qué identificó a la Guerra de las Malvinas de la treintena de conflictos armados que presenciaría después, no lo duda: el respeto a las víctimas y a las reglas de la guerra.
Todavía se acuerda de que el helicóptero británico que lo depositó en el buque hospital argentino Almirante Irizar aprovechó para intercambiar medicamentos con "el enemigo", porque no había bandos para los heridos.
Para él, fue una de las últimas guerras en las que dos ejércitos nacionales se enfrentaron, con todo lo que eso implica. Después, los conflictos armados cambiaron y las milicias, los paramilitares y las guerrillas entraron en acción.
"Ya no hubo más reglas, y lograr cierto respeto por los heridos, los prisioneros y los civiles se volvió mucho más complicado", se entristece.