El buen milico
Mientras participaba de la jornada, recordé el festejo de uno de mis cumpleaños al que vino un amigo militar. Los demás invitados no lo conocían, no sabían a que se dedicaba. En cierto momento, en medio de una animada y risueña conversación, hizo un comentario sobre una de sus misiones con la ONU en Haití. Apareció un hueco de silencio; algunos rostros mostraron ojos y bocas de asombro y suspicacia. No faltó quien, un rato después, me susurrara en un rincón cosas como: “que buena onda resultó el milico”, “mirá que simpático el soldier”, “no me lo imagino en uniforme; es bastante humano”, “parece buena gente”. Y entonces comprendí lo que nos había pasado como sociedad; lo que se había moldeado en, por lo menos, tres generaciones de jóvenes.
En sus conciencias, un militar era otra especie, un sub-humano; algo así como un clon de Star Wars: una máquina de matar obediente, sin criterio, sin familia, sin humanidad. Para cualquiera que amara la paz, las cosas buenas y bellas de la vida, resultaba inconcebible que un uniformado fuera un hombre de carne y hueso, y mucho menos, con sentimientos y pensamientos (propios). La perversión en el juicio era tal, que el solo hecho de pertenecer a una fuerza simbolizaba un deshonor, un fracaso de vida. El relato estaba tatuado a fuego en la médula cultural: militar era sinónimo de represor, torturador y asesino, y ahí se terminaba el asunto.
Entonces pensé en cuánta gente, al dejarse arrastrar por el prejuicio de ver en un uniforme al diablo mismo, se pierde la oportunidad de la amistad e intercambio con buenos hombres. Vi cuántos muros se erigen y cuántos abismos se abren lacerando así todos los encuentros sociales. Y lo tuve presente gracias a la primera persona que encontramos en la puerta del maltrecho Regimiento. Había participado de la defensa en la batalla de La Tablada. Vestido y equipado como para un día de picnic, nos recibió cual anfitrión a sus invitados en la puerta de casa; se puso a disposición para lo que necesitáramos. Con esa actitud generosa y positiva dibujó un living comedor simbólico a través de una festejada ronda de mate. El ofrecimiento de agua o jugo al que más tarde se sumarían galletitas y facturas de los que iban llegando, no cesó durante toda la mañana en que duró la pintada de murales, así como el acto principal bajo un sol fulminante. Mientras se llevaban a cabo los discursos de conmemoración, la entrega de diplomas a los veteranos y familiares de los caídos, se lo podía ver yendo de un lado a otro ofreciendo un vaso de agua o gaseosa a todos los participantes (decenas de personas), en un claro obsequio que había salido de su propio bolsillo. Pero no fue solo eso; en más de una oportunidad expresó con absoluta libertad que no sentía rencor y que no estaba de acuerdo con aquellos que propician el odio hacia los terroristas y sus defensores explícitos o implícitos, que lo único que le importaba era que se reconociera el valor y la humanidad de las personas, entre ellos sus amigos y compañeros, que no solo perdieron la vida sino la oportunidad de ser vistos ante la sociedad en su justa dimensión.
Otro veterano que yacía en una silla de ruedas inmovilizado desde el cuello hacia abajo, abrazó con su mirada brillante, atenta, llena de vida a cada uno de los que se acercaban a saludarlo. En su primera salida pública después de varios años encerrado por su convalecencia física, agradeció la presencia de los que estábamos ahí. En referencia a la escasa y nula difusión del evento entre la población general y desde los medios de comunicación masivos en particular, remarcó la importancia de “esos pocos” como “mucho”: “no importa el tamaño del homenaje o la cantidad de gente, lo importante es que haya alguien que pueda ver lo que se demostró acá. La sola intención es algo muy grande para los que vivimos esos días, especialmente para quienes murieron. Lo más pequeño del mundo puede ser algo inmenso. Muchas gracias por acercarse y compartir éste día tan importante para nosotros”.
Reconocimiento: un acto de amor
A contramano de la idea que se tiene sobre aquellos que defienden las Fuerzas Armadas y de Seguridad, el discurso del Licenciado Sebastián Miranda (uno de los participantes en la organización del homenaje y autor del libro Los Secretos de La Tablada) desbordó en ecuanimidad, emoción, agradecimiento y, muy especialmente, en el acento sobre la palabra Amor: “El principal objetivo de quienes organizamos este encuentro es recordar a los caídos, acompañar a las familias, aunque no nos haya pasado a nosotros en particular; no perdimos un padre, no perdimos un hijo, pero nos imaginamos el enorme dolor que eso significa. Y en esta sociedad ingrata, amnésica, encima del dolor que padecieron, también tienen que sufrir el del olvido. Estamos acá para que se sientan acompañados…” Un punto importante fue el pedido por la recuperación del predio (aunque sea una parte) para que se convierta en un espacio de “recuerdo” en el marco de la realización de actividades culturales que beneficien a toda la sociedad. El foco apuntaba a un aspecto esencial: “No queremos una Argentina basada en el odio y el resentimiento. Creo que siempre tenemos que apostar a la vida, y así como nos gustaría que el regimiento fuera recuperado para recordar a los caídos y veteranos, quisiéramos que la mayor parte sea un espacio público, una plaza donde los chicos puedan jugar, donde los argentinos dejemos de hablar de muerte y empecemos a hablar de vida que es lo que estamos necesitando hacer de una vez por todas… nosotros no queremos ni peronismo, ni antiperonismo, ni izquierda ni derecha, queremos Argentina.” La mención de algunos actos heroicos acompañada cual mantra con la afirmación: “fue un acto de amor” fue un detalle trascendental en una convocatoria como ésa. Por ejemplo: “El sargento Esquivel ve a un conscripto herido ¿qué hace? Deja el arma a un costado y va a auxiliarlo. Los cobardes atacantes aprovechan que deja el arma para matarlo en ese momento. El último acto en la vida de Esquivel fue un acto de amor; fue dar la vida como le corresponde a un superior con un subordinado”.
El acento en la construcción también se escuchó en las palabras de Silvia Ibarzábal, Vice-Presidente de Afavita: “Nosotros, los aquí reunidos, víctimas de los psicópatas y de los mercenarios (…), no estamos alimentados de odio. Nosotros… sus deudos, reclamamos un gesto de grandeza para construir un país sin olvidos pero con una mirada superadora sobre el pasado”.
Asimismo las palabras de la Dra. María Victoria Villarruel de CELTYV, acompañaron éste abrazo simbólico: “Difícilmente podamos pensar en un país para todos cuando la sangre de algunos es ocultada para garantizar la impunidad de otros… A todos esos hombres anónimos que el 23 de enero de 1989 se alistaron para defender esta unidad, el sistema democrático y la tranquilidad de los argentinos, la eterna gratitud de quienes tenemos memoria y respetamos la ley y la Constitución Nacional. Y a esos 11 héroes que el terrorismo arrancó, que su sacrificio no sea en vano y sigan inspirando nuestros días en ésta lucha diaria por el reconocimiento de los DD.HH. Para las víctimas civiles y no combatientes de terrorismo…”
Los niños
La curiosidad, el asombro, la inocencia y el entusiasmo infantil suelen ser arcilla fresca para moldear un cuenco receptor de mensajes trascendentales. En los niños y jóvenes laten los nuevos impulsos y todo aquello que espera ser descubierto. En la mañana del feroz avasallamiento, los adolescentes que estaban haciendo el servicio militar obligatorio fueron sumergidos en el pavor del terror, de ése “monstruo grande que pisa fuerte” de sus peores pesadillas infantiles. La vida adulta que recién asomaba era amenazada por el capricho de un mercenario internacional como Enrique Gorriarán Merlo. Aunque el resguardo de los conscriptos fuera una de las prioridades de los militares de carrera, en el infierno desatado no pudieron evitar que la parca se llevara a algunos de ellos en ropa de dormir y desarmados.
Esos muchachos recién salidos del seno familiar -en el servicio-, estaban haciendo por primera vez lo que seguramente habrán garabateado hasta poco tiempo antes en sus fantasías sobre juegos de guerra. Al ser sorprendidos (la mayoría de ellos estaba durmiendo), no tuvieron la oportunidad de defenderse o poner en práctica lo aprendido.
Como impregnados de ése hálito cercenado aquel día, durante el homenaje, los niños presentes escuchaban con atención los discursos, y con reverencia natural se mantuvieron firmes (algunos, en un gesto mágico que derritió corazones nostálgicos) hicieron la venia, acompañando así a los únicos dos militares activos presentes mientras sonaba el Himno Nacional y la emblemática melodía “Toque de Silencio”. Una vez finalizado el acto, cuando un grupo se aventuró a ingresar al predio abandonado y vigilado por una empresa privada, los hermanitos Martín y Guillermo -por alguna misteriosa razón de la curiosidad inocente-, se dedicaron a contar ventanas. En medio de una conversación sobre la importancia del lugar, donde el lamento y la indignación por las condiciones catastróficas eran protagonistas, uno de ellos eleva su voz aguda; con una sonrisa enorme convocó al bálsamo de una pausa memorable en un minuto eterno que prosiguió al silencio generado en el anuncio de Martín: “hay 69 ventanas con los vidrios sanos, enteras”.
Los rostros se relajaron; en todos apareció una sonrisa fresca, y entonces supimos que el murmullo de la esperanza se hizo presente a través de ese hilito de voz infantil. La importancia no estaba en lo destruido sino en lo que seguía en pie. El tesoro poético encontrado por dos niños entre las ruinas, encendieron una vela para achicar la oscuridad del odio, el dolor y el olvido.
CONTINUA....