Bariloche, capítulo abierto
Por Silverio E. Escudero - Exclusivo para Comercio y Justicia
Concluyó, en Bariloche, una nueva Cumbre Extraordinaria de Jefes de Estado y de Gobierno de la Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur). A tenor de los partes de prensa continentales ninguno de los participantes dejó de sentirse un protagonista esencial.
Una lectura circunstancial de los discursos permiten valorar que sólo Evo Morales estuvo a la altura de las circunstancias. Defendió con ardor el ideal latinoamericano al exigir que el colectivo prohibiera el establecimiento de bases militares foráneas: “Si nadie quiere –apuntó- una base militar ¿por qué no podemos firmar acá un documento que (indique que) los presidentes de Sudamérica no aceptan ninguna base militar extranjera?”
El debate, no exento de tensiones, discurrió. Dos ideas fuerzas quedaron plasmadas al final de la jornada.
1. La ampliación de los acuerdos militares entre Colombia y Estados Unidos no genera tranquilidad ni confianza entre los países miembros de la Unasur. Profundiza, en cambio, dudas y rispideces.
2. La intención de incorporar en la agenda común temas controversiales como la seguridad regional y las políticas de defensa desnudó las debilidades de este novel organismo regional habida cuenta de que cada uno de sus miembros difícilmente abandone sus presupuestos ideológicos.
El presidente Álvaro Uribe no quiso, en su discurso, despejar dudas sobre las pretensiones hegemónicas de la Casa Blanca. Centró sus argumentos en valorizar la presencia de fuerzas estadounidenses en su país como “un apoyo práctico y eficaz (ya que) pocas veces hay una cooperación práctica, más allá del plano discursivo”, en temas de seguridad.
Niega, además, que el tratado bilateral implique una supuesta renuncia de Colombia a su soberanía: “No hay abdicación y se impide” –afirmó- “la intervención en otros Estados”. “El acuerdo se rige por la integridad territorial de los Estados. Dispone que este acuerdo no se puede usar para la intervención de otros Estados (...) Colombia no acepta el tránsito de tropas o naves de guerra, porque nuestra Constitución lo prohíbe. Es un acuerdo de inteligencia táctica y estratégica.”
América Latina conoce de las prácticas del Departamento de Estado estadounidense. Muchos han sido los que creyeron en sus “buenas intenciones”. No hay razón suficiente para ser ingenuos. Es que, tarde, se supo que algunos mandatarios latinoamericanos, dueños de encendidos discursos cuajados de patriotismo, fueron reclutas destacados de la Central de Inteligencia. Anotemos, a vuela pluma algunos nombres: Adolfo López Mateos, Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría y Luis Salinas de Gortari de México; los bolivianos Hugo Bánzer, Jaime Paz Zamora y Gonzalo Sánchez de Lozada; los brasileños Humberto Castello Branco, Artur da Costa e Silva, Augusto Rademaker y Emilio Garrastazu Medici, el eficaz y diligente “peón” que, contribuyó, a instancias de Richard Nixon, al derrocamiento de Salvador Allende.
Es preciso registrar algunos hechos que abrigan nuestro aserto. Las naciones sudamericanas, en 1820, vivían horas difíciles. La guerra por la independencia había agotado las arcas. Muchos gobiernos miraron hacia Estados Unidos en busca de ayuda financiera. Bernardo de O'Higgins, como jefe de gobierno, envía una misión diplomática en busca de socorro. Hubo negociaciones complejas. La respuesta fue casi inmediata. A cambio del préstamo, Estados Unidos requería –como garantía- que Chile ingresara a la Unión como Estado asociado y denunciara todos los convenios que le unían al resto de las naciones. La Doctrina Monroe, recién enunciada, fue el marco doctrinario. El intermediario, William Brigham, abandonó Santiago a matacaballos. Nadie supo explicar tamaño apuro.
El continente fue testigo de nuevos intentos hegemónicos. El Caribe es prioritario. Ocupa el centro de la escena. Las pequeñas repúblicas centroamericanas caen una tras otra. Usó todos sus recursos para evitar se consolidaran como unidad política independiente las Provincias Unidas del Centro de América. Dinamitó –más tarde– la Confederación de Centroamérica y la República Mayor de Centro América. Para ello, el gobierno estadounidense contó con la imprescindible complicidad de la iglesia católica, sectores conservaduristas y el apoyo, sin cortapisa, de los grandes latifundistas. La idea, sin embargo, del horizonte común, persiste.
El siglo XX trae nuevos padecimientos. El 2 de septiembre de 1902, Teodoro Roosevelt acuña la Doctrina del Gran Garrote. Avisa al mundo que, más allá de la diplomacia, esta dispuesto a usar la fuerza. Los primeros en sufrirla, naturalmente, fueron los países caribeños. En 1904, “El Cazador”, se erige en el arbitro: “Si una nación –explica- demuestra que sabe actuar con una eficacia razonable y con el sentido de las conveniencias en materia social y política, si mantiene el orden y respeta sus obligaciones, no tiene por qué temer una intervención de los Estados Unidos. La injusticia crónica o la importancia que resultan de un relajamiento general de las reglas de una sociedad civilizada pueden exigir que, en consecuencia, en América o fuera de ella, la intervención de una nación civilizada y, en el hemisferio occidental, la adhesión de los Estados Unidos a la Doctrina Monroe puede obligar a los Estados Unidos, aunque en contra de sus deseos, en casos flagrantes de injusticia o de impotencia, a ejercer un poder de policía internacional.”
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