Batalla de Isla Terceira (26 de julio de 1582):
Felipe II consolida el trono de Portugal,por José Ramón Cumplido Muñoz
En Julio de 1582 tuvo lugar la primera gran batalla naval en la que intervinieran galeones, en la cual una flota mandada por Don Álvaro de Bazán, Marqués de Santa Cruz y Capitán General de Galeras, derrotó en las cercanías de la Isla Terceira (San Miguel de Azores), en las Azores, a una flota mercenaria francesa que apoyaba las pretensiones de Don Antonio, Prior de Crato, de convertirse en Rey de Portugal. De este modo, Felipe II aseguraba para sí el trono de Portugal, con su inmensa cadena de establecimientos coloniales que unidos a las ya de por sí enormes posesiones españolas, convertirían a Felipe en uno de los monarcas más poderosos de toda la Historia.
Sin embargo, con aquella victoria y en la euforia del triunfo, los capitanes españoles creyeron ver confirmados sus modos de combatir, que en acontecimientos posteriores se revelaron superados por los nuevos tiempos y que acabarían teniendo consecuencias funestas para España y para sus marinos.
La unidad Ibérica
Durante el s. XVI, España y Portugal se convirtieron en los estados más poderosos de Europa gracias a sus imperios coloniales y a una serie de matrimonios políticos que entrelazaron a las dos dinastías entre sí y con el resto de la realeza europea. Cuando Sebastián de Portugal murió en 1578 en la batalla de Alcázarquivir, le sustituyó el Cardenal Infante Don Enrique, quien anunció su voluntad de casarse para obtener un heredero, muriendo antes de obtener la dispensa del Papa. Su muerte indujo a Felipe II, como primo del último rey, a reclamar el trono de Portugal frente a Don Antonio, Prior de Crato y sobrino ilegítimo del rey Juan.
Para "apoyar" sus razones, Felipe envió a Don Fernán Álvarez de Toledo, Duque de Alba, al frente de un ejército que, descendiendo el cauce del Tajo, ocupó en Lisboa. Para apoyar al Duque de Alba, Don Álvaro de Bazán, el más afamado Almirante de la época, entraría por la desembocadura del Tajo navegando hasta el puerto de Lisboa. Felipe utilizó sobornos con amplitud y repartió títulos y tierras entre los nobles para recabar partidarios, pero aún así el Duque de Alba hubo de combatir para contrarrestar el apoyo que Don Antonio recibió de las clases populares. De todos modos, a finales de Agosto de 1580 el control de Portugal por parte de Alba ya era efectivo y Don Antonio hubo de refugiarse en las islas Azores. Finalmente, en 1581, ante las Cortes de Tomar, Felipe fue reconocido como Rey de Portugal. En atención a la autonomía solicitada por el Reino fue creado en 1582 el Consejo de Portugal, aunque sólo sirvió para asentir las decisiones de Felipe, y la administración de Portugal pasó a disolverse entre la burocracia estatal castellana.
Al tiempo que dominaba toda la Península Ibérica, Felipe II recibía la red portuguesa de establecimientos en las Indias Orientales, África y Brasil, y además, la más firme tradición naval de Europa se ponía a su servicio. Portugal llevaba más de un siglo comerciando con la India por mar, y sus barcos tenían merecida fama por su gran tamaño, necesario para cargar mercancías en gran número (no eran raros los buques de 1.000 toneladas) y robustez, pues el largo viaje a lo largo de África y el Océano Indico, haciendo uso exclusivo del velamen, imponía severas condiciones. Un cronista español, Escalante de Mendoza, escribía en 1575 que "las naos y galeones que en Lisboa se labran para sus navegaciones y armadas son en todo más fuertes que otras ningunas".
En contraste con esto, la construcción naval de Castilla no se había especializado en ningún tipo concreto, abarcando todo tipo de buques, grandes o pequeños, para comerciar por toda Europa y las Américas, ya fuera en el Báltico o en el Caribe. Aunque no faltaban grandes galeones, el prestigio del poder militar español en el mar se concentraba en las galeras, un tipo de buque inadecuado para los océanos pero excelente en el Mediterrráneo, donde en 1571 habían conseguido vencer en Lepanto, gracias en buena parte a la actuación de Don Álvaro de Bazán. Ahora Felipe pondrá los grandes galeones oceánicos de Portugal al mando del mismo Don Álvaro para tomar las islas Azores, único sector de territorio portugués que todavía no controlaba y donde el Prior de Crato, Don Antonio, trataba de reorganizarse.
Las nueve islas de las Azores están situadas en medio del Atlántico formando parte de las rutas de la Carrera de Indias. La necesidad de hacer escala en estas islas en el viaje de regreso produjo, ya desde los primeros tiempos de la Conquista de América, un área perfecta para la actuación de los corsarios, en aquella época principalmente franceses. Hasta entonces, tanto Felipe II como su padre, el Emperador Carlos, toleraron de mala gana la presencia de los corsarios en las Azores, ya que cualquier acción en la zona hubiera significado un conflicto directo con Portugal. Ahora se presentaba ante Felipe la oportunidad de eliminar a su rival y al mismo tiempo aumentar la seguridad de los navíos venidos de la Carrera de Indias desde América y de la Flota del Tesoro desde las Indias Orientales.
Desde la isla Terceira, la segunda en tamaño del archipiélago, Don Antonio estaba buscando apoyos en las cortes europeas para reclutar un ejército que le permitiera conquistar Portugal. En Inglaterra consiguió algunos fondos, pero en la corte de Francia fue donde consiguió sus mayores simpatías, seguramente esperando obtener alguna posición ventajosa en las Azores para los corsarios franceses y al mismo tiempo socavar un poco el enorme poder acumulado por Felipe II. Se estableció un acuerdo por el que el condottiero Filippo Strozzi, un noble florentino primo de la reina madre, se pondría al servicio de Don Antonio. Strozzi reunió 6.000 soldados y una flota de 60 barcos que zarparon desde Belle Île el 16 de junio de 1582 hacia las Azores.
La batalla de la Isla Terceira
Los agentes al servicio de Felipe habían seguido el peregrinaje de Don Antonio por Europa y habían alertado de la salida de la flota de Strozzi. Arrinconado en las Azores, Don Antonio no parecía un serio rival, pero habiendo obtenido tropas y buques, obligaba a Felipe a organizar rápidamente una flota con la que hacerle frente. Para ello en Lisboa se habían concentrado 36 barcos capitaneados por Don Álvaro de Bazán, Marqués de Santa Cruz, quién desde 1576 era Capitán General de Galeras. De hecho, Don Álvaro era especialista en las tácticas de galeras y en la batalla de Lepanto, en la cual estuvo al mando de la escuadra de retaguardia, había entrado por una abertura en la línea frontal del despliegue enemigo y en última instancia, dando la victoria a La Liga Santa. Felipe II le concedió el título de Marqués de Santa Cruz por este gran triunfo y ahora Felipe volvía a recurrir a su mejor marino. Al mando de una flota oceánica de galeones y mercantes armados con grandes cañones, Don Álvaro iba a encontrarse con un combate naval sin precedentes, pues nunca antes habían luchado en mar abierto un grupo numeroso de barcos de semejante tamaño y fuertemente armados.
Don Álvaro izó su estandarte en un gran galeón portugués armado con 48 cañones, el San Martín, de 1.000 toneladas y zarpó el 10 de julio. El Maestre de Campo Don Lope de Figueroa, quien mandaba las compañías del Tercio embarcado, unos 6.000 hombres, se encontraba a bordo de otro galeón portugués, el San Mateo, de 36 cañones. Otro reputado marino, el Capitán General de la Armada de Guipúzcoa, Don Miguel de Oquendo (padre de otro futuro gran Almirante de España, don Antonio de Oquendo), tenía el mando de una escuadra de mercantes armados, mientras que otra escuadra reunía a los mercantes y buques auxiliares. El mismo Don Álvaro aportaba una escuadra de galeazas de su propiedad, que armaban unas 50 piezas de artillería cada una, y que a diferencia de las que participaron en Lepanto, solían navegar principalmente a vela. Se esperaba además, que en un momento u otro se uniera a esta flota la escuadra de Don Juan Martínez de Recalde.
Al poco de zarpar, la flota española se encontró con una tormenta que dispersó las escuadras obligando a cuatro barcos a regresar a Lisboa. La flota de Don Álvaro consiguió reagruparse anclando el día 22 de Julio en Villagranca, al sur de la isla de San Miguel, pero la flota de Strozzi se encontraba en las Azores ya desde el día 16. Don Miguel de Oquendo fue destacado para reconocer la flota francesa, encontrándola en Punta Delgada, doce millas al Oeste, donde se contaron hasta 56 barcos franceses. La flota francesa era numéricamente superior, sin embargo, el promedio de tamaño de los buques franceses era menor que el de los españoles y portugueses, impuesto sobre todo por el escaso calado de los puertos franceses, proporcionándoles a cambio la ventaja de ser muy maniobrables y buenos veleros. Don Álvaro convocó una reunión de los capitanes de su flota para celebrar consejo, donde acordaron entablar combate inmediatamente aún contra un enemigo superior en número sin esperar la llegada de los refuerzos de la escuadra de Recalde.
Con la flota francesa ya en alta mar, Don Álvaro decidió adoptar para su flota el despliegue habitual para una formación de galeras organizando una formación cerrada en línea de frente. El galeón San Martín, como buque insignia de Don Álvaro ocuparía el centro de la formación flanqueado por los barcos más poderosos, y a continuación lanzó sus barcos a la lucha. Pero a diferencia de las galeras que utilizaban los remos para lanzarse al ataque en cualquier dirección sin preocuparse del viento, los galeones propulsados únicamente por el velamen de su aparejo en cruz podían quedar inmóviles por la ausencia de viento. Y esto fue precisamente lo que sucedió: rápidamente la intensidad del viento disminuyó hasta encalmarse por completo y las dos flotas se vieron condenadas a la inmovilidad pasando la noche meciéndose suavemente frente a Punta Delgada.
Durante los siguientes tres días sólo soplaron unos vientos muy ligeros, lo que no permitió a ninguno de los adversarios lanzarse de nuevo al ataque. Se entablaban periódicamente escaramuzas en los flancos de la flota española cuando un grupo de franceses se aproximaba en un intento de aislar alguno de los barcos más adelantados. Pero en todas estas ocasiones, el grueso de la flota española pudo maniobrar y ahuyentar a los incursores. Sin embargo, ya en la tarde del segundo día, los franceses decidieron actuar con tres escuadras completas. La retaguardia española, al mando de Don Miguel de Oquendo, dio la vuelta para aceptar el combate. El San Martin y el San Mateo, que en ese momento se encontraban con viento a favor, viraron para sumarse a la refriega que, con un breve e intenso cañoneo por ambas partes, terminó cuando los franceses decidieron retirarse nuevamente, dejando tras de sí un barco español con vías de agua bajo la línea de flotación.
Durante estos tres días, Strozzi había contado siempre con la ventaja del barlovento, pues el viento había soplado siempre desde detrás de su flota y de cara a la flota española, permitiendo a los franceses colocarse en la mejor posición para elegir el punto de la formación española donde lanzar su ataque. Situado a sotavento, Don Álvaro trató en repetidas ocasiones de mejorar su posición, pero los barcos franceses, más rápidos y manejables, acababan siempre por volver a la zona desde donde soplaba el viento. Sin embargo, durante la noche del 24 de Julio, consiguió hacer virar su flota entre la oscuridad sin ser detectado y cuando amaneció, la flota española estaba situada detrás de la flota de Strozzi y con el viento a favor.
Don Álvaro volvió a formar su barcos en línea de frente y dio la orden de ataque. Pero en este crucial momento tuvo lugar un suceso que daría al traste con el nuevo ataque. El buque en el que se hallaba embarcado Don Cristóbal de Eraso, lugarteniente de Don Álvaro de Bazán, desarboló su palo mayor. Don Álvaro, al comprobar que perdía uno de los barcos más importantes de la formación, decidió no proseguir con el ataque y viró para remolcar a Eraso, acabando aquí otra jornada infructuosa.
Al amanecer del día siguiente, 26 de Julio, las dos flotas se encontraban a unas dieciocho millas de la costa. Hacia las ocho de la mañana comenzó a soplar viento del oeste y de nuevo los franceses se encontraron con la ventaja del barlovento. A mediodía, al norte de la isla de San Miguel, las dos flotas navegaban en formación de línea separadas por dos o tres millas y en cursos paralelos pero contrarios. Strozzi se dirigía hacia el Oeste y Don Álvaro de Bazán hacia el Este. En este momento el buque del Maestre de Campo Don Lope de Figueroa, el galeón San Mateo, se salió de la formación dirigiéndose hacia la flota francesa. Parecía que Figueroa estaba rompiendo la formación únicamente por su voluntad de retar a los franceses y buscando su gloria personal, pero en todo caso se estaba convirtiendo en un blanco muy vulnerable.
Filippo Strozzi no se lo pensó dos veces. Durante las jornadas anteriores su táctica había consistido en atacar los barcos más alejados de la flota española con la esperanza de separarlos y batirlos uno a uno. Ahora con el segundo buque más importante de la flota española se le presentaba su mejor oportunidad y Strozzi ordenó a su propio buque insignia y al de su lugarteniente y tres galeones más dirigirse a cobrar la pieza que se les ponía a tiro.
El buque insignia de Strozzi fue el primero en romper el fuego con su artillería, hizo una virada a babor y embistió el bauprés del San Mateo. Don Lope de Figueroa hasta el momento se había contenido de responder al ataque y esperó hasta que la nave insignia francesa se colocó junto a su costado y entonces le lanzó una andanada completa a quemarropa. La almiranta francesa se colocó a estribor y Figueroa aprovechó para lanzarle una andanada con las piezas de ese costado. Mientras, la nave del lugarteniente de Strozzi se situó en el costado de babor y su tripulación se aprestó para el abordaje lanzando cables con garfios a las bordas del San Mateo. Los tres galeones franceses restantes que se habían lanzado al asalto junto con la nave de Strozzi se situaron a popa del San Mateo, su parte más desprotegida, y desde la que no se podían devolver los golpes, y desde allí comenzaron a castigar impunemente el castillo de popa.
El San Mateo aguantó durante dos horas el castigo al que le sometieron los cinco buques franceses. Su casco recibió más de 500 impactos de artillería y fue desarbolado de mástiles y aparejos. La mitad de la tripulación y de los soldados habían sido muertos o heridos, pero el San Mateo no mostraba evidencias de aflojar su defensa. Durante esas dos horas el resto de la flota española había estado efectuando trabajosamente una maniobra de virada en contra del viento. La primera escuadra en llegar al lugar del combate fue la retaguardia formada por los mercantes armados de Don Miguel de Oquendo. El galeón castellano Juana de 350 toneladas y un mercante armado fueron los primeros en llegar y lanzar una andanada contra el buque de Strozzi. Tras ellos llegaba el propio Oquendo, quien se lanzó con su buque entre la almiranta y el San Mateo, cortando los cables de abordaje que trababan a los dos combatientes. Acto seguido lanzó una andanada completa contra el buque francés matando a 50 tripulantes. Oquendo dio la orden de lanzar los garfios de abordaje y él mismo lideró el asalto hasta el castillo de popa donde consiguió capturar la bandera del buque. Durante el combate cuerpo a cuerpo Strozzi recibió una herida de bala que se reveló al instante de gran gravedad. Una vez conquistado el castillo de popa, y dado que el buque francés estaba comenzando a hundirse, Oquendo decidió dar la orden de regresar a su propio barco abandonando a los franceses a su suerte.
Ahora, en el momento más decisivo y cuando el combate se había generalizado, la escuadra de la retaguardia de la flota de Strozzi abandonó la batalla. La lucha se desarrollaba sin que ninguna de las dos flotas intentara siquiera mantener una mínima formación. La confusión era total y cada capitán maniobraba su nave según sus propias circunstancias. La única directriz común era buscar un oponente, abrir fuego y enzarzarse mutuamente con los garfios para pasar luego al abordaje. Existía un acuerdo tácito entre los marinos de la época por el cuál las naves almirantas de dos flotas enfrentadas debían entablar un duelo singular y del que dependería el resultado final del combate. Así la nave insignia de Don Álvaro se abrió paso entre la confusión buscando el buque insignia de Strozzi, quien desde el combate con Don Miguel de Oquendo se hallaba a la deriva. Don Álvaro finalmente localizó el buque de Strozzi y decidió pasar al abordaje para cobrar la pieza, aún sabiendo que el buque francés hacía agua.
Después de cinco horas de combate, Strozzi no se hallaba en condiciones de continuar combatiendo. Con 400 muertos a bordo de un buque que se hundía y él mismo gravemente herido, fue capturado y llevado a bordo del San Martín para rendirse. Pero Don Álvaro no pudo recibir la espada de Strozzi de sus manos ya que éste murió mientras era llevado a bordo.
Los buques franceses al ver rendido su buque insignia renunciaron a seguir el combate y se retiraron en todas direcciones dando por concluida la batalla. El día terminaba con un rotundo triunfo de Don Álvaro de Bazán a pesar de haberse enfrentado a fuerzas superiores. La flota francesa había perdido un total de 11 naves, entre ellas la nave capitana. Las bajas francesas fueron de unos 1500 muertos, incluyendo a su Almirante, mientras que los españoles tuvieron una moderada cifra de 250 muertos. A pesar de la victoria, Don Álvaro juzgó imprudente continuar la campaña por tierra con soldados que acababan de librar un combate y dio la orden de volver a Lisboa para reparar los buques.
Durante el año siguiente se reunió una nueva armada de 98 buques donde embarcó un ejército de 15.000 hombres distribuidos en diecisiete compañías, al mando del Maestre de Campo Don Agustín Iñiguez de Zárate, quien ocupaba el puesto de Figueroa, quizá como reprimenda por su peligrosa iniciativa al romper la formación. Don Álvaro de Bazán regresó a las Azores en Julio de 1583 y en dos semanas se hizo con el control de todo el archipiélago, obligando al aspirante al trono Don Antonio a huir a Francia.
Después de la conquista definitiva de las Azores, la fama de Don Álvaro de Bazán fue mayor que nunca. Felipe II le otorgó le nombró Capitán General del Mar Océano y Grande de España. Después del triunfo en Terceira, el mejor marino con que contaba España recibió el encargo de una nueva misión: preparar la Empresa de Inglaterra.
Conclusiones y enseñanzas
La rotunda victoria de Don Álvaro fue conseguida sin duda gracias al mayor tamaño de sus buques de alto bordo, en especial los portugueses, lo que les proporcionaba mayor altura sobre el mar, permitiéndole dominar a los buques franceses más rasos, aunque mejores veleros y mucho más maniobrables. La mentalidad militar de la época en España continuaba las más rancias tradiciones cuyo origen se remontaba a la Reconquista, y que tenían su perfecta continuación en la Conquista de las Américas y en las guerras en Italia y Flandes. Los buques españoles fueron diseñados con grandes superestructuras a proa y popa, desde donde disparar contra los tripulantes enemigos, como una versión naval de las fortalezas castellanas pues no en vano estas estructuras se llamaron "castillos" e incluso en la actualidad se sigue usando tal nomenclatura. Además, los combates navales en los que intervinieron los capitanes españoles eran concebidos como combates entre caballeros e infantes, la gente de guerra, dejando que la gente de mar se ocupara únicamente de gobernar el buque e incluso menospreciando el manejo de la artillería. Las tácticas de la época estimaban que el momento decisivo del combate era el abordaje, por lo que la altura de la borda se consideraba el factor determinante de la victoria. Incluso las ordenanzas españolas para el uso de la artillería de los buques establecían, que "...una vez cerradas las distancias, al alcance de lombardas y cañones, se debe orzar para descargar la artillería montada en el costado de sotavento, sobre la lumbre del agua del buque enemigo..." Tras esto, "...el buque debe arribar para descargar la artillería que estaba a barlovento y abordar al enemigo al amparo del viento, con el fuego de apoyo de la gente y piezas situadas en las cofas y altos". Es decir, el uso que se establecía de la artillería consistía casi únicamente en descargar las dos andanadas que se habían preparado con anterioridad al encuentro con el fin de causar ya desde el inicio la mayor cantidad de daño posible y abordar el buque con un trozo de abordaje compuesto principalmente de soldados e infantes profesionales, que siempre en las naves españolas estuvieron embarcados en gran número. Además, en las naves españolas se conservó durante largo tiempo el uso de lombardas, piezas de hierro forjado que disparaban proyectiles de piedra, los bolaños, pues debido a la fragilidad del proyectil en sí, cuando impactaba contra cualquier estructura se dividía en miles de fragmentos que actuaban como metralla, causando gran número de bajas entre los tripulantes, pero escasos daños en los buques. También eran favoritas entre los españoles las culebrinas, unas piezas de pequeño calibre que se situaban en los elevados castillos y que estaban pensadas para causar bajas entre los tripulantes enemigos.
Así, los preparativos que realizaba Don Álvaro de Bazan para la Empresa de Inglaterra continuaban su tradicional modus operandi que tan útil le había sido durante otras ocasiones. Sin embargo, Don Álvaro no tendría ocasión de ponerse al mando de la Felicísima Armada ya que murió en Lisboa en 1588. Sin embargo, aunque su sucesor el Duque de Medinasidonia carecía del carisma del Marqués de Santa Cruz, los experimentados marinos españoles que se embarcaron en la Empresa de Inglaterra estaban decididos a continuar combatiendo al viejo modo, algo que los capitanes ingleses no aceptarían.
La fama de Don Álvaro de Bazán en el momento de su muerte era inmensa, y no es exageración decir que, en el que poco más tarde se revelaría como uno de los sucesos más críticos de su Historia, España y la Armada echaron a faltar su mejor Almirante.
Como ejemplo del fervor popular hacia el Marqués que circulaba entre los españoles en la época, he aquí sendos epitafios compuestos por dos de las grandes figuras de la Literatura española:
No en bronces, que caducan, mortal mano,
Oh católico Sol de los Bazanes
Que ya entre gloriosos capitanes
Eres deidad armada, Marte humano,
Esculpirá tus hechos, sino en vano,
Cuando descubrir quiera tus afanes
Y los bien reportados tafetanes
Del turco, del inglés, del lusitano.
El un mar de tus velas coronado,
De tus remos el otro encanecido,
Tablas serán de cosas tan extrañas.
De la inmortalidad el no cansado
Pincel las logre, y sean tus hazañas
Alma del tiempo, espada del olvido.
Luis de Góngora y Argote, 1588
El fiero Turco en Lepanto,
En la Tercera el Francés,
Y en todo mar el Inglés
Tuvieron de verme espanto.
Rey servido y patria honrada
Dirán mejor quién he sido,
Por la cruz de mi apellido
Y con la cruz de mi espada.
Lope de Vega, 1588 (sirvió como soldado
a las órdenes del Marqués de Santa Cruz)