Entre el cielo y el suelo
El aeropuerto de Madrid-Barajas es el quinto de Europa en tráfico de pasajeros
En plena temporada alta, indagamos en los secretos que esconde un billete de avión
Esta es la historia de un verano en la terminal del aeródromo más importante de España
El taller de motores de Iberia ocupa más de 47.000 metros cuadrados en un complejo, situado cerca del aeródromo, conocido como La Muñoza / Gunnar Knechtel
- Barajas. Iberia 6251. Airbus 330-300 en la posición 541 con información Whisky, listos, puesta en marcha.
–Buenos días, Iberia 6251. Puesta en marcha aprobada. QNH 1013 a Nueva York Kennedy, salida ZMIKEROMEO 1 Alfa Lima, pista 36 izquierda. SQ 1015.
–Iberia 6251, recibido. (…)
–Iberia 6251, estamos listos rodar.
–Iberia 6251, ruede. Punto de espera pista 36 izquierda, vía puerta 12 November y Zulu 3.
–Recibido, pista 36 izquierda, vía puerta 12 November y Zulu 3. (…)
–Iberia 6251 en Zulu 3, listos despegue. (…)
–Iberia 6251, autorizado a despegar, pista 36 izquierda, viento 350/10 nudos.
–Recibido, Iberia 6251 autorizado a despegar, pista 36 izquierda. En carrera.
A un lado de este diálogo, real, aunque resumido, se encuentran
los controladores que desde el fanal de la torre de control del aeropuerto Madrid-Barajas dirigen las maniobras de despegue de un vuelo cualquiera. Al otro, un piloto que espera instrucciones para situarse en posición, hacer bramar los motores, recorrer a máxima potencia los 4.350 metros de la pista 36L (una de las cuatro paralelas dos a dos por las que transcurre el tráfico de este aeródromo) y elevar el morro del gigante de acero rumbo, en este caso, al otro lado del Atlántico. Una cantinela de órdenes y confirmaciones reiteradas que, con distintos protagonistas, destinos y coordenadas, se repiten para los 1.000 vuelos diarios, de media (1.500 en días punta), que despegan y aterrizan en este aeropuerto, el quinto de Europa y el decimonoveno del mundo en tráfico de pasajeros.
Más de 45 millones de viajeros pasan por él cada año, una actividad que genera 15.178 millones de euros anuales, pero, a pesar de la normalidad con la que hoy día se viaja en avión, volar sigue despertando fascinación en el ser humano. Un ingeniero aeronáutico desplegaría su lado científico para hablar de fuerza de sustentación, velocidad, densidad del aire, gravedad… Pero hay
otro milagro que sucede detrás de cada avión que se va al aire, y es esa parte, compuesta de muchos paisajes distintos, que los pasajeros no ven cuando llegan a cualquier terminal del mundo preocupados por los horarios, fastidiados por las medidas de seguridad y obsesionados por identificar sus maletas para que lleguen con ellos a su destino.
Vista desde la Torre de Control Norte de la plataforma de la T-4 Satélite, donde estacionan algunos de los aviones de mayor tamaño. / Gunnar Knechtel
Igual que Tom Hanks, metido en la piel de Viktor Navorski, nos enseñó en
La terminal de Steven Spielberg cómo sobrevivir atrapado en el John F. Kennedy de Nueva York, el aeropuerto de Madrid-Barajas nos descubre la cara que casi nadie puede ver de él cuando se acaban de cumplir 80 años desde su primer vuelo comercial.
Ocurrió el 15 de mayo de 1933. Ocho personas, que habían pagado 150 pesetas cada una (menos del valor de un euro actual), y dos tripulantes se posaron en el bautizado Aeropuerto Nacional de Madrid a bordo de un Fokker VII de la compañía LAPE que había partido de Barcelona con el máximo de pasajeros que podía transportar. Desde que ese primer trimotor inauguró la solitaria pista de hierba hasta que
el pasajero número 1.000 millones tomó tierra el pasado 4 de julio en un Airbus 340-600 procedente de Bogotá (Colombia) con 342 viajeros a bordo, se han sucedido las ampliaciones, las revoluciones tecnológicas, ha aumentado la extensión de la zona aeroportuaria que hoy día ocupa 4.000 hectáreas, pero no se ha perdido la esencia que propició su nacimiento: transportar viajeros de un lado a otro del mundo, en la actualidad, 179 destinos de 65 países distintos.
El número de personas que diariamente pasan por este aeropuerto se podría comparar con la población estable de ciudades como Santander, Pamplona o San Sebastián. En una época del año en la que muchos viajeros están cerrando las maletas preparándose para sus vacaciones, ¿se han preguntado qué pasa con nuestros equipajes desde que los abandonamos en la cinta de facturación? ¿Quiénes y cómo se encargan de nuestra seguridad? ¿Qué procesos sigue un avión antes de despegar y desde dónde se dirigen? ¿Cómo se controlan unas instalaciones por las que transitan cada día casi 200.000 personas entre pasajeros, acompañantes y trabajadores (unos 45.000)? ¿Qué revisiones pasan los aviones? ¿Cómo se vive una hora punta de tráfico desde la torre de control?…
Más de 45 millones de pasajeros pasan por Barajas cada año, una actividad que genera 15.178 millones de euros
En esta
ciudad paralela a Madrid existe una frontera invisible que separa dos territorios: el
lado tierra y el
lado aire. El primero es un espacio abierto, que se podría identificar con la zona del edificio de la terminal en la que se mueven personas y equipajes antes del embarque. El
lado aire es el territorio de las aeronaves, y su estrella es el campo de vuelo. Aquí no entra cualquiera: solo pasajeros con tarjeta de embarque, previo paso por los controles de seguridad, y trabajadores autorizados, que tantas veces al día como crucen el espacio entre uno y otro lado, y por mucho que se conozcan entre ellos, deben identificarse y atravesar arcos y escáneres.
Pero ambos sectores comparten lo que empleados del aeropuerto denominan “el cerebro de la bestia”, el Centro de Gestión Aeroportuaria (CGA), situado en
la T-4, diseñada por el arquitecto británico Richard Rogers e inaugurada en 2006. En una gran sala con enormes pantallas divididas en cuatro áreas (seguridad, operaciones, servicio al pasajero y mantenimiento de instalaciones) 70 personas trabajan simultáneamente, por turnos, las 24 horas del día, y controlan todo lo que usted pueda imaginar que pasa en un aeropuerto, desde lo más grande hasta lo más pequeño. Desde asignar mostradores de facturación o las puertas de embarque hasta saber en qué lugar de la plataforma se encuentra estacionada cada aeronave; desde gestionar los problemas que puede generar un día de densa niebla hasta dar atención a un desmayo.
Cuantificando tantos procesos e incidencias como dependen de ellos, uno puede llegar a imaginar un lugar no apto para cardiacos. Sin embargo, en el CGA reina la calma. Al menos, aparentemente. Roberto Zazo es ingeniero aeronáutico y uno de los seis ejecutivos de servicio responsables de tomar la última decisión en este reino de las soluciones en tiempo real. Lleva tres meses en el cargo y no se muestra muy preocupado por la responsabilidad de ser uno de los
dioses de este Olimpo. “He estado en el Plan de Emergencias, conoces los medios y está todo muy organizado en procesos. Lo importante es tener información y poder dimensionar las alarmas. Ahora, con la crisis no solemos pasar de 1.000 vuelos diarios, aunque hemos llegado a 1.500, pero sigue siendo mucho movimiento de personas y es normal que pase algo continuamente. Sin embargo, los días muy complicados son pocos. La mayor parte se deben a problemas meteorológicos”.
Cintas transportadoras del Sistema Automático de Transporte de Equipajes (SATE), situado 20 metros por debajo de la T-4. / Gunnar Knechtel
Vecinos cercanos y colaboradores estrechos del CGA son los centros de operaciones de las 74 compañías aéreas regulares que operan en el aeropuerto. Iberia, líder en número de pasajeros en Barajas junto a Air Europa, Ryanair o EasyJet, posee uno de los más modernos Hub Control del mundo desde donde gestionan a sus casi 3.000 empleados, más de 1.000 vehículos motorizados y de 300 a 500 vuelos diarios si se suman los propios y los de otras compañías como British Airways, Qatar Airways, Cubana de Aviación o US Airways a las que atienden por ser un proveedor de handling, un término anglosajón, como tantos de los que colonizan el lenguaje de la aviación, que define todas las asistencias que se prestan en tierra a los pasajeros, los aviones, sus equipajes y las mercancías.
Hace solo tres años, este trabajo corría a cargo de 23 pequeños centros de asignaciones de tareas en los que el teléfono era la herramienta estrella. Ahora, la gestión es cien por cien digital. Terminales móviles, tabletas y teléfonos con aplicaciones especiales se utilizan para transmitir las operaciones, permiten aceptarlas y a la vez asignar trabajos a nivel local, sabiendo quién y qué está en cada sitio, en qué momento, cuándo ha finalizado una función y dónde se precisa iniciar otra. “Nuestro modelo de operación es singular respecto a otras aerolíneas porque el 60% de nuestros clientes lo son en conexión, es decir, pasan por Madrid para ***** otro vuelo y, en muchos casos, saltar a Latinoamérica”, explica Dimitris Bountolos, subdirector de Coordinación y Hub de Iberia. “Por tanto, lo prioritario es conectar clientes, equipajes, carga y tripulaciones”, continúa Bountolos, “y, además, hacerlo en franjas horarias en las que se concentran la mayor parte de los vuelos”.
En un recorrido de largo radio, como el del 6251 al que dejamos en carrera con destino a Nueva York al inicio del reportaje, se suceden más de 80 procesos principales que se tienen que realizar en el orden más eficiente y en el periodo de tiempo más corto posible: qué avión es el adecuado, dónde aparcará, la carga de combustible, el catering, los contenedores que viajarán en la bodega, la descarga de aguas residuales, la limpieza, el abastecimiento de agua potable, el transporte de la tripulación, por dónde embarcarán los pasajeros y el orden más adecuado para hacerlo, qué equipajes deberán desembarcar primero en destino, y así un proceso que parece interminable y que se repite una y otra vez con cada avión que aterriza o despega.
Para conseguir que las piezas encajen, el Hub funciona como un pequeño centro de inteligencia que analiza las previsiones de pasaje de cada aeronave. No se trata de saber si los viajeros son altos y rubios, casados o solteros. Ya hay otros grandes hermanos para esta misión. Pero sí importa su número, de dónde vienen o adónde van, si viajan en grupo, si vuelven eufóricos de un partido de fútbol o de un fin de semana de fiesta en Ibiza, si hay muchos niños sin acompañante o personas de movilidad reducida que puedan necesitar ayuda… De esos detalles dependen muchas de las decisiones que se suceden desde 48 horas antes de que el avión designado se ponga en la plataforma y comience la suma de procesos que permitirán que el vuelo despegue a la hora prevista. El objetivo es que cinco minutos antes de ese momento las puertas estén cerradas; las pasarelas, retiradas, y el avión, preparado para pedir permiso de puesta en marcha y retroceso. ¿Idílico, verdad?
El Centro de Gestión es conocido como ‘el cerebro de la bestia’. Controla todo lo que ocurre en el aeropuerto
Los responsables de las aerolíneas aseguran que son los primeros en perseguir la puntualidad, porque un aparato en tierra es dinero perdido. Noventa minutos en suelo es un tiempo razonable para que un avión de largo recorrido, un
heavy, esté listo para iniciar otro viaje. Y aquí entramos en terreno pantanoso. ¿Cómo consiguen algunas compañías
low cost reducir a 20 minutos el tiempo que uno de sus aviones pasa en tierra entre
salto y salto? Dimitris Bountolos no duda en tirarse a estas aguas turbulentas y contestar categórico: “El truco es fácil: quitar servicios que el cliente puede o no demandar. Disminuir ese tiempo no es un reto, dependiendo de lo que vayas haciendo por el camino”.
Después de tanta tecnología y precisión, algo de aire libre. En un vehículo de
Aeropuertos Españoles y Navegación Aérea (AENA), la entidad pública que gestiona los aeródromos civiles y las instalaciones y redes de ayuda a la navegación aérea, seguimos un entramado de caminos que discurren por la plataforma, el área donde se estacionan las aeronaves. Para circular por la zona aire los empleados autorizados necesitan unos carnets especiales cuyo nivel determina el tipo de vehículo que pueden conducir y por dónde pueden manejarlo. Treinta kilómetros por hora es la velocidad máxima permitida, y un estricto programa de puntos, instaurado antes de que la Dirección General de Tráfico lo generalizara para todos los automovilistas españoles, controla el cumplimiento de las normas.
Después de pasar junto a algunos Airbus 330 y 340 que nos hacen sentirnos como Gulliver en su viaje a Brobdingnag, el país de los gigantes, surcamos una carretera que nos sitúa en un bosque en el que se reconocen pinos, fresnos, chopos y olmos. Al parar el motor, silencio. Hasta que una bandada de patos provoca un pequeño estruendo al alzar el vuelo desde una laguna con juncos en su ribera. Dan ganas de frotarse los ojos por si estamos soñando. Seguimos en el aeropuerto, justo entre las pistas de vuelo, donde una superficie de 90 hectáreas de bosques parece habernos transportado a la sierra de Guadarrama, que sigue perfilada al fondo, lejana en el horizonte.
Un bombero perteneciente a uno de tres parques que dan servicio al aeropuerto / Gunnar Knechtel
No muy lejos de allí, un pequeño recinto acoge
la halconera, un servicio de control de fauna que nació de la mano de Félix Rodríguez de la Fuente en 1970 y que hoy sigue perteneciendo a su viuda, un trabajo que el aeropuerto subcontrata. En un jardín interior, con hierba y sombreado, casi 50 rapaces: la mayoría, halcones gerifalte y peregrinos; algunos, sacre y aplomados, descansan atados a sus bancos. Otras aves están trabajando con sus halconeros: cuatro equipos que vigilan cada una de las pistas durante todo el día para evitar que las aves de la zona puedan provocar accidentes. Jesús Rero es hoy el responsable y nos cuenta que tienen casi 130 rapaces perfectamente adiestradas, que se vuelan donde se ven pájaros y, sistemáticamente, en zonas como las de contacto, despegue o rotación. “Las aves que queremos ahuyentar”, explica, “lo reconocen como su terreno de caza y no se acercan. Hay pájaros sedentarios del aeropuerto que con solo ver el coche en el que van los halcones se marchan”.
Cerca de la casa de los halcones se sitúa el Parque Central de Bomberos, uno de los tres con los que cuenta Barajas. Un avión, fuera de servicio, situado frente al hangar en el que aparcan los tres sofisticados camiones que tiene esta dotación, recuerda dónde nos encontramos. Cada parque tiene que tener 24.000 litros de agua mezclados con espuma, cargados y dispuestos a dar respuesta en tres minutos a su zona de influencia, porque después de ese tiempo las posibilidades de supervivencia en un accidente aéreo se reducen drásticamente. Si un camión se mueve, uno de otro parque debe cambiar su posición para mantener en todo momento la misma cadencia: tres minutos, 24.000 litros, estándares obligatorios en pista y rodaduras.
El accidente del vuelo 5022 de Spanair, el 20 de agosto de 2008, en el que murieron 154 personas, ha sido el último grave ocurrido en este aeropuerto. Sucedió en una zona próxima a la pista 36 izquierda. Rafael Corachán, jefe de la dotación del Parque Central, no vivió el desastre y añade que “por suerte, el 90% de su trabajo consiste en formación: hablar con la torre, soltarse por las rodaduras, manejar las herramientas, conocer al dedillo los camiones especiales… saber todo lo que conoce un bombero normal más lo específico que concierne a los aviones”.
24.000 litros esperan cargados en los camiones de bomberos preparados para dar respuesta en tres minutos
Volvemos hacia la T-4 por otro camino. Una autovía de dos carriles de un solo sentido se adentra en un túnel. Es una de las zonas en las que se divide el Túnel de Servicios Aeroportuarios (TSA), que une la T-4 con la T-4 Satélite. Si se pudiera hacer un corte transversal veríamos un nivel superior con tres enormes ojos, dos de circulación para vehículos del aeropuerto, de dos carriles en cada dirección, y uno central, que es por el que discurre el tren automático sin conductor que comunica durante las 24 horas del día la T-4 con la Satélite. Y en el nivel inferior, uno de los avances tecnológicos de los que se enorgullece Barajas desde su última ampliación y que ha sido copiado por algunos de los aeropuertos más punteros: el Sistema Automático de Tratamiento de Equipajes (SATE).
A quien no le impresione ver esta organizada maraña de 135 kilómetros de cintas transportadoras, ni imaginarse a 20 metros por debajo del nivel de la terminal, con el TSA y todas sus inmensas bocas circulando por encima de su cabeza, a lo mejor le asombran las cifras: 42 kilómetros de este recorrido corresponden al sistema de alta velocidad por el que las maletas viajan a 40 kilómetros por hora, cada una instalada en una chillona bandeja amarilla con el logo de Siemens (los creadores del invento); 13.500 motores, 4.000 metros cuadrados dedicados a almacén de repuestos, 2.500 bandejas, más de 45.000 equipajes de salida facturados de media diariamente, 16,5 millones en el año 2012 y, sorpresa para escépticos, solo un uno por mil de porcentaje de pérdida.
Santiago Prada, ingeniero de mantenimiento, lo define como “un sistema inteligente”, capaz de reconocer, a través de un arco de escáner por rayos infrarrojos, el código de barras de cada etiqueta de identificación que colgamos en el equipaje con 360 grados de posibilidad de lectura, y dirigirlo a su hipódromo de formación del vuelo, en un tiempo que oscila entre los 7 y los 14 minutos, sin que intervenga persona alguna, salvo para reparaciones, mantenimiento o procesos informáticos.
Un Airbus 330 empujado es empujado por el 'push back' que le situará en la zona de rodadura de pista / Gunnar Knechtel
Si todavía no son capaces de demostrar asombro, piensen que paralelamente permite controlar en el ámbito de la seguridad el cien por cien del equipaje facturado, un logro del que pueden presumir contados aeropuertos en el mundo. El propio sistema inspecciona cada bulto en cinco niveles.
El nivel 1 es automático, similar al que se realiza con el equipaje de mano; el nivel 2 lo controlan vigilantes de seguridad privada que reciben en sus pantallas de ordenador imágenes del interior de la maleta y pueden efectuar realces para determinar el objeto sospechoso. Solo el 3% llega al nivel 3, donde ya es la Guardia Civil la encargada de la evaluación. Unos tomógrafos diseccionan el equipaje sospechoso sin que se desvíe de su cinta, como lo hacen las máquinas que realizan un TAC, y la experiencia de los agentes hace el resto: un bocadillo que oculta fajos de billetes; marcos de cuadros que esconden cocaína; despistados que se quieren llevar de excursión una bombona de butano; armas no declaradas… Estas maletas se separan del recorrido, son custodiadas por guardias civiles y las abre su propietario en una zona especial. El nivel 5 significa traslado a un punto de explosión controlada para detonación. Pero, hasta ahora, no ha pasado nunca.
Juan gama, teniente coronel de la Unidad Fiscal y Aeroportuaria de la Comandancia de Madrid, Torrejón, Getafe y Cuatro Vientos, insiste en que su función más importante es la seguridad. “Nuestra idea es prevenir y no reaccionar ante el riesgo.
Se detectan redes de tráfico o de evasión de capitales, pero lo que vamos buscando es la amenaza para la seguridad del aeropuerto. Y esto se consigue con una parte que no es visible ni llamativa: utilizando servicios de inteligencia y analizando los riesgos para estar preparados ante una amenaza posible”.
Si ellos responden de la seguridad del lado aire, desde los 71 metros de altura de la Torre de Control Norte se ejecuta otra vigilancia trascendental en un recinto aeroportuario: la que regula los movimientos de los aviones, sus despegues y aterrizajes. Asomarse a la terraza, justo debajo del fanal en el que trabajan los controladores, es un espectáculo. En hora punta de salidas, entre las 11.00 y las 13.00, se pueden llegar a contar 14 o 15 aviones detenidos, disciplinados en su Zulu, el punto de espera y parada. Hay otras dos torres en Barajas que gestionan una parte limitada de las maniobras que realizan las aeronaves antes de llegar a las calles de rodaje; pero es desde aquí de donde parten las instrucciones para salir a una cabecera de pista, se fijan los intervalos entre aviones, se planifica qué hacer con cada vuelo y se facilita información básica para el viaje de las aeronaves.
Revisar un motor exige 4.000 horas de trabajo y cuesta entre dos y cuatro millones de euros
Juan Viñoly es el jefe de la Torre e insiste en que “esto es solo un pequeño eslabón de la cadena de control por la que pasa cualquier vuelo desde que empieza a rodar hasta que aterriza en destino”. Cada uno de los 12 o 13 controladores que trabajan por turnos, según el día y la hora, asume una función, que va rotando para evitar cansancios y actuaciones monótonas que provoquen posibles distracciones. Atentos a sus pantallas y a las fichas con la información de los aviones, uno de los supervisores, Javier Cristóbal, asegura que el control visual es fundamental. “Las máquinas te pueden decir mil cosas necesarias, pero eres tú quien estás viendo lo que pasa y tomas decisiones inmediatas. Observas un avión rodando más rápido o más lento y sabes que algo sucede, así que es importante la experiencia. Por eso, los días que peor se trabaja aquí es cuando hay niebla”.
Damos marcha atrás en el tiempo y nos situamos a pie de pista de nuestro Airbus 330 con destino a Nueva York. El segundo piloto realiza una inspección visual, mientras que el coordinador de vuelo comprueba cómo llegan y se retiran los distintos vehículos de suministros y carga de la aeronave que van siguiendo el ritmo armonioso de un ballet bien ensayado. Un mecánico, acompañado de su coche taller, ejecuta las revisiones menores planificadas y permanece atento a cualquier indicación que puedan darle desde la cabina. Mientras todo esto sucede, los primeros pasajeros ya están entrando por el finger acristalado que les conduce desde la terminal hasta el avión.
En algún momento, los motores de nuestro heavy cumplirán el ciclo establecido por los fabricantes del aparato y necesitarán una revisión en profundidad. En las instalaciones de La Muñoza, próximas al aeródromo, toda la flota de Iberia y de otros 100 clientes encuentran los talleres de mantenimiento, que se ocupan desde lo que podríamos comparar con la chapa y pintura de un automóvil hasta la revisión de la más ínfima tuerca que forma parte de un motor cuando toca desmontarlo. Por dar una breve pincelada de lo que allí ocurre, nos podemos centrar en una de sus zonas más espectaculares, el taller de motores: existen 15.000 procesos de reparación y cada pieza necesita el suyo. Revisar un motor exige 4.000 horas de trabajo y cuesta entre dos y cuatro millones de euros.
Los del vuelo 6251 permanecen callados. Solo cuando llega el push back, el potente tractor con una especie de garra que conectará con la rueda delantera del avión, la elevará y servirá para empujar al gigante marcha atrás hasta su calle de rodadura, arranca el primero de ellos. El segundo motor tronará poco después. El mecánico que ha estado al lado del avión mientras ha permanecido en tierra agita el pin de bypass con su cinta roja colgando para que sea bien visible y el piloto sepa que ya tiene el control de la dirección. Aumenta la potencia y el Iberia 6251 empieza a rodar camino de la cabecera de la pista de despegue. Al lado, un Airbus 340 repite, desde el principio, el mismo proceso.
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