Además de Adolf Eichmann, otros destacados jerarcas nazis vivieron en la Argentina amparados por la Guerra Fría
Revista Debate - Por Ignacio Klich
El Bicentenario ha despertado interés mediático en un incidente de otro 25 de Mayo: la captura, en 1960, de Adolf Eichmann, quien estuvo a cargo de la política de destrucción de los judíos del Tercer Reich.
La lesión a la soberanía argentina implícita en el operativo ejecutado por un comando israelí durante los preparativos para el Sesquicentenario redituó al país la involuntaria liberación de la presencia de Eichmann, mientras que hizo imposible atrapar a Joseph Mengele, ya que huyó de la Argentina cuando supo que Alemania lo buscaba.
A pesar de la riqueza de esas realidades, la rememoración de la captura de Eichmann ha servido editorialmente para revivir viejas historias fantasiosas sobre la presencia de nazis en el país, incluida la largamente desacreditada llegada en submarino de nada menos que Adolf Hitler. Una insistente hipótesis, huérfana de probanza, de recientes textos sensacionalistas.
Que Hitler no sobreviviera a la Segunda Guerra no es equivalente a ignorar la venida de otros nazis. Más que cualquier hecho previo ligado con el Tercer Reich, la captura de Eichmann alumbró esa afluencia. Pese a los conocidos casos de criminales de guerra con pedidos de extradición que tomaron estado público, incluso los interesados en el tema distan de estar familiarizados, al parecer, con los arribados de jerarquía superior a Eichmann.
Inequívocamente, a su cabeza estuvieron Ante Pavelic, Radislaw Ostrowsky y Ferdinand Durcansky, líderes de los respectivos regímenes pronazis de Croacia y de Bielorrusia, los dos primeros, y vicejefe de gobierno de Eslovaquia el tercero, siendo sus pares germanos Hans Fischboeck y Albert Ganzenmueller.
Como ex ministro de Finanzas de Austria (1938-39) y comisionado general de Finanzas durante la ocupación nazi de Holanda, Fischboeck había estado al frente de la arianización de activos judíos, es decir ciertas exacciones a las que éstos estuvieron expuestos. Como secretario de Estado en el Ministerio de Transporte -un viceministro en la nomenclatura de otros países-, y subdirector general de sus ferrocarriles, el traslado a los campos de exterminio fue de las prioridades caras a Ganzenmueller.
Salta a la vista que la importancia relativa de este par de alemanes excede a la de Eichmann, e innegablemente ninguno iguala en importancia a los símiles bielorruso, croata y eslovaco de Hitler.
Dada la falta de preferencia por croatas, bálticos o eslovacos, entre otros grupos poco apreciados por los responsables de la política inmigratoria argentina, el ya aludido trío de émulos de Hitler logró venir como beneficiario de la Guerra Fría. No escasea la documentación estadounidense de inteligencia y otra, por ejemplo, sobre ayuda vaticana y británica a Pavelic.
En el caso de la Santa Sede, el cardenal Montini, a la sazón el número dos de la Secretaría de Estado vaticana, compartió con el embajador argentino, en 1946, la preocupación del Santo Padre por quienes no podían volver a sus hogares, instando a Perón a ayudarlos. Sin leer esa comunicación automáticamente como una intercesión favorable a la migración de criminales de guerra a la Argentina -incógnita cuyo despeje espera a la desclasificación de archivos vaticanos relevantes-, lo innegable es que ello no estaba excluido de lo trasmitido.
Los germanos se vieron atraídos por factores diferentes, si bien algunos también fueron favorecidos por la Guerra Fría. Es el caso del general médico Walter Schreiber, supervisor de experimentos inhumanos en distintos campos de concentración. Detenido por los soviéticos, Schreiber logró evadirse, interesando a los norteamericanos en reclutarlo. Pero su presencia en una base de la fuerza aérea estadounidense fue detectada. Temiendo que devolverlo a Alemania era como ceder a Schreiber a los rusos, sus empleadores terminaron auspiciando la mudanza a la Argentina.
Para el grueso de los nazis, la atracción de un país próspero se veía realzada por tratarse de la última república latinoamericana en romper relaciones con el Tercer Reich, y postrera también en declararle la guerra. Junto a la tradicional admiración por el inmigrante germano y a la importancia local de esa colectividad, ello hizo de la Argentina un destino muy deseable.
Otros factores facilitaron, asimismo, su llegada. Entre los locales se cuenta la creación, en 1948, de una Sociedad Argentina de Recepción de Europeos (SARE), por un grupo de recién arribados, incluido un condenado a muerte en Bélgica como colaborador con la Alemania invasora, y un hermano del ya citado Durcansky, cuya extradición Praga habría de requerir inútilmente en 1960.
Descubiertas por la Comisión para el Esclarecimiento de las Actividades del Nazismo en la Argentina (Ceana), las actividades de la SARE incluyeron la promoción del otorgamiento de visas para sus recomendados.
Esencialmente exitosas hasta 1949, sus gestiones se vieron facilitadas por una reunión con Perón y el estatus consultivo que la Dirección de Migraciones confirió a la SARE. Súmese a ello la refractariedad argentina, igual a la del resto del hemisferio, a conceder extradiciones hasta la vuelta de gobiernos electos en los ochenta. En rigor, esa actitud parece haber exacerbado el rechazo de potenciales interesados en pedidos tales. Cuando el Quai d’Orsay, por caso, pidió información sobre la conveniencia de requerir al padre del Pulqui I, Emile Dewoitine, condenado por su colaboración con los ocupantes nazis, la embajada francesa aquí lo desaconsejó: su extradición no sería concedida, al ser Dewoitine, incluso desde el reemplazo de ese avión de combate argentino por otro de tecnología germana, un promotor de exportaciones francesas al país.
En el caso de Eichmann, se sabe que su llegada fue asistida por un par de clérigos que también ayudaron a otros, urgidos por abandonar Europa y obtener documentos de la Cruz Roja, pasar desapercibidos antes de dejar atrás el Viejo Mundo. Pero son los efectos colaterales de la caza los que menos atención han recibido.
Políticamente, no es ocioso ver el secuestro -considerado por Arturo Frondizi como un “atropello letal”, según un asesor suyo- como un indeseado granito de arena israelí a la abreviación de su presidencia. Al ser la defensa de la geografía nacional un tema crítico para los militares, cualquiera fuere su país, el caso Eichmann fue de los temas que exacerbaron la conflictividad castrense con Frondizi. Tres semanas después de apresado Eichmann, un golpista reincidente, el general Fortunato Giovannoni, protagonizó uno de tantos planteamientos militares del gobierno de Frondizi.
La captura también afectó a la comuniad judía argentina. No se equivocaba el semanario neoyorquino Time al vincular “la afrenta al orgullo argentino” con la multiplicación de grafitis judeófobos. Los resultados de un primer intento pos secuestro de tomarle el pulso al país fueron preocupantes para la DAIA, ente representativo judío.
En materia de política exterior, si bien el incidente se cerró a escasos dos meses de la captura, luego de censurado Israel por el Consejo de Seguridad con el apoyo de tres de sus miembros permanentes, la Argentina no logró la devolución de Eichmann, que el embajador hebreo, eventualmente declarado persona no grata, mencionó que se le reclamaba a diario. Y el tratado de extradición argentino-israelí, firmado antes del secuestro, no fue ratificado por la legislatura argentina.
La actuación en el período bélico de Mario Amadeo, representante permanente de la Argentina de Frondizi ante la ONU, en especial su renuncia en señal de protesta por el corte de relaciones con el Eje, fue un talón de Aquiles aprovechado por Israel y por opositores locales de Frondizi.
Cuatro diputados de la UCRP (ndr. Unión Cívica Radical del Pueblo, una de las dos fracciones en las que se había dividido el radicalismo), por caso, solicitaron reemplazar a Amadeo en los debates del caso Eichmann, sospechado de “parcialidad” dada “su larga y reconocida militancia en un sector simpatizante con el Eje”, declaración hecha luego de la sesión del Consejo de Seguridad sobre el tema.
Si bien el asesor legal de la cancillería, Luis María de Pablo Pardo, pronazi durante el periodo bélico, fue quien negoció el acuerdo de normalización de relaciones con Israel, las reiteradas alusiones hebreas a numerosos nazis en la Argentina, al igual que los atentados de la década de 1990, pusieron al país a la defensiva, impactando eventualmente sobre su política en los asuntos de Oriente Medio.
Nada de lo antedicho deletrea un sesgo favorable a Eichmann y a otros, eludiendo juicios en los países con jurisdicción para ello. Ni tampoco requiere ignorar que el de Eichmann, además de un pequeño Nürenberg israelí, fue un aporte a la inaceptabilidad de la obediencia debida, cualesquiera fueren sus invocadores.
Ignacio Klich. Historiador y compilador de Sobre nazis y nazismo en la cultura argentina, Hispamerica, College Park, 2002, y Argentina y la Europa del nazismo. Sus secuelas (con Cristian Buchrucker), Siglo XXI, Buenos Aires, 2009.-
Fuente:
Además de Adolf Eichmann, otros destacados jerarcas nazis vivieron en la Argentina amparados por la Guerra Fría // Detrás de Eichmann - El Eco de los Pasos
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