Parte 1
El oro negro de Moscú
Rusia es uno de los mayores productores de petróleo y gas del mundo
La estabilidad de su sistema y el suministro de Europa y China dependen de ello
Un viaje a lo más profundo de esa región legendaria y perdida
Una ruta por los bloques en los que explora la compañía española Repsol
Jesús Rodríguez 30 MAY 2014 - 00:00 CET2
Planta de procesamiento de gas natural en el yacimiento de Syskonsyninskoye, en Siberia, a 300 kilómetros del lugar civilizado más cercano. Hasta aquí se llega en helicóptero. / Alfredo Cáliz
A las nueve de la mañana, los pasajeros del vuelo Moscú-Nyagan comienzan a dar cuenta de las existencias de vodka del estrecho reactor Bombardier CRJ 200 de la compañía UTair. Algunos se decantan por el whisky. La mayoría son hombres de mediana edad. Casi todos relacionados con el negocio del petróleo.
La atmósfera se va espesando. En minutos, el avión se transforma en una sinfonía de ronquidos. Tardará cinco horas en recorrer los 3.000 kilómetros que separan la capital rusa del corazón de Siberia Occidental.
Bajo las alas, el paisaje muta de la estepa a la taiga hasta convertirse en un tapiz de pinos, abetos, cedros y abedules; un mosaico de lagunas; cruzado por los ríos Obi y Yeniséi, y miles de sus afluentes, que se retuercen formando gigantescos meandros poblados de selvas impenetrables. Esa superficie que sobrevolamos, situada en su mayor parte bajo el nivel del mar, permanece seis meses cubierta de nieve. Su temperatura desciende a 40 grados bajo cero.
En primavera, con el deshielo, los cauces fluviales, incapaces de desaguar todo su caudal hacia el mar de Kara, que permanece congelado la mayor parte del año, se desbordan, este territorio se anega y se convierte en un inmenso pantano poblado de mosquitos e imposible de cultivar.
A medida que nos adentramos en Siberia Occidental, la mayor planicie del planeta, no se adivina en el horizonte ni una población, carretera o vía férrea. Solo bosques monótonos, densos y verticales, que crecen compactos hacia el cielo.
Esta región mítica que se extiende hacia el Ártico tiene cinco veces el tamaño de España y está solo habitada por 15 millones de personas. Sin embargo, esconde en su subsuelo la mayor reserva de combustibles fósiles de Rusia y una de las más abundantes del planeta (en el caso del gas, un tercio de las reservas globales). Es también uno de los lugares donde más fácil resulta extraer el crudo. Especialmente en invierno, cuando el hielo transforma los pantanos en pistas transitables por la maquinaria pesada.
De aquí han brotado a lo largo de 40 años 80.000 millones de barriles de petróleo (
en todo el mundo se consumen en torno a 89 millones de barriles diarios) y una cantidad equivalente de gas natural. Tres cuartas partes de la producción de petróleo y una tercera parte del gas cruzan sin perder un minuto las fronteras de Rusia, a través de una red de 50.000 kilómetros de oleoductos (Transneft) y gasoductos (Gazprom) de titularidad pública.
La mayor parte acaba en Europa, que tiene una dependencia del petróleo y del gas ruso que la Agencia Internacional de la Energía (AIE) sitúa en un 60% y que, según la citada organización ligada a la OCDE, podría llegar hasta el 80% en 2035. Entre sus mayores clientes están Alemania (un 40% del gas y petróleo que consumen los germanos, sus industrias y centrales térmicas llega de Siberia) y China . Sin olvidar los Estados vecinos a la Federación Rusa, algunos de los cuales formaron parte de la URSS (Georgia, Bielorrusia, las repúblicas bálticas o Ucrania) o del bloque soviético (Polonia, Bulgaria, Moldavia, República Checa, Eslovenia), con una asfixiante dependencia de su gas entre el 70% y el 100%.
En Siberia hay unos 300 yacimientos, en especial en el distrito de Janty-Mansi
Alemania satisface a Rusia una factura anual de 40.000 millones de euros por esa energía (que en gran parte circula por tuberías que cruzan el convulso territorio ucranio) y es (con diferencia) su principal socio comercial: según nos explican en Moscú, se contabilizan 6.000 empresas alemanas en Rusia frente a las escasas 200 españolas.
Por su parte,
China, siempre hambrienta de energía, firmó hace un año un megacontrato de suministro de crudo con la Federación Rusa por el que adelantó 200.000 millones de euros y que ya cuenta con su propio oleoducto: el
Eastern Siberia Pacific Ocean, de 5.000 kilómetros, costeado por China y que también abastece a Japón y Corea del Sur.
El desarrollo económico de todas esas potencias está unido indisolublemente a esta región perdida que sobrevolamos en dirección a la cuenca del Obi, al distrito de Janty-Mansi. No así el de España, uno de los países de la UE menos expuestos a la importación de petróleo y gas ruso, con una escasa dependencia del 16%, que adquiere el 44% de su gas natural en el Magreb y cuyo territorio puede servir de puente para que el gas norteafricano alcance el centro de Europa y aliviar así las necesidades de los Estados europeos más dependientes de la energía rusa y de sus presiones políticas.
Siberia, aquel destino maldito de los disidentes al estalinismo; el escenario del
gulag, la siniestra red de campos de trabajo de la Unión Soviética, es desde hace cuatro décadas una compleja estructura de bombear petróleo. Va al límite. Llega a producir más que Arabia Saudí, Irán, Irak o Estados Unidos (que cuentan con reservas probadas más abundantes).
En Rusia, la clave siempre ha sido extraer más, marcar récords, aun a costa de dejar de lado los yacimientos medianos para esquilmar los campos más grandes de esta zona del mundo, los gigantescos Priobskoye o Samotlor, que, debido a esa estrategia, ya están llegando al final de su vida útil. La prosperidad, el presente y el futuro de Rusia, su estabilidad y su papel de superpotencia mundial dependen de que esa maquinaria no se detenga.
Y cumpla los planes y objetivos de lo que algunos analistas denominan “capitalismo de Estado”: el sistema político a mitad de camino del mercado y la planificación central que gobierna Rusia desde 2000, especialmente en temas energéticos. La consigna de su artífice, el presidente Vladímir
Putin (el mayor estratega del petróleo de la historia de su país y cuyos ministros y presidentes de las empresas del sector se intercambian sus puestos, a través de una descarada puerta giratoria, empezando por Dmitri Medvédev, que pasó de presidir Gazprom a presidir la Federación Rusa), es clara: para que Rusia se mantenga en la cresta de la ola de la prosperidad y para ser respetados en el concierto internacional, los rusos están obligados a producir 10 millones de barriles diarios.
Sea como sea. Un objetivo que cada ejercicio es más difícil de conseguir: los viejos yacimientos siberianos se están agotando, un declive que es evidente si retrocedemos hasta 1988, durante la agonía de la URSS, cuando se bombeaban 12 millones de barriles diarios (tres más que Estados Unidos) para dar de comer al pueblo, evitar un estallido popular y mantener alta la moral del sistema.
Priobye, en las orillas del río Obi, es el lugar más cercano a los yacimientos SK. / Alfredo Cáliz
Hoy, en Rusia, al igual que en toda la industria global, es cada vez más caro, difícil y sucio conseguir petróleo; hay que invertir más en exploración y tecnología; ir más lejos, a territorios extremos, perforar más hondo. Enfrentarse a las aguas profundas y heladas del Ártico y rebañar yacimientos ya explotados y abandonados a mitad de producción, que aún contienen millones de barriles y hoy es posible recuperar mediante prácticas tan agresivas medioambientalmente como
la “fractura hidráulica”: el fracking.
Esa suma de elementos y las consiguientes inversiones y alianzas internacionales han convertido a Brasil y Noruega (que carecen del siglo de tradición petrolera de Rusia), en solo dos décadas, en potencias petroleras al frente de dos multinacionales muy eficientes y extendidas por el mundo, en las que, curiosamente, el Estado posee dos tercios de las acciones:
Petrobras y Statoil. Y devuelto a Estados Unidos un papel crucial como gran productor de petróleo.
Distintos centros de prospectiva auguran que en 2017 se convertirá en el primer productor mundial debido al
fracking que se está llevando a cabo en sus viejos yacimientos de Dakota del Norte. Las mismas fuentes aseguran que
Estados Unidos será autosuficiente en 2035, lo que puede mantenerle más tiempo de lo previsto como potencia hegemónica frente a China, la eterna aspirante a esa corona. Esa resurrección de Estados Unidos como líder mundial supone un quebradero de cabeza añadido en estas tierras rusas. ¿Ganarán también los americanos la guerra del petróleo?
Por el contrario, Rusia, con su visión cortoplacista del negocio, no ha dado ningún paso adelante organizativo ni tecnológico durante la última década en el sector del petróleo. Se ha limitado a bombear. Los teóricos del sector dicen que a ese ritmo despiadado, y con las viejas prácticas de perforación y producción heredadas de la URSS (que maltratan los yacimientos y desperdician parte de su contenido), será difícil que Rusia supere en 2020 los ocho millones de barriles diarios.
Para el observador pueden parecer muchos; el doble de los que salen de los yacimientos de Irán, China o Venezuela. Pero cuando el precio del barril se sitúa en 110 dólares (en 2002 cotizaba a 20), producir dos millones menos de barriles supone dejar de ingresar miles de millones en impuestos y
royalties; la paz social del país se resiente; y, por supuesto, el orgullo nacional.
El 80% de los recursos energéticos de rusia está en manos del estado
El subsuelo de Siberia Occidental está horadado como un queso
gruyère. Así se refleja en los mapas confidenciales del sector, que representan en color verde los campos de petróleo y en rojo los de gas; son unos 300 bloques con una superficie de 600 kilómetros cuadrados cada uno, que se extienden como manchas de aceite por toda la región, especialmente en el distrito de Janty-Mansi, adonde nos dirigimos, donde un 90% de sus ingresos procede del petróleo. En cada uno de esos enormes cuadrados perfectos de 25 por 25 kilómetros se trabaja a toda velocidad. Están obligados a lanzar cada día al mercado tres millones de barriles para el consumo interno del país y siete millones al global, al margen de la producción de gas, a través de dos mastodónticos consorcios públicos:
Rosneft y
Gazprom.
Tras la renacionalización del sector que efectuó por decreto Putin en la década de 2000, y de enviar a la cárcel durante 10 años y
despojarle de su imperio al oligarca Mijaíl Jodorkovski, su rival político y propietario de la superpetrolera Yukos (y a un dorado exilio londinense a sus ricos compañeros de viaje de la industria petrolera privada rusa nacida del expolio a las arcas del Estado de la URSS en los primeros noventa), el 80% de los recursos energéticos de Rusia está hoy en manos del Estado; también las tuberías que los transportan, la fijación de los cupos de exportación, el monopolio de la concesión de licencias de exploración y producción y, por supuesto, la distribución doméstica del gas. Los impuestos a la exportación gravan en torno al 75% del precio del barril de Siberia.
El petróleo es el elemento básico del futuro de Rusia. De su estabilidad y, en consecuencia, de la de todo el planeta. Como explica el politólogo Thane Gustafson, profesor de la Universidad de Georgetown, en su monumental estudio
Wheel of fortune: The battle for oil and power in Russia: “Para Putin, el mercado no puede controlar un tema tan vital para Rusia como es la energía. Según él, la primera obligación de las compañías petroleras en Rusia es con el Estado; después, con el presupuesto del Estado, y solo al final, con los accionistas”.
Es el tesoro del Kremlin. La herencia de la extinta Unión Soviética. Solo hay que contemplar el grandioso cuartel general de Rosneft (la gigantesca petrolera pública rusa engordada con los restos de Yukos), situado en un palacio zarista frente a la Plaza Roja: el despacho de Putin y el de Igor Sechin, su hombre en Rosneft (y antiguo mano derecha al frente de la maquinaria de la presidencia de la Federación), están frente a frente, solo les separa el río Moscova.
Ese petróleo es para unos rusos una bendición celestial; para otros, por el contrario, una maldición, debido a la adicción que esas rentas provocan en la economía del país; unos ingresos asentados sobre las arenas movedizas del paulatino agotamiento del crudo y la volatilidad de los precios en los mercados internacionales, que sumen en un confortable inmovilismo y somnolencia a la nación.
En 2008, al comienzo de la gran recesión mundial, cuando la cotización del petróleo descendió hasta los 60 dólares, el déficit público de la Federación Rusa se disparó hasta el 7,8%. Por contra, con cada dólar que sube el barril, su PIB se eleva un 0,35%.
Un hombre de negocios ruso, en el restaurante La Caverna del Oso, el más elegante de Nyagan. / Alfredo Cáliz
Producción intensiva. Siempre ha sido así el negocio de las materias primas en Rusia. Los beneficios nunca se reinvirtieron en el sector, sino que fueron a apagar incendios en otros rincones de la economía del país.
De ecología, mejor no hablar. Esa fue la tónica en la URSS y lo ha seguido siendo en la Federación Rusa. Una estrategia de tierra quemada; pan para hoy y hambre para mañana.
Mientras, seguir bombeando. Afortunadamente para los rusos y sus sueños de grandeza, los gurús del sector son optimistas: el precio del barril seguirá cotizando por encima de los 100 dólares.
Cimientan esa afirmación en tres convicciones: la creciente necesidad de energía de las potencias emergentes (en especial China e India), el continuo encarecimiento de la exploración y producción de hidrocarburos y
la perpetua inestabilidad en Oriente Próximo, con Irán y el golfo Pérsico como vértices. Todos esos factores favorecerán la demanda de petróleo sobre la oferta en los próximos años y mantendrán el barril por las nubes.
El antídoto contra esa adicción de Rusia a sus materias primas es difícil de conseguir. El petróleo y el gas suponen el 35% de su PIB; el 50% de los ingresos del presupuesto federal; más del 60% de sus exportaciones; el 60% de su actividad industrial. El sector petrolero y gasístico provee al país 1.700.000 empleos, de los que 400.000 corresponden a Gazprom.
Los beneficios derivados del petróleo y el gas nutren dos fondos soberanos (uno equilibra el presupuesto federal y el otro asegura la sostenibilidad del sistema de pensiones), dotados con 180.000 millones de euros. El oro negro mantiene el déficit del Estado en un 1% y su deuda en un 13% (la de España roza el 100%), relativamente contenida la inflación, el saldo comercial con superávit y las arcas públicas rebosantes de divisas.
En el ámbito de la calle, el petróleo es el gran responsable de la estabilidad del país desde 2000; su PIB se ha multiplicado por 10 desde 2002, y los ingresos de los ciudadanos, por 3.
El petróleo es la causa del fortalecimiento de una clase media que ya abarca a la mitad de la población. Y favorece que Putin gobierne a sus anchas, sin dar explicaciones. Una frase más o menos apócrifa corre en Rusia sobre su estilo presidencial: “A mis amigos, todo; a mis enemigos, todo el peso de la ley”.
Es la segunda parte de la guerra fría, pero con petróleo en vez de armas, explica un diplomático occidental en moscú
Según un diplomático occidental al que visitamos en Moscú antes de viajar a Siberia, “el sector petrolero es el salvavidas de Rusia; a nivel público, es su principal fuente de ingresos y el motor del desarrollo económico; a nivel privado, subsidia la luz, la calefacción y el agua caliente de los ciudadanos (los consumidores rusos pagan el gas por debajo de su precio de producción); y a nivel internacional, le otorga una enorme influencia en el tablero estratégico.
Rusia ha recuperado el papel que perdió con el derrumbe de la URSS gracias al precio del petróleo. Se vuelve a hablar de la Gran Rusia y
se permiten aventuras como la de Crimea, y eso es la consecuencia de su papel como gran exportador y de la dependencia que tienen en Oriente y Occidente de su energía, sobre todo en la Unión Europea. Esto es como la segunda parte de la guerra fría, pero sin armas, solo con barriles de petróleo”.
http://elpais.com/elpais/2014/05/28/eps/1401272989_810256.html