Los contrastes hacen del Líbano otra bomba en tiempo de Medio Oriente
El viernes y el sábado por la noche, en la Plaza de los Mártires, en el downtown, hay música a todo volumen y un ir y venir de Porsches, Ferraris y Maseratis. Mujeres hiperproducidas con estilettos y minifaldas y hombres que ostentan ropas de marcas de lujo.
En otras zonas de la capital parece que uno está en otro país: se ven mujeres tapadas de pies a cabeza y no hay glamour, sino pobreza y marginación.
Son postales que pueden verse en el Líbano, rincón estratégico de Medio Oriente marcado a fuego por fuertes contrastes y divisiones. "El Líbano es como una bomba de tiempo y el milagro es que todavía no hayamos importado la guerra civil de Siria", dice a LA NACION, mientras fuma un narguile, Adel Bashar, politólogo libanés.
Las heridas de una guerra civil que duró 16 años (1975-1991) y dejó 200.000 muertos siguen muy visibles. No sólo en edificios aún agujereados por las balas, sino también en la sociedad misma.
En la tierra de los cedros conviven 18 confesiones religiosas, mayoritariamente, cristianos maronitas, musulmanes chiitas y sunnitas, alauitas, drusos, etc. Y se viven momentos de gran inseguridad debido a las luchas internas y atentados que se están produciendo entre detractores y seguidores del presidente sirio, Bashar al-Assad.
Beirut, capital multiconfesional con mezquitas que se levantan al lado de iglesias cristianas, acariciada por el mar y las montañas, queda a tan sólo 60 kilómetros de la frontera con Siria. Y a cinco horas y media en auto de Damasco, su capital.
La guerra que estalló allí en 2011, un rompecabezas geopolítico que involucra a muchas fuerzas externas -Rusia, Turquía, Estados Unidos, Arabia Saudita, Qatar, Francia (ex potencia colonial) e Israel, entre otros-, no sólo significó la llegada de 1,2 millones de refugiados en uno de los países más pequeños del mundo, de cinco millones de habitantes.
Alteró también, y drásticamente, un equilibrio político que desde siempre fue extremadamente frágil.
Desde hace dos años, de hecho, el Líbano está sin presidente. Según el complejo sistema político que intenta reflejar el mosaico étnico-religioso del país, el jefe de Estado debe ser cristiano maronita; el presidente de la Cámara de Diputados, chiita, y el del consejo de ministros, sunnita.
Los dos principales líderes cristianos maronitas son el ex general Michel Aoun y Samir Geagea, ex jefe de las fuerzas libanesas, filo-occidental y anti-Al-Assad. Geagea, que cuenta con el respaldo de Saad Hariri, hijo del ex primer ministro Rafiq Hariri, asesinado en Beirut en 2005, sunnita, había aceptado recientemente que el candidato a presidente fuera Aoun, que contaba con el apoyo de los chiitas. Pero sorpresivamente el grupo chiita proiraní Hezbollah (considerado terrorista por Estados Unidos, Arabia Saudita e Israel) cambió de idea, lo que hizo estancar nuevamente las negociaciones.
"El vacío de poder fortalece a Hezbollah, que es el partido mejor organizado, con mucha presencia e influencia", explica a LA NACION Álvaro Dorantes Espinosa, abogado y sacerdote jesuita mexicano de 38 años que estudia islamología en la Universidad San José de Beirut.
"Hezbollah no sólo se jacta de haber liberado el sur del Líbano de la ocupación israelí, en 2006, sino que ahora proclama estar ganando la guerra en Siria junto a los rusos, y dice que es el único grupo que está luchando contra el grupo fundamentalista Estado Islámico, protegiendo a los libaneses, tanto musulmanes como cristianos", precisa.
La tensión es palpable en Beirut. En los barrios ricos, donde viven ministros y altos funcionarios, es normal ver tanques del ejército haciendo guardia. La zona del centro, totalmente reconstruida después de la guerra civil, donde está el Parlamento, se encuentra vallada por barricadas hechas con bloques de cemento y alambres de púas.
"Hay problemas, muchas protestas", explica un soldado del ejército, armado hasta los dientes.
Uno de los motivos de las protestas puede olerse no bien uno aterriza en Beirut. Desde hace un año, cuando un basurero de las afueras de la capital debió clausurarse porque había alcanzado su límite, las diferentes facciones políticas no se ponen de acuerdo acerca de dónde hacer otro y la recolección de residuos se ha vuelto otro conflicto.
Las protestas se instalaron por el conflicto de la basura, pero también por la falta de derechos civiles, por el maltrato a las 120.000 empleadas domésticas extranjeras (la mayoría filipinas) que hay en el Líbano y otros temas, como el desempleo, que supera el 25% en la población económica activa.
"El Estado funciona muy mal, hay tensión, y como los refugiados sirios son muchos y hay una demanda más grande de todo, la vida es más cara. Y los libaneses, que ven que los sirios se ponen a hacer trabajos pequeños, como el de vendedor de café o de albañil, sienten que por su culpa ya no tienen trabajo y la vida es más cara", destaca Dorantes Espinoza.
Pero si el Líbano vive como si fuera una bomba de tiempo, es más bien por sus profundas divisiones religiosas. "En la universidad, mis compañeros son todos libaneses, pero están divididos. Tengo compañeros cristianos, por ejemplo, que nunca fueron a la corniche, el malecón de Beirut, porque es zona musulmana. «No vamos porque no es nuestro territorio», dicen, es como un tabú", cuenta.
"Muchos jóvenes, que no ven un futuro en este rompecabezas, sueñan con irse. La gran fractura está principalmente en la cabeza", concluye el sacerdote jesuita.
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