Las Malvinas son una de las heridas que le duelen más a Latinoamérica, y mucho más desde hace 35 años. Aquella primera semana de abril de 1982 se desataba la guerra por estas islas ubicadas en el extremo sur americano. Y entonces
César Horacio González Trejo (54) fue convocado a volver al cuartel donde había completado su servicio militar apenas tres meses antes. Una serie de azares del destino hizo que este bonaerense entonces de 19 años se convierta en un testigo privilegiado de la tragedia.
En el histórico café Iberia de la capital argentina, González Trejo relató detalladamente a OH! aquella experiencia que le cambió la vida. Su odisea empezó el 19 de marzo cuando un grupo de marineros chatarreros izó la bandera argentina en la isla San Pedro (Georgia del Sur). La acción en un territorio reclamado desde hace 150 años por Buenos Aires precipitó roces y tensiones. El gobierno militar optó por retomar las islas el 2 de abril, la guerra estaba declarada.
Se agitaron las alarmas diplomáticas que buscaban frenar la confrontación. Mientras tanto, Londres anunciaba la organización de una poderosa fuerza militar que llegaría al extremo sur en menos de un mes. Todo el país empezó preparativos para la guerra. El 9 de abril González Trejo fue llamado a filas junto a miles de reservistas.
Se presentó al
Regimiento 3 de infantería mecanizada “General Belgrano”, ubicado en la zona de la Matanza de Buenos Aires. “Cuando llegamos dijeron que ‘los soldados viejos’, reincorporados, no iríamos a Malvinas, que nos quedaríamos haciendo guardia en el regimiento –recuerda el ex combatiente-. Entonces varios pedimos que nos lleven, nos anotamos en la Compañía Comando y Servicios. Pero nos decían ‘no hay más lugar’”.
De pronto uno de los responsables le sugirió: ”Si quiere ir, el único lugar es enfermería”. Y lo incorporaron como
Auxiliar Camillero de la Dirección de Sanidad Militar del regimiento. González Trejo no sabía en ese momento la singular óptica que sobre la guerra le brindaría esa condición de camillero.
El
11 de abril, en un avión Boeing 707, la Compañía Comando y Servicios partió rumbo a Malvinas. Era una de varias aeronaves de línea que el gobierno había puesto bajo bandera. Fueron en naves a las que les habían quitado los asientos, pertrechados, sentados en el piso “espalda contra espalda”. Tres horas más tarde llegaron al recién rebautizado “puerto Argentino”, al que los ingleses llamaban “Puerto Argentino”.
UNA APUESTA EQUIVOCADA
El ex soldado recuerda que ese arribo fue especialmente emotivo y estuvo coronado con un gesto particular: “Cuando llegamos a Malvinas y bajamos del avión, sin que nadie ordenase nada, muchos de nosotros nos tirábamos al piso a besar la tierra. Era esa emoción de saber que estábamos protagonizando la historia, esa emoción colectiva, una especie de ensoñación. Hay pocos momentos en la vida en los que uno se siente protagonista de la historia, nosotros sabíamos que vivíamos uno de esos momentos”.
A partir de esa llegada se iniciaron probablemente las ocho semanas más dramáticas de la vida de González Trejo. Al principio las emociones fluían entre el conocimiento del lugar, el armado de posiciones, el cavado de trincheras y la organización de tropas. El puente aéreo entre el continente y las islas funcionaba impecablemente, por lo que abundaba la comida y el aprovisionamiento era sostenido. El clima se presentaba menos agreste de lo que se había temido, era otoño, todavía.
Pero esas primeras dos semanas fueron afectadas por una hipótesis que marcó el rumbo de la guerra desde un principio: “Los ingleses finalmente no vendrían y la diplomacia resolvería todo”. Meses antes de que se iniciase el conflicto las noticias que llegaban desde el Reino Unido daban a entender un virtual abandono de las Malvinas. Es más, abundaban versiones sobre un debilitamiento del poder militar inglés y problemas internos que acentuaron la confianza de los militares argentinos.
A Horacio González Trejo contradecir ese sentimiento le costó un peligroso cambio de destino. “En abril hubo gente que dudaba de la guerra, decían que estábamos ahí, pero que la ONU, que la OEA, que los gobernantes negociarían. Un día escuché que, conversando, uno de mis superiores le decía a otro: ‘Nooo vaaa a pasar nada, son locos Galtieri y Anaya (la junta gobernante), ya verás que vendrán Naciones Unidas y los norteamericanos a arreglar’”.
Luego añade que terció en el diálogo con una opinión incómoda: “’Me disculpan capitán y sargento: quien haya estudiado la historia de los ingleses no pensará así, ellos van a venir. Y ustedes con esas presunciones no nos ayudan a los soldados, deberían estar preparándonos para el combate’. Así les dije, es que se estaban haciendo ilusiones de que no haya guerra. Y entonces la cara les cambió como cuando a un niño le revientas un globo que recién le han regalado”.
Según el relato, la charla se desarrolló cerca del encargado de la sección sanidad, que era el superior de González Trejo. A partir de ese día, el soldado sanitario fue enviado a los lugares más peligrosos o incómodos de la isla. Pagó caro el exceso de confianza para confesar sus convicciones a sus superiores. De nada valdría que a partir del 1 de mayo los hechos le darían la razón.
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César González Trejo
Rafael Sagárnaga L.
LA GUERRA PASO A PASO
“¡Yo sentí teeerrror! –enfatiza el veterano-. Nunca en mi vida había visto volar lo que yo suponía que era un avión enemigo. Los soldados de tierra no sabíamos distinguir si era un Mirage o un Sea Harrier. Era una cosa que pasa a mucha velocidad sobre tu cabeza, con un ruido infernal y bien podría estar a 200 metros de altura. Pero a nosotros nos parecía que estaba a 5 metros, y le disparamos con todo, con antiaéreas, con fusiles, con pistolas...”.
Pero no era un avión enemigo, era el Mirage III del capitán Gustavo García Cuerva, un piloto que fue a atacar a la flota. Tras ser alcanzado no se quiso eyectar para no perder la aeronave y buscó aterrizar en Malvinas mientras agotaba su sobrevuelo. Su intención le costó ser derribado por fuego amigo. Sobre el mar habían empezado los combates aéreos.
La guerra se anunció aún más cercana antes de mediados de mayo. La flota inglesa inició el bombardeo a puerto Argentino. Luego se sumarían los ataques de los aviones bombarderos Vulcan. Una especie de proceso para que los defensores del territorio recuperado empiecen a acostumbrarse a la idea de la muerte.
“Cuando empezaron los bombardeos, todo era alerta roja, todos a las trincheras de cabeza, pero a la semana cambiamos de actitud –explica el ex enfermero-. Ya calculábamos más o menos bien lo que pasaba, el sonido, la distancia: era como un silbido que atravesaba el cielo, luego escuchábamos el temblor de la tierra y finalmente la explosión. Empezaron a circular historias que decían, por ejemplo: ‘Mataron al sargento Pérez, estaba en la misilera Roland y se despedazó en el aire’”.
Era una especie de ruleta que se jugaba a determinadas horas. La potencia de los proyectiles que llegaban generó entre los soldados argentinos la resignada conclusión de que “al que le toca, le toca”. Los agujeros que dejaban las bombas se asemejaban a pequeñas piscinas de natación porque en la zona apenas se escava un metro brota agua. A González Trejo le tocó atender casos de muertos y de heridos cada vez más impactantes y conmovedores.
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La guerra se anunció aún más cercana antes de mediados de mayo.
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LOS HERIDOS Y LOS MUERTOS
“El primer herido grave que atendí fue un amigo que atravesó un campo minado mal señalizado mientras iba a cazar una vaca – explica el veterano-. La explosión le arrancó una pierna. Él parecía no darse cuenta, decía que sentía el dolor en la pierna que ya no tenía más. Gran pibe, usa una prótesis, hoy vive en Mendoza, pudo rehacer su vida”.
A esas alturas empezaron también a conocerse casos de reclutas que habían sido llevados a las Malvinas casi sin instrucción. Reclutas que luego deberían enfrentar a los mejores cuadros de una de las potencias militares del planeta. Reclutas que eran parte de una conscripción obligatoria, algunos con sólo 30 días de instrucción, frente a soldados profesionales, formados bajo una milenaria tradición bélica. Posiblemente, uno de los casos extremos fue el que más conmovió a Horacio González Trejo.
“Jorgito Soria era un muchacho muy miope, usaba unos lentes muy gruesos – cuenta el sanitario a quien sus camaradas pronto apodaron “doc”-. En Buenos Aires, en vez de licenciarlo lo pusieron de camarero en el casino de suboficiales, su uniforme fue de camarero. No había hecho nunca guardias, ni prácticas de tiro, ni entrenamiento de combate, pero algún estúpido lo llevó a Malvinas. Ahí no hizo de mozo, sino de soldado en la compañía “C”, destinada al monte Williams”.
Según el relato, Soria empezó a decaer física y emocionalmente. Un día le pidió ayuda: “Doc Trejo, no aguanto más, no puedo resistir”. El sanitario en su informe al responsable de la compañía, capitán Varela, citó el caso. Pero obtuvo como respuesta una soberbia negativa: “Eso es miedo, es cagazo, que se quede donde está ese cagón”.
“A los dos días, antes del amanecer, nos despertó el grito de ‘heridos, heeeridos’ –recuerda González Trejo-. Fuimos por la ladera de la montaña y vimos que la casa de un kelper (colono inglés) había sido alcanzada y se estaba incendiando. Alguien anunció “hay un muerto” y luego hallo un pedacito de los anteojos de Soria. Después encuentro pedazos de carne chamuscada, era él, trasladamos sus restos en una palangana. Sentí todo el peso de la guerra, pena terrible por el compañero que fue tratado de esa manera y porque no pude evitar que se muera”.
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La guerra se anunció aún más cercana antes de mediados de mayo.
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LAS TROPAS DE ELITE
En el otro extremo de aquellos militares que defendieron Malvinas están quienes supieron que no volverían vivos y resistieron hasta la muerte al desembarco inglés: los oficiales de las fuerzas de élite del Ejército Argentino. A González Trejo le impresionaron especialmente los casos del sargento Mario Antonio “perro” Cisneros y el teniente Roberto Néstor Esteves. El primero escribió en su libreta de comando: “Yo rendido no vuelvo, después de muerto hablaré”.
Esteves, muerto en el desembarco de San Carlos, uno de los más encarnizados de la contienda, ha inspirado infinidad de reflexiones y escritos. La carta póstuma que legó a su progenitor es parte del documental “El loco de la Bandera”. Sus reflexiones reflejan desde un íntimo sentimiento de realización personal hasta críticas a “los imperios del norte”. Gonzáles Trejo recuerda que Esteves murió comandando a un grupo de 200 soldados sólo cuando fue herido por tercera vez.
Aquel ingreso de miles y miles de militares británicos se inició el 27 de mayo y constituyó la apoteosis de la muerte. Los ingleses enviaron a lo más granado de sus fuerzas. “Los gurkas (soldados de origen nepalés) les servían como carne de cañón para detectar campos minados, trincheras y baterías –explica el veterano-. Quienes cometieron actos crueles fueron los Parac del 2 y el 5 británicos, son los SAS, sus tropas de elite. En realidad combatimos contra casi todas las tropas de élite que tenían los británicos y siempre en abrumadora inferioridad numérica”.
Horacio Gonzáles Trejo fue capturado el 8 de junio junto a decenas de soldados argentinos en la zona de Darwin. Lo habían enviado a rescatar heridos en una ambulancia que dejó de funcionar. Cuando intentaba cumplir su misión a pie vio que comandos británicos supervisaban que los prisioneros apilen sus armas y formen a sus órdenes. Fue llamado a hacer lo propio.
UN RETORNO CONMOVEDOR
El 14 de junio el general Benjamín Menéndez firmó la rendición ante su homólogo Jeremy Moore. Cerca de 5.000 prisioneros argentinos fueron embarcados en el buque Camberra. Los mantuvieron en el mar durante 3 días hasta que se confirmase el cese de hostilidades. Finalmente los trasladaron hasta la ciudad patagónica de puerto Madrin donde tuvieron una singular recepción.
“Estaba todo el pueblo de puerto Madrin esperándonos, hasta los enfermos salieron –recuerda-. Las autoridades militares habían ordenado que se forme una barrera de la Policía Militar para evitar que se nos acerquen, pero la gente rompió la barrera. Querían abrazarnos, invitarnos algo, llevarnos aunque sea media hora a sus casas, fue maravilloso, tremendamente conmovedor. Ellos querían decirnos que no importaba el resultado de la guerra, sino que reconocían que habíamos estado allí”.
Horas más tarde, los combatientes de Malvinas fueron trasladados a sus ciudades de origen. González Trejo y cientos de sus camaradas fueron recluidos durante tres días en un cuartel de Buenos Aires. Les dieron abundante alimentación y oficiales de inteligencia, en grupos de a tres, los sometieron a interrogatorios sobre lo vivido. Luego les vertían la advertencia de que no contasen nada.
Tras la guerra González Trejo se dedicó a abogar por los veteranos y por los familiares de los 649 combatientes que no volvieron. Lideró la Comisión Nacional y la Federación de Veteranos. Es uno de los referentes a la hora de abordar temas tan complejos como los cerca de 290 casos de ex soldados que se suicidaron año tras año. También participa frecuentemente en la reflexión académica al momento de analizar las polémicas causas de la guerra y el sentido de la patria grande.
Sin duda, su misión de enfermero en aquella confrontación le impulsó a consagrarse a las causas de la post guerra y la herida latinoamericana. “Estuve en monte Williams, en las dos Hermanas, en Sapper hill, en los peores lugares. Cada vez que iba a una compañía, tenía cierta autonomía, y el jefe de compañía no me contaba entre los otros. Eso me permitió dedicarme a pleno a atender a mis compañeros, y eso me marcó para toda la vida. Me ayudó en la guerra para enfrentar mis miedos para que confiaran en mí. Mis compañeros me dieron un mandato que me fortaleció: era como un superior no en términos militares, sino espirituales”.