SC Rubén Jardón ___ GADA 601
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El 12 de abril de 1982,
Rubén Jardón (más conocido como
“Garoto”) y Diego, su mejor amigo, eran dos jóvenes de 19 años subidos en un avión con destino a
Comodoro Rivadavia. Poco sabían de la guerra,
poco podían imaginar qué sería la Guerra de Malvinas, pero ese día estaban yendo juntos a la experiencia que marcaría el resto de sus vidas.
Garoto nunca va a olvidar la incomodidad de ese viaje, sentados en el piso, sin asiento, rodilla contra espalda.
“Vamos apretados ahora, pero acordate que vamos a volver re cómodos”, le dijo Diego.
Una vez llegados a las Islas Malvinas fueron separados según su rol de combate,
Diego estaba en el radar, él era tipógrafo; y
Garoto fue ubicado en un grupo comando, en las afueras de puerto argentino, en un pozo.
El puesto en el que Rubén se encontraba era “el más jodido”. En cada bombardeo,
ellos mismos debían ir a buscar a sus compañeros.
Siempre algún soldado caía. Soldados que eran chicos de entre 18 y 19 años, y a quienes ellos debían encargarse de enterrar en pequeñas bolsas.
Garoto recuerda como todos los llamaban
“los chicos de la guerra”, aunque según él
“esto no es verdad, no éramos los chicos de la guerra, una vez que llegamos a Malvinas dejamos de ser chicos para siempre y nos convertimos en hombres con 19 años”.
Tanto
Garoto como el resto de los excombatientes de Malvinas vivieron una maduración de golpe, involuntaria. De pronto se encontraron en una situación en la que nunca pensaron que iban a estar.
Los soldados que pertenecían a la clase del ’63 habían sido enviados sin ningún tipo de instrucción, los de la clase del ’62 (a la que pertenecía
Garoto), habían convivido con los militares un año y medio, se encontraban mejor preparados que los primeros. Aunque decir “mejor preparado” en una guerra es un término ambiguo, nunca se está realmente preparado.
Las cenas, cuando había, eran a las 3 de la mañana porque los ingleses tenían un k
eeper (cuidador) que tenía radio y avisaba cuando salían los camiones de puerto argentino con la comida para las posiciones.
Si empezaba el bombardeo naval, la comida no llegaba.
Garoto entró en combate cuatro veces, y lo recuerda como “un infierno”. Sobre todo por las noches el ruido de las bombas es algo inolvidable para él. Particularmente recuerda un momento, con otro soldado,
Germán Estrada:
“Él me dijo, tengo miedo. Lo primero que se me vino a la cabeza fue responderle:
ponete atrás mío. Esa noche fue un infierno. Recuerdo un apagón, ya habían pasado las primeras líneas, y estaban entrando en territorio argentino, se cortó toda la luz. No sabes nada hasta el momento que empieza el combate,
la única luz es la del fusil cuando se dispara. Yo tenía en el cargador una bala común y una bala trazante, que es la que va prendida fuego hasta el punto de impacto para poder ver donde tiras, marca el tiro.
No le dije eso pensando que era Superman, yo estaba re asustado, pero lo vi así de atemorizado que lo primero que pude decir fue que se ponga atrás mío y yo quedaba como escudo. Al rato empezaron los tiros; ‘Vos cargá tu fusil y me lo vas pasando’ me acuerdo que le dije, y
gastamos 16 cargadores, 20 tiros en cada cargador. Todo el mundo que escuchó la charla de Germán, se pone a llorar porque mi forma de ser era esa.
Garoto era así, a los pibes de la clase ‘63 por ahí no les daba para salir a buscar comida, y yo la iba a buscar y se las llevaba a los pozos”.
El 12 de junio
Garoto y Diego, su mejor amigo, se reencontraron. “Ese día Diego se manda una macana, yendo a despertar a un compañero se le cierra la puerta del radar y queda afuera.
Como castigo lo mandan a donde estaba yo, en los pozos comunes, él estaba más cómodo en el radar. Había un suboficial mayor que estaba entrando en pánico
‘ustedes donde vean a los ingleses entréguenles las armas, porque nos van a matar’, gritaba. El jefe de nuestro grupo me pide que vaya al radar que no iba a ser bombardeado. Pero yo no quería ir al radar, aunque iba a estar más tranquilo y más allá de que fuera más cómodo porque el descanso era en un garaje.
Yo me quería quedar en el pozo, y
Diego como estaba ahí de castigo me pidió si podíamos cambiar y él ocupaba el puesto en el radar con el suboficial mayor. Le preguntamos a Morales y como estaba de acuerdo, intercambiamos”.
Y Garoto continúa el relato: “A las tres y cuarto de la mañana,
el radar empieza a ser bombardeado, los oficiales dan la orden del repliegue de toda la tropa del radar y él debe de meterse en los pozos por el bombardeo. El suboficial era el encargado de avisarle a Diego que se vaya del radar,
pero no se animó a ir. Los chicos del 101 fueron los que le gritaron que corra porque estaban batiendo zona, eso quiere decir que el barco que estaba en la costa empieza a tirar sin parar hasta que bate el radar.
Las bombas pesan 105 kg. Y cuando explotan salen volando miles de pedazos de metal, así es como funciona. Cuando me avisaron que estaban bombardeando el radar, mi primera reacción fue salir corriendo. Diego salió corriendo pero se cayó en un alambrado, en el momento que se levantó
una bomba lo atravesó.
Tenía once agujeros. Me quería morir cuando me enteré que le habían pegado a Diego. Cuando llegué, lo estaba atendiendo otro suboficial, me agarró la mano y me dijo
‘¿Viste gordo? Yo te dije que íbamos a volver más cómodos’ y se murió.
Lo enterré yo. Por mucho tiempo me consideré culpable de su muerte, es el día de hoy que llegan todos los 12 de junio y Luciana, mi hija, le compra una flor y se la llevamos.
Porque gracias a él, yo tengo una hija. Gracias a él yo estoy acá e hice una vida”.
La muerte de Diego destrozó a Garoto quién decidió irse solo a la primera fila, estuvo perdido varios días en el Monte donde tuvo un combate con una patrulla inglesa, solo.
Y fue tomado como prisionero.
“Malvinas se perdió por días, porque si nosotros hubiésemos seguido combatiendo seis días más los ingleses no tenían más alimentos, ni municiones. A pesar de ellos haber sido ayudados por tres potencias -Inglaterra, Estados Unidos, la Otan- y los chilenos
podríamos haber ganado. Nos sentimos orgullosos de lo que hicimos”.
La guerra no terminó en Malvinas, llegaron a Mar del Plata y ésta siguió con el
desprecio de la gente. Esa generalización incorrecta que muchas veces hace la gente desde su ignorancia o falta de tacto, categorizando a los veteranos de guerra como “loquitos” fue
sentida por todos los excombatientes. Respecto al principio de acuerdo para identificar a los
soldados no reconocidos en el cementerio de Darwin,
Garoto considera que “está bien y es necesario que las
123 personas que no están identificadas lo estén, sobre todo por sus familiares que aún viven en la duda”.
Garoto es un héroe,
Garoto es fuerte, y aunque tuvo momentos difíciles como el año pasado cuando se enfermó, él pudo salir de todo lo que conlleva el estrés postraumático que vive una persona que fue a la guerra.
Gracias a su hija Luciana, a su exesposa Luz, a su grupo de seis amigos todos e combatientes, a su psicóloga, a su perro, a las artes marciales… Garoto el héroe, siguió y sigue hasta hoy que tiene la fortaleza para contarme toda esta experiencia que vivió.
Cuando finalizamos nuestro desayuno, antes de despedirnos,
Garoto me confesó algo en lo que me quedé pensando todo el camino de vuelta a casa: él y su grupo de hermanos excombatientes
desean volver a Malvinas, saben que para poder ingresar deben mostrar el pasaporte, y eso es algo que ninguno de los seis va a hacer.
¿Por qué mostrar el pasaporte en un lugar que es nuestro, que es argentino? Ahora lo importante es buscar la forma de ir sin presentar documentación, así fue como hicieron una promesa. A medida que vayan envejeciendo y naturalmente, falleciendo, van a ser cremados y se van a esperar, uno por uno.
Una vez que el grupo esté completo, sus familiares van a depositar las cenizas en las Islas Malvinas.
Ellos van a estar para siempre inmortalizados en las
Malvinas, ese lugar que los marcó y los condicionó para toda la vida. Y lo más importante para ellos, no van a mostrar documento para vivir ahí para siempre, porque
“las Malvinas son Argentinas”.