Una vieja película, tenía una trama sumamente alocada, donde se conseguían niños que iban a la guerra, enviando juguetes militares y manejándolos como videojuegos...que visionarios!!!
Esta fue escrita en 1928.
LA GUERRA NUMERO 81-Q
Karloman Jungahr (Cordwainer Smith)
La guerra fue inevitable.
Tibet y Norteamérica, reclamando el Monopolio del Calor Radiante, solicitaron un Permiso de Guerra para el 2127 de nuestra era.
El Comité de Guerra Universal lo otorgó, estipulando, por cierto, las condiciones. Tras algunas componendas y enmiendas, las naciones beligerantes lo aceptaron.
Las condiciones eran:
a) Sólo combatirían aeronaves de 22.000 toneladas, combinaciones de aeroplano y dirigible.
b) Estarían armadas con ametralladoras que sólo dispararían balas no explosivas.
c) Ambas naciones, las Naciones Norteamericanas Unidas y la Alianza Mongol, alquilarían el Territorio de Guerra de Kerguelen durante las dos horas de la guerra, que comenzaría el 5 de enero de 2127 al mediodía.
d) La nación vencida pagaría todos los costos de la guerra, excepto el Alquiler del Territorio de Guerra.
e) No habría seres humanos en el campo de batalla. Los controles mongoles estarían en Lhasa; los norteamericanos, en la Ciudad de Franklin.
Las naciones beligerantes no tuvieron dificultad para alquilar el Territorio de Guerra de Kerguelen. La tarifa impuesta por la Liga Austral fue como de costumbre, de cuarenta millones de dólares por hora.
Espectadores de todo el mundo se precipitaron a las fronteras del Territorio, ansiosos de obtener buenos lugares. Hubo gran demanda de telescopios le rayos Q.
Los mecánicos trabajaron cuidadosamente en las gigantescas máquinas de guerra.
Los controles de radio, delicados como relojes, se ajustaron con precisión, tanto en las estaciones de control de Lhasa y la Ciudad de Franklin como en las aeronaves de guerra.
Las naves llegaron en el minuto decidido.
Controlados por sus pilotos a miles de kilómetros de distancia, los grandes aeroplanos revoloteaban y planeaban. Ninguna de ambas flotas se decidía a iniciar el ataque.
Había cinco naves norteamericanas,
Próspero,
Ariel,
Oberón,
Calibán y
Titania, y cinco naves chinas alquiladas por los mongoles,
Han,
Yuen,
Tsing,
Tsin y
Sung.
La flota mongol se granjeó la antipatía de los espectadores al arrojar una cortina de humo que obstaculizó la visión. El
Próspero, las armas palpitantes, se arrojó en la cortina de humo y salió del otro o, fuera de control, temblando con su maquinaria incoordinada. Al acercarse al límite, fue destruido por su piloto, que estaba sano y salvo a miles de kilómetros de distancia.
Pero el sacrificio no fue en vano. El
Han y el
Sung, seriamente averiados, emergieron lentamente de la bruma. El
Han, con una inclinación que mostraba claramente su deterioro, recibió un afortunado disparo del
Calibán y cayó varios cientos de metros, el ala izquierda en llamas. Pero por un par de segundos, el piloto recobró el control y, con un solo disparo, inutilizó el
Calibán; luego el
Han se precipitó a las rocosas islas.
El
Calibán y el
Sung continuaron a la deriva, disparándose uno al otro. En cuanto se vio que ninguno prestaría más utilidad en la batalla, fueron retirados del campo por común acuerdo.
Ahora quedaban tres naves de cada bando, que entraban y salían de la cortina de humo, subiendo a veces para enfriar los motores.
El entusiasmo cundió entre los espectadores, pues desde la Ciudad de Franklin se anunció que un piloto nuevo y casi desconocido, Jack Bearden, se haría cargo de las tres naves al mismo tiempo. ¡Nunca un solo piloto había dirigido, por radio, más de dos naves! Además, dos célebres ases mongoles, Baasrtek y Soong, participaban en la batalla, mientras que una persona aun más famosa, el mercenario chino T'ang, piloteaba el
Yuen.
Los espectadores norteamericanos declararon que no se debía permitir que un piloto tan joven e inexperto pusiera las naves en peligro.
El gobierno respondió que tenía plena confianza en la destreza de Bearden.
Pero cuando el joven piloto llegó ante la pantalla de televisión donde se proyectaba la batalla, y ante el laberinto de controles, advirtió que tanto él como los demás habían sobrevalorado esa destreza.
Se encaramó al alto taburete y buscó las palancas de control de velocidad, que estaban directamente a sus espaldas. Se reclinó... ¡y cayó! Su cabeza chocó contra dos botones: y vio cómo estallaban el
Oberón y el
Titania.
Las tres naves enemigas lanzaron un ataque combinado contra el
Ariel. Bearden hizo girar la nave y la lanzó hacia la cortina de humo.
Vio la enorme mole del
Tsing descendiendo sobre él. Disparó instintivamente, y acertó en el centro de control.
Virando hacia un costado mientras el
Tsing caía, lo esquivó por cuestión de pulgadas. El piloto del
Tsin disparó contra los refuerzos del ala derecha del
Ariel, aflojándola.
Por unos instantes quedó solo o, mejor dicho, el
Ariel quedó solo. Pues él estaba en el tablero de control del Edificio de Guerra de la Ciudad de Franklin.
El
Yuen, controlado por el maestro piloto Tang, se elevó detrás de él, le arrancó la punta del ala izquierda y se perdió en las brumas de la cortina de humo antes que el atónito Bearden pudiera efectuar un solo disparo.
Tuvo mejor suerte con el
Tsin. Cuando éste bajó hacia el
Ariel, le inutilizó el control de armamentos. Luego, cuando esta nave se elevó intentando embestir el
Ariel, Bearden arrojó la mitad de las ametralladoras por la borda. Chocaron contra el
Tsin, que estalló de inmediato.
¡Ahora sólo quedaban el
Ariel y el
Yuen! Un maestro piloto enfrentaba a otro maestro piloto.
Bearden lanzó una afortunada descarga que dio en el timón del
Yuen, pero sólo lo inutilizó parcialmente.
El
Yuen arrojó más bombas de humo por la borda.
Bearden se elevó; no, él seguía sano y salvo en Norteamérica, pero el
Ariel se elevó.
Los espectadores, desde sus helicópteros, soplaron silbatos, dispararon pistolas, lanzaron hurras.
T'ang hizo descender el
Yuen hasta pocos cientos de metros del agua.
Él también recibió ovaciones.
Bearden inspeccionó su nave con la autotelevisación. La menor tensión la destruiría.
Dirigió la nave hacia la derecha, preparándose para el descenso.
La tensión le partió el ala izquierda: y el
Ariel comenzó a caer en picada. Enfocó su autotelevisación en el
Yuen, sin atreverse a ver la nave, que llevaba su reputación y su futuro hacia el desastre.
Su ala izquierda, que caía como piedra, chocó contra el
Yuen. El
Yuen estalló y el
Ariel se estrelló cuarenta y seis segundos más tarde.
Y, por ley internacional, Bearden había ganado la guerra para Norteamérica, y con ella los honores de la guerra y la posesión de los enormes réditos del Calor Radiante.
Todo el mundo aclamó a este Lindbergh del siglo veintidós.
FIN
Título original:
War N° 81 -Q ©1928 By Genevieve Linebarger.
Traducción: Pedro Kavalán.
Aparecido en: Revista El Péndulo N° 11, Buenos Aires, Septiembre 1986.
Edición digital: Ecólogo.